Cartas desde el invierno: “The last of the Starks” (T8E4)

La escritura presurosa, que corre para que sucedan las cosas que tienen que suceder antes de que se acabe la temporada (¡y la serie!), sacrifica un poco de consistencia y otro poquito de arco para que los personajes empujen la trama en tiempo y forma.
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¿Qué pasó anoche en Game of Thrones?

La respuesta es una y una sola: muchas cosas. Demasiadas cosas.

Comenzamos, de nuevo, en Winterfell, donde los sobrevivientes de la noche triste lloraban a sus muertos. El cuerpo de Ser Jorah Mormont yacía tendido frente a Daenerys, quien lo despidió con un beso en la frente. Sansa Stark también le dijo adiós a un fiel súbdito, Theon Greyjoy, a quien le colgó, como un último y acaso demasiado obvio regalo de despedida, un dije con el lobo emblema de los Stark. Las pilas de muertos se acumulaban frente a Winterfell mientras Jon Snow daba un inspirado discurso a las fuerzas que siguen de pie. Durante un momento, Jon Snow pareció el rey que la serie parece querer que sea, algo de por sí extraordinario, toda vez que, seamos sinceros, Jon no es muy listo ni tampoco muy hábil, y más allá de ponerse en riesgo en situaciones bastante estúpidas, no ha demostrado mayor capacidad para el liderazgo.

De cualquier forma, los sobrevivientes de la batalla finalmente le dijeron adiós a su gente. Fue un alivio, también, que lo hicieran a plena luz del día y con grandes piras funerarias ardiendo, porque así por fin pudimos ver lo que sucedía en el cuadro sin tener que entrecerrar los ojos o ajustar el brillo de la televisión hasta lo indecible.

Después de enterrar a los muertos, la agenda del día marcaba un desayuno buffet con barra libre en el gran salón de Winterfell. Y estuvo bien, eso, porque los personajes de la serie tenían mucho que decir y mucho que decirse. Daenerys le dio a Gendry Rivers el apellido de su padre, Baratheon, y lo primero que hizo Gendry con su recién adquirida nobleza fue ir a preguntarle a Arya si se casaban. A Arya, súper asesina de élite; a Arya, tiradora con arco extrarordinaria. A Arya, que naturalmente le dijo que no –en qué estabas pensando, Gendry–, porque todavía hay otra cosa en su camino: matar a Cersei, la reina que ordenó la decapitación de su padre. Lo que siguió fue una borrachera donde se intercambiaron miradas de duda, romance y sospecha –Sansa nomás no puede con Daenerys, y tampoco es muy difícil culparla–, y donde descubrimos por qué sobrevivió Tormund el capítulo pasado: para cantarle una loa a Jon Snow frente a Daenerys, quien se dio cuenta ya de que quizá fue un error venir a Winterfell, o para el caso, a Westeros. No es una reina ahí: no ha demostrado nada a nadie en esa parte del mundo, y Jon Snow, con todo y su rampante mediocridad, es un líder más conocido y querido por la gente del norte.

Toda esa secuencia fue quizá lo más divertido del episodio. Ciertamente fue la parte con más humor: Tyrion, Podrick, Jaime y Brienne jugando “Verdad o reto”; Tormund lloriqueando con The Hound porque Brienne no lo pela; Podrick revelándose como un maestro ligador. Fue un poco como una comedia romántica de adolescentes en la edad media. Todo Winterfell estaba emborrachándose y besándose y ligando, y después de la batalla del episodio pasado, eso se sentía adecuado.

No fue, sin embargo, el único momento del episodio que se sintió como una comedia de enredos. Y la siguiente ocasión que se sintió así no fue para bien: Jon Snow –¿Deberíamos decirle ya Aegon Targaryen? Me molesta, francamente: hace unos episodios sentíamos que debíamos llamarlo Jon Stark, ¿y ahora ya cambió de nombre de nuevo?– le contó un secreto a Daenerys, un secreto que quizá jamás debió haber revelado, principalmente tomando en cuenta que jura que no quiere el trono y que sabe que eso es lo más importante en la vida de Daenerys, pero igual el tipo es incapaz de callarse la boca y fue y le dijo que él es un Targaryen, como ella. Daenerys, a medio camino entre la discreción estratégica de una relación romántica y la quemante ansiedad de ya no saberse la única heredera al trono, le pide que no se lo cuente a sus hermanas. ¿Qué hace Jon, claramente el peor novio posible? Va y se lo cuenta a sus hermanas, no sin antes pedirles, por favor, por favorcito, que juren que no se lo van a decir a nadie. Arya jura pronta y expeditamente –si hay alguien a quien no le importa el chismerío político es Arya–, pero Sansa se toma su tiempo para hacerlo, aunque al final jura conservar el secreto.

¿Y qué hace después Sansa? Va y se lo cuenta a Tyrion Lannister, su exesposo (ah, siempre cuestiones complejas, las separaciones). Esto es quizá el primer gran momento de quiebre del episodio, y es todo resultado del recorte de horas y capítulos que la serie ha sufrido desde la séptima temporada. Uno infiere que entre la confesión de Jon y la conversación entre Sansa y Tyrion debieron haber pasado semanas en Winterfell, pero el episodio está tan apelmazado y las cosas están sucediendo tan rápido que básicamente parece que sucedió al día siguiente –como confirman los memes– un tiempo de espera impensable para la estoica Sansa.

Así, la escritura presurosa, que corre para que sucedan las cosas que tienen que suceder antes de que se acabe la temporada (¡y la serie!) se ve obligada a sacrificar un poco de consistencia y otro poquito de arco para que los personajes empujen la trama en tiempo y forma. El resultado se siente extraño: el reparto comparte la revelación más impresionante de la serie –el verdadero parentesco de Jon Snow, objeto de especulaciones por literales años– como si fuera moneda de cambio. Los guionistas lo saben, por supuesto: cuando inevitablemente Tyrion suelta la sopa, por tercera vez en este episodio, Varys le pregunta cuánta gente sabe el origen Targaryen de Jon Snow. “Ocho personas”, le contesta el Lannister. “Entonces no es un secreto”, contesta Varys, “es información”. Pero que esa bomba se haya degradado de “secreto” a “información” en dos episodios habla del difícil ritmo que la serie se ha visto obligada a adoptar ante las restricciones y la necesidad imperiosa de terminar. Las cosas que suceden tienen sentido en el gran esquema de cosas de la serie, pero suceden tan de prisa que dan una sensación de improvisación. “You can’t rush art”, decían en Toy Story 2, y los productores de HBO no tendrían que permitirse olvidar esa lección.

Uno imagina otro mundo: otro donde Game of Thrones, al terminar la sexta temporada, no recibió una renovación definitiva por dos temporadas de ocho y seis episodios para acabar la serie, sino otra temporada de diez episodios con miras a tener una o incluso dos temporadas más. Uno imagina lo que habrían podido hacer los escritores con ese tiempo, la finura con la que pudieron haber sembrado y cosechado todos estos acontecimientos –la misma finura con la que habían tejido las seis temporadas anteriores–. Pero esto no fue así, y todo repercute en los personajes, que salen pagando el proverbial pato: Sansa tiene que mantener una desconfianza que de pronto se siente infundada porque no se nos han dado las bases para sostenerla (a fin de cuentas, Sansa y Daenerys tienen poquísimo tiempo conviviendo), y tiene que confesar un secreto en pos de detonar más acciones, no porque el personaje lo precise, y Jaime y Brienne tienen que enredarse –¿Por qué, por qué? Su relación era valiosa como estaba, como una especie de amistad fundada en la admiración mutua– y Bronn tiene que reaparecer y amenazar a Jaime y a Tyrion y comunicarles que a Cersei ya le vale todo y los mandó matar por igual, y todo para que Jaime abandone a Brienne en el mismo episodio en el que consuman su romance y deciden cambiar de planes y vivir juntos y nos deje a Brienne hecha trizas, y Rhaegal tiene que aparecer vivo pero herido –la batalla de Winterfell por sí sola no dio indicios de que había sobrevivido, y de no ser por el preview, ni cómo saberlo– y recuperarse y también morir en el mismo episodio, ¿y todo para qué? ¿Para que avance la trama? Pero si la trama es lo de menos, lo que importa son los personajes: lo sabía Hitchcock, lo debería saber Game of Thrones.

No todo está perdido, no obstante, y probablemente ya no lo esté: es muy posible que el final de la serie no termine catapultándola al Olimpo de las Grandes Series de HBO –ese donde viven Los Sopranos, The Wire, Deadwood y otras poquitas–, pero el cetro del Más Grande Programa de Televisión Jamás Filmado ya no se lo quita nadie. ¿Pruebas? Varias, por supuesto, gracias a la buena mano del director David Nutter, encargado de los episodios con menos acción de la temporada: el momento en que el insoportable Euron Greyjoy le dispara a Rhaegal, que surcaba los aires recién recuperado, el pobre; ese chulísimo tracking shot que siguió a Tyrion mientras la armada Greyjoy despedazaba su nave y que culminó con él arrojándose al mar; aquel letal instante en que Missandei es decapitada por The Mountain al fondo del encuadre –agárrate, Ser Gregor, que ahí viene tu carnal a arreglar sus asuntos pendientes– y el querido Greyworm, en primer plano, no puede atreverse a mirar mientras el cuerpo de su amada cae. También tuvimos grandes segmentos de diálogo, el mejor, aquel en el que el querido Bronn (que tardó muchísimo en llegar a King’s Landing, en otro de esas extrañas elipsis de una serie que sirve como la viva prueba de la relatividad el tiempo) reaparece para amenazar a los Lannister y largarles un notable discurso acerca de cómo toda gran casa tuvo su origen en un mercenario desalmado no muy distinto de él mismo. El cinismo de los personajes de Game of Thrones –un cinismo que practican divina y controversialmente gente como Sansa o Varys– es una marca de la casa, y en más de una ocasión termina anotándole algunos bien colocados goles que sirven de filoso comentario sobre el mundo real. El de Bronn es uno de ellos.

Todo eso estuvo bien, o muy bien, si se es generoso, como yo soy ya a estas alturas con la serie. Quién sabe si resignada o filosóficamente, o una mezcla de ambas, pero creo que Game of Thrones ya nos dio lo que tenía que darnos: lo que venga a partir de ahora es nomás un colofón, un último par de episodios que ya no alcanzarán a arruinarnos la telenovela, aunque quizá sí nos dejen un par de decepciones. Ni modo, caray, también las decepciones son parte de la vida.

Posdata

  • ¿Quién va a matar a Cersei? Jaime y Arya van camino a King’s Landing, y es claro que aparecerán en algún momento de la ¿batalla? del próximo episodio contra la reina de los Siete Reinos, y ambos tienen motivos reales para acabar con la vida de Cersei. Eso suponiendo que Cersei de verdad muera.
  • Lo de Brienne y Jaime me divide: por una parte, fue un momento lindo –ella desesperándose mientras él no puede quitarse la ropa– pero, por otra, queda la impresión de que Brienne no pedía ese momento y que el personaje está ya en un innecesarísimo tiempo extra.
  • Fue un gusto ver a Lena Headey de nuevo. Su Cersei está un poco venida a menos, en parte porque tiene pocos personajes con quienes lidiar y porque tampoco da tiempo de inventarle problemas de gobernanza en King’s Landing, pero de cualquier forma, agradezco haberla visto considerar la ejecución de Tyrion. Por un momento me la creí, ingenuo yo.
  • Por cierto: ¿se percató Euron de que las cuentas del embarazo de Cersei nomás no cuadran? Cersei le avisó recién que espera un hijo “suyo” (de Jaime, en realidad), ¿y Tyrion ya lo sabe y lo usa como munición en su argumento? Amigo, date cuenta.
  • Ah, Varys, el único que aún sostiene la antorcha del protosocialdemócrata Petyr Baelish, el único capaz de proponer una monarquía constitucional con revocación de mandato incluida. Una vez pasada la amenaza de los White Walkers, nos queda la intriga política, que en la serie siempre ha sido estupenda y en la que Varys descolla. Sus conversaciones con Tyrion Lannister son siempre un gusto –Conleth Hill y Peter Dinklage tienen ya calibradísimos sus papeles y sus interacciones–, y este episodio no fue la excepción. Ahora: ¿ha decidido Varys ya que Daenerys no es la mejor opción para el Trono de Hierro? Mucho me temo que su razonamiento nos lleva demasiados pasos de ventaja.
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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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