Casa Rorty XXXV: Ante la modernidad titánica

Aunque le falta humor y a veces es psicológicamente incoherente, hay que celebrar la ambición temática y el espíritu vigoroso de The brutalist.
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The Brutalist, película de Brady Corbet que relata la peripecia de un arquitecto judío de origen húngaro que sobrevive al Holocausto y trata de continuar su carrera profesional en los Estados Unidos de la posguerra, ha llegado a los cines de todo el mundo cuando Donald Trump era investido de nuevo Presidente de Estados Unidos. Tal como veremos enseguida, uno de los temas del filme es la naturaleza del proyecto sociopolítico estadounidense o, si se prefiere, la pregunta por el “alma de América”. Pero ya es coincidencia que una de las órdenes ejecutivas firmadas de inmediato por el ex magnate inmobiliario —nombrada Promoting Beautiful Federal Civic Architecture—  disponga que los edificios federales de nueva construcción tendrán que ajustarse al patrón estético de la arquitectura clásica: ¡si László Tóth, nombre del protagonista de la película, levantara la cabeza!

Sabremos lo que Trump entiende por clasicismo si atendemos al precedente creado por él mismo con una orden firmada al final de su primer mandato; allí, bajo el título Making Federal Buildings Great Again, se recordaba que los Padres Fundadores eligieron la arquitectura de la Atenas democrática y de la Roma republicana para los edificios públicos del nuevo país, razón por la cual conviene no alejarse de ese modelo. En esa orden solo se hace una excepción con el tradicionalismo regionalista allí donde se encuentre arraigado, como sucede con el estilo colonial español en Arizona o Nuevo México, siempre y cuando su tratamiento sea premoderno y no posmoderno. Al hilo de esa orden ahora renovada, señaló en su momento el arquitecto Luis Fernández-Galiano en las páginas de Arquitectura Viva, se censuran de manera explícita estilos como el brutalismo y el deconstructivismo. Fernández-Galiano añade que Trump, quien contrató en su momento a arquitectos modernos para sus rascacielos neoyorquinos, no está solo: también Xi Jinping ha condenado la “arquitectura extravagante” de las últimas décadas, repudiando expresamente la sede de la Televisión China en Pekín debida al holandés Rem Koolhas; la diferencia es que el presidente chino ha evitado identificar un “estilo de Estado” concreto, más allá de pedir obras amables capaces de “inspirar las mentes y reconfortar los corazones”.

Cualquier turista puede comprobar que la mayor parte de los edificios públicos proyectados en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX abrazan el neoclasicismo, felizmente compensado por el art-decó empleado por los promotores privados en los rascacielos de los años 20 y 30. Esto vale sobre todo para el Este; quien visite California se encontrará con el mencionado estilo colonial, así como con el modernismo que se hace dominante en lugares tan peculiares como Palm Springs. El neoclasicismo originario importa aquí por cuanto remite a los ideales republicanos fundacionales y, por tanto, dice algo sobre la imagen que los norteamericanos tienen de sí mismos. Bien es verdad que, a la vista de los anuncios realizados por Trump durante sus primeros días en el cargo, su presidencia arranca con unas veleidades imperiales más propias de la Roma posterior a César que de la Atenas hostigada de continuo por los enemigos exteriores. En ese sentido, parece que la Megalópolis de Francis Ford Coppola no iba desencaminada: sus Estados Unidos del futuro adoptan una estética tributaria de la Antigua Roma, que en la película se asocia sin ambages a una decadencia plutocrática y corrupta.

Y en estas andábamos cuando llegó a nuestras pantallas The Brutalist, que no ha tardado en dividir a los espectadores: unos la exaltan y otros la execran. Su recepción me recuerda a la que tuvieron las películas de Paul Thomas Anderson una vez que este se hubo emancipado del influjo de su maestro Robert Altman con el fin de explorar por caminos más personales. La referencia no es caprichosa, ya que el joven Brady Corbet no puede ocultar su deuda con el Anderson tardío; el film juega en la misma liga que Pozos de ambición y The Master, situada esta última en la misma década de los 50 en la que transcurre The Brutalist. Ni Anderson ni Cody están solos: el intento por hacer la Gran Película Americana se remonta a D.W. Griffith y Eric von Stroheim, si bien será en Ciudadano Kane donde aparezca la figura del magnate visionario que piensa a lo grande y trata a los demás como si fueran propiedad suya. También hay que pensar en el cine de Scorsese, Coppola, Eastwood, Cimino o el citado Altman; el Nuevo Hollywood fue fecundo en meditaciones sobre el rumbo de un país –de una idea– cuyos cimientos parecían crujir bajo el peso del malestar social y la crisis económica.

Welles tenía 25 años cuando hizo Kane; Corbet ha hecho The Brutalist con 36: quizá hay películas que solo se pueden hacer a esa edad. Pero este último ya dirigió la original e intensa Lux Vox en 2018, o sea con apenas 30, y su debut, La infancia de un líder, tres años antes. Desiguales ambas, pero también formalmente audaces, apuntaban maneras; su debut, por cierto, cuenta con una fantástica banda sonora de Scott Walker, a la memoria del cual está dedicada The Brutalist. Curiosamente, el lenguaje de Corbet es aquí más clásico y contenido, aunque no por ello se prive de correr algunos riesgos cuando le parece necesario. El primero de ellos es la duración del film: tres horas y media, a los que hay que sumar los quince minutos de un intermedio que nos retrotrae a los tiempos de los grandes epics hollywoodenses; todavía hoy nos encontramos con esa pausa, por ejemplo, en algunas ediciones de Duelo al sol o Gigante en DVD o Blu-Ray. Para quien disfruta de la película, su duración no es un problema; toda película lograda dura lo que tiene que durar y cabe agradecer que un realizador se tome el tiempo necesario para contar una historia. Incluso si podemos convenir que alguna secuencia es prescindible, ninguna es obscenamente superflua. Por lo demás, el formato del filme largo es apropiado para la narración de historias que se extienden a lo largo de las décadas o los años.

El sueño americano no es como lo cuentan

Escrita por Corbet y su esposa, la cineasta noruega Mona Fastvold, la película solo ha costado 9.6 millones de dólares; el director es astuto a la hora de pegar la cámara a los personajes y dejar fuera de foco el fondo allí donde le hubiera costado demasiado dinero rodar en exteriores o montar un decorado. Nos cuenta la historia de un arquitecto de Budapest formado en la Bauhaus de Dessau que se ve forzado a emigrar a los Estados Unidos al final de la II Guerra Mundial; su mujer y su sobrina se quedan atrás, logrando reunirse con él solo años más tarde. László Tóth lleva el mismo apellido que el magnífico realizador André de Toth, húngaro como él y que como él recala en América, donde desarrolla una brillante carrera en el Hollywood del sistema de estudios; la diferencia estriba en que el protagonista de The Brutalist se abre camino a duras penas en un contexto social que el realizador describe como caracterizado por un rechazo implícito del extranjero y, en particular, del judío. De ahí que la primera imagen del país con que se topa el protagonista tenga una angulación imposible: cuando Tóth abandona la bodega del barco y sube a cubierta, como hicieran el niño Corleone de El Padrino y los emigrantes armenios que retrata Elia Kazan en América, América, ve la Estatua de la Libertad plantada en la Isla de Ellis. Pero el director nos la muestra boca abajo, mientras suena la intensa banda sonora compuesta por Daniel Blumberg; como si quisiera dejar claro que el sueño americano es distinto a como se lo relata. ¡Oído barra!

Así lo iremos comprobaremos cuando Tóth se vea condenado a malvivir en Pensilvania, una vez que la esposa católica de su primo Attila haya logrado desembarazarse de él. Tiene sus razones: Corby ha dicho en alguna entrevista que su intención era mostrar a un ser humano contradictorio y a menudo desagradable, evitando retratar al inmigrante como un ser humano bondadoso que se limita a verlas venir trabajando duro y agachando la cabeza. En algunos aspectos, el suyo es un inmigrante que recuerda a los que pueblan las novelas de Saul Bellow, quien en la magnífica El planeta de Mr. Sammler relata dos días en la vida de un superviviente del Holocausto que vive en Nueva York y lidia con un familiar moribundo –uno que ha sido un millonario implacable en los negocios– y sus peculiares hijos. Pero Sammler tiene 70 años y es ya un hombre contemplativo que reflexiona sobre la decadencia cultural de Occidente –o lo que él tiene por tal– sin esperar demasiado de la vida; el Tóth encarnado por Adrien Brody es un arquitecto con ambiciones creativas y conciencia social. Es, también, judío; como la madre del realizador, mitad católica irlandesa y mitad askenazi. Introspectivo a la vez que orgulloso, Tóth no exhibe ante los demás trauma alguno; prefiere expresar  sus vivencias a través de una obra a la que no puede dedicarse por falta de contactos. Su suerte cambia cuando conoce al millonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pierce), portador de un fino bigote que remite tanto a Charles Foster Kane como a Lancaster Dodd, estafador a gran escala –acaso el fundador de la Cienciología– creado por Philip Seymour Hoffman en The Master.

Van Buren vive con sus hijos en una mansión rural de Pensilvania y ejerce como mandamás de una localidad blanca y protestante; no se le conoce mujer. Tóth hace una reforma de su biblioteca cuando trabaja para su primo Attila; el millonario termina por admirarla y, tras descubrir su pasado en la Bauhaus, decide contratarlo para que construya un gran centro social que llevará el nombre de su difunta madre. Tóth se muda a una vivienda aneja a la gran mansión; mujer y su sobrina se reúnen con él: si la primera llega en silla de ruedas, la segunda permanece muda. El arquitecto presenta al promotor un diseño brutalista: un edificio compacto de vasta superficie hecho en hormigón –material desacostumbrado en USA– y aspecto hermético; dejo a los historiadores de la arquitectura que determinen cuán verosímil es que un estudiante de la Bauhaus acabe haciendo brutalismo. Seducido por su creatividad, aunque incapaz de entenderla, Van Buren da el visto bueno al proyecto pese a los recelos de su entorno personal y profesional. Ya hemos visto que Donald Trump quiere volver al neoclasicismo: las dificultades de la modernidad arquitectónica para abrirse paso en la América suburbial de la segunda posguerra, especialmente en su conservadora Costa Este, son verosímiles. En ese sentido, el marco histórico y cultural del filme es mostrado por Corbet sin énfasis: las canciones melódicas de los 50 y la irrupción sincopada del bebop, el consumo de heroína en los locales underground, el inicio de la Guerra Fría y la consiguiente presión para eliminar cualquier asomo de comunismo, la fundación de Israel; no es, en fin, un periodo cualquiera. Tóth, dispuesto a sacar su edificio adelante a toda costa, asegura a los notables de Doylestown que ni sus convicciones ideológicas ni su origen étnico serán óbice para la exaltación de la comunidad que lo acoge; aunque los está engañando, eso solo lo sabremos más tarde.

La figura del mecenas es plausible: quien pase por San Petersburgo, Florida, se encontrará con un Museo Dalí donde se exhiben las más de doscientas obras del pintor catalán que fueron compradas por los señores Morse. A fin de subrayar la turbiedad de las fortunas capitalistas, los guionistas de The Brutalist hacen de Van Buren una suerte de implacable magnate plagado de conflictos internos; obsesionado con Tóth, llega a sodomizarlo durante el viaje que ambos hacen a Carrara para comprar mármol. Su hijo muestra asimismo una conducta desordenada; todo indica que viola a la sobrina de Tóth durante una jornada campestre. La sodomización de Tóth me recordó una secuencia de Georgia, película de Arthur Penn en la que se lleva a la pantalla la experiencia como inmigrante yugoslavo del guionista y novelista Steve Tesich; en ella, un millonario de aspecto patricio ve cómo su hija –con la que mantiene relaciones incestuosas– contrae matrimonio con un aspirante a profesor de filosofía de origen balcánico: ni corto ni perezoso, se revuelve contra esa realidad disparando contra ella y suicidándose durante el convite nupcial.

En el caso de The Brutalist, la tesis es clara: la sociedad estadounidense está corrompida por el dinero y los miembros más prominentes de sus respectivas comunidades solo presentan una fachada de honorabilidad detrás de la cual se esconde una rapacidad sin límites. Durante sus primeros pasos en el país, Tóth ha comprobado que la realidad visible es una simulación de orden publicitario: su primo Attila ha cambiado su nombre para que no suene foráneo y llamado a su negocio Miller & Sons, pese a que, como le señala László, “ni hay Miller, ni hay hijos”. Este aspecto del filme es discutible: a ratos parece una obra de tesis que tiende a la brocha gorda en el retrato de la sociedad norteamericana. Porque el ceñudo padre de Georgia trabaja igualmente en los grandes hornos de Pensilvania –donde también se ambienta The Brutalist– y expresa ante el hijo con crudeza su desencanto ante esa “América” donde trabaja como un condenado, pero su hijo pertenece a otra generación y vive experiencias diferentes: tras dar muchos pasos en falso por exceso de idealismo, acaba teniendo una buena vida.

Al fin y al cabo, László Tóth es expulsado de Europa después de que los nazis se hicieran con el poder en Alemania y Stalin bajase el telón de acero sobre su Hungría natal. Mientras nuestro continente se convierte en tierra quemada, los norteamericanos recibieron a decenas de miles de refugiados. Eso no significa que estos llegasen a una sociedad que los recibía con los brazos abiertos, ni suprime los aspectos más tenebrosos de la Guerra Fría. Pero Europa había vivido dos guerras devastadoras y exterminado a seis millones de judíos, mientras sus países más occidentales –Portugal y España– eran dictaduras y toda Europa Oriental se convertía en presa del totalitarismo soviético. Si los ideales elevados de la Bauhaus habían fracasado, no había sido en los Estados Unidos; a pesar de la innegable distancia que media desde el primer momento entre los ideales ilustrados que cristalizan en su Constitución y la dura realidad de la vida americana. Así que Corby incurre en la ingenuidad romántica cuando compara la hipocresía de los millonarios protestantes con la libérrima camaradería de los antifascistas italianos que bailan enfervorecidos en el interior de una montaña; las cosas, como siempre, son mucho más complicadas.

Vida y obra, obra y vida

Para contar el desenlace de la historia, el director recurre a un cuestionable epílogo ambientado en la Bienal de Arquitectura que se celebra en la Venecia de 1980; allí se homenajea a un avejentado Tóth –tiene 69 años y aparenta 90– en presencia de lo más granado de la profesión. Su sobrina, que había emigrado a Israel, lee un texto donde glosa la carrera de su tío y explica a los espectadores el sentido que tiene el edificio Van Buren, concluido por fin en 1973: resulta que este vasto espacio de hormigón recrea su experiencia en Buchenwald a través de largos corredores y salas angostas con techos de varios metros de altura. Corby nos explica la película: por si no habíamos estado prestando atención. Una lectura benigna de la secuencia sugiere que todo lo que hemos visto hasta ese momento es una larga tribulación que solo retrospectivamente adquiere un significado preciso, dejando claro por qué Tóth escoge el registro brutalista para el edificio y cuál es el mensaje que quiere comunicar con él a las futuras generaciones. No obstante, el propósito de Tóth puede deducirse de su empeño por sacar el proyecto adelante, renunciando a sus honorarios y evitando romper con Van Buren después de que este último lo haya violado en Italia: su obra es su vida y la obra da sentido a la vida.

En último término, la mole brutalista de Tóth destila la experiencia de un individuo que se las ha visto con esa modernidad titánica que produjo sus efectos más intensos entre finales del siglo XIX y la década de los 50. Sería un error pensar que la experiencia moderna solo contiene atrocidades; la ambigüedad es su rasgo definitorio. Pero muchos padecieron sus consecuencias; ya sea en las trincheras europeas, los campos nazis, el gulag soviético o la China maoísta. Tóth, personaje de ficción más o menos creíble, es uno de ellos: educado en la elegante utopía de la Bauhaus, sufrió como judío la barbarie nazi y padeció los rigores de la inmigración en los Estados Unidos de la Guerra Fría. Otros cayeron del lado comunista; por desgracia, hay donde elegir. Como sabe cualquier lector de Primo Levi o Jorge Semprún, sobrevivir a los campos no sale gratis; igual que el Sammler de Bellow pasea su escepticismo por Nueva York, el László Tóth de Corby se resiste orgullosamente a ser asimilado por una sociedad que le disgusta y renuncia a buscar cobijo en Israel; prefiere dejar huella levantando un monumento a la inhumanidad humana. No obstante, Corby dice poco sobre el significado del monumento; quizá él mismo no lo tenga demasiado claro.

No sé si de la película puede decirse también que es un monumento: mientras aplaudo su ambición temática, lamento su tendencia a la tesis y la incoherencia psicológica de algunos personajes, así como una falta de humor –la vida siempre es tragicómica– que merma su credibilidad. Sin embargo, The Brutalist merece nuestro aplauso: es una película vigorosa que desea tener algo que decir y a menudo lo consigue. Ya veremos qué tal envejece; disfrutemos, por ahora, de su insolente juventud.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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