Buñuel: Entre creer y no creer

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Sedicioso, agitador, calumniador, pícaro, libertino, burdo y farsante. Así era en verdad Jesucristo —vocifera un ateo desahuciado, que busca echar al sacerdote católico que lo asiste antes de morir. Personajes del Marqués de Sade en el Diálogo entre un moribundo y un cura (1782), los dos reaparecen en la película que Luis Buñuel recuerda como una de sus hijas favoritas: Nazarín, de 1958, la historia de un cura aturdido por las supercherías que a veces se confunden con la fe. La escena en la que una mujer moribunda pide que acuda su amante y que, en cambio, salga del cuarto el impertinente padre Nazario es la única desviación de Buñuel a la novela homónima de Pérez Galdós. En la película, sin embargo, el cura no hace el papel de insensato que sí hace en el diálogo de Sade. Nazario, muy al contrario, es el hombre más cabal entre todos los católicos y ateos que a lo largo de la película cruzan palabra con él. Entre el diálogo maniqueo de los personajes de Sade y sus versiones matizadas en la escena de Nazarín median no sólo el gradual alejamiento de Buñuel con respecto al surrealismo (y a sus patronos literarios, como Sade), sino la empatía del director con los conflictos del padre Nazario, un hombre complejo y honesto, ante todo desencantado de los excesos de la fe.
     ¿Y el retrato de Jesucristo en Buñuel? También, como el del sacerdote, mucho más benevolente que en Sade. Si acaso un poquito pícaro, a suponer por la carcajada que parece soltar en el cuadro colgado de la pared, según la ensoñación febril de la prostituta escondida en la casa de Nazario. Pero esto —la carcajada, la picardía— para nada es un detalle diabólico, según aseguraba Buñuel a José de la Colina y a Tomás Pérez Turrent en el amplio libro de entrevistas Prohibido asomarse al interior. Es, como el Jesús de La Vía Láctea que se deja la barba larga por sugerencia de su madre, otra de sus indagaciones en la humanidad del Redentor, siempre representado en el cine como un señor muy solemne, “que anda majestuosamente y sólo suelta frases para la posteridad”.
     Formado en el impenetrable catolicismo español del principio del siglo pasado, el niño Luis jugaba a decir misa mientras sus hermanas hacían de feligresas. La fe era un imperativo y la religión una cobija tibia hasta que a Luis, de unos catorce años, lo asaltaron preguntas quemantes: ¿en dónde van a caber todos los muertos que resuciten en el Juicio Final? ¿y para qué iba servir este juicio, si antes ya habíamos pasado por uno indivdual y propio? Siguió, fatalmente, la lectura de El origen de las especies, y algunos años más tarde, el codeo con los surrealistas. Lo que sigue es historia sabida. Los milagros y misterios cristianos perdieron respetabilidad.
     La desaparición de la fe en Buñuel tejió su reverso en la forma de un ensayo cinematográfico personal y continuo sobre lo que él consideraba una incompatibilidad entre catolicismo y vida. Los protagonistas de Nazarín y Viridiana (una novicia que abandona el convento y termina en la recámara de su primo) son, según el propio Buñuel, Quijotes que llegado el momento aceptan ser sólo Alonsos Quijanos. Ambos siembran desastres y peleas en los lugares por los que pasan. Su práctica de la caridad cristiana, sobre todo en el caso de Nazario, es tomada como afrenta a las leyes de la institución. Si bien nunca habría soltado un comprometedor “Nazarín c’est moi“, Buñuel confesaba su empatía por las contradicciones del padre, y armaba silogismos tentadores para espectador. “Nazarín acaso termine creyendo más en el individuo que en Dios o la sociedad. Yo también creo más en el individuo que en la sociedad.”
     La doble naturaleza del creyente (sensato y con la lógica suspendida, un Misterio por derecho propio) es un eco del dogma cristiano —la doble naturaleza de Cristo—, que más disertaciones cinematográficas inspiró a Buñuel. Jesucristo —parece concluir— debió de ser vanidoso y risueño. Eso lo incomodaba menos que su creciente status como celebridad. “Se ha ido apoderando de un lugar privilegiado en relación con las otras dos personas de la Santísima Trinidad”, se queja en Mi último suspiro. “[En los tiempos que corren] no se habla más que de él.”
     El hereje que cuestiona el dogma fue su personaje favorito. Le interesaba, sobre todo, por ser un personaje más apasionado y devoto que el cristiano al que decide rebatir. En “el paseo por el fanatismo” que es La Vía Láctea —el camino sin cronología lógica de dos peregrinos hacia Santiago de Compostela— explora las sectas heréticas derivadas de los principales Misterios: la Trinidad, la naturaleza dual de Cristo, la inmaculada concepción de la Virgen, la transustanciación de la Eucaristía, el libre albedrío del hombre y el origen del Mal en el mundo. Su indagación en la desviación cristiana es, por así decirlo, devota. Además de considerar que la herejía inyecta salud al desarrollo de una religión, le parece que es encomiable como fenómeno tan sólo por haberse desprendido de un principio de libertad moral: ser la reacción de un creyente ante las inconformidades del espíritu humano, que si bien podía derivar en una defensa fanática de la verdad personal, se permitía las extravagancias que el director entendía como hijas de la creatividad. Breton, recordaba Buñuel, encontraba semejanzas entre surrealistas y herejes.
     El entusiasmo por las coincidencias, la aceptación de imágenes y ensoñaciones arbitrarias —las constantes de su cine que más asumía como propias—, se explican en Buñuel desde un ateísmo imbricado. Creer en Dios equivale a aceptar una sola explicación de la existencia; no creer, en cambio, conduce a aceptar lo inexplicable del mundo. “Entre los dos misterios yo he elegido el mío.” Esto ayudaba, decía, a preservar su libertad moral.
     Fruto maduro de la civilización cristiana (“soy cristiano por la cultura, si no por la fe”), su llamado cine ateo (si acaso hereje, y por lo tanto católico por filiación) es un diálogo entre las voces internas de quien nunca dio por agotado el tema de su autoexilio espiritual. La “emoción religiosa” de su infancia, que decía echar de menos por inocente y pura, se asoma en el redoble hipnótico de los tambores de Calanda, su pueblo natal, fondo del plano último de la más bien religiosa Nazarín.
     Ésta y otras paradojas, también presentes en la lectura de sus películas. Mientras Julio Cortázar aseguraba que La Vía Láctea había sido pagada por el Vaticano, Nazarín, premiada en Cannes, estuvo a punto de recibir el Premio de la Oficina Católica entregado en el contexto del festival. El equívoco —como lo llamaba Buñuel, molesto de que otros lo llamaran “intento de recuperación”—, se repitió algunos años después, cuando un cardenal neoyorquino pidió que el director acudiera a recibir un premio por la película.
     En ese entonces se negó a asistir. Murió en 1983 y el equívoco lo sobrevivió. Con motivo de las celebraciones por los cien años del cine, el Vaticano emitió una lista de las 45 películas que todo católico debía conocer. Bajo el rubro de “Religión” (los otros son “Valores” y “Arte”), y clasificada para un público adulto, aparece, sin más, Nazarín. La sinopsis que la acompaña aclara: no es crítica con la religión, sino con la devoción hipócrita. Nadie más, que lo sepamos, se ha adjudicado su linaje espiritual. –

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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