Chloe, de Atom Egoyan

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Una chica rubia, semidesnuda y apetitosa aparece reflejada en un espejo. Se admira a sí misma mientras se viste con lencería claramente hecha para lucirse y no sólo para usarse como ropa interior. Mientras tanto, su propia voz en off le cuenta al público los valores más apreciados en su profesión: transformarse en otra persona, interpretar personajes distintos y, lo más importante, desaparecer de la vida del cliente una vez terminada la transacción. Ella –de nombre Chloe– se jacta de poseer un don especial: “Siempre he sido buena con las palabras.” Su tino para decir lo que otros quieren oír será clave en el embrollo a punto de comenzar.

La historia de un triángulo entre una esposa desconfiada, el hombre sobre el que caen las sospechas de infidelidad y la prostituta dispuesta a servir de anzuelo son los ingredientes de la película más reciente del canadiense Atom Egoyan. Según como se vea, Chloe es a) un desvío de su cine “de marca”, b) el uso de un género accesible para alcanzar a un tipo de público que nunca lo había oído nombrar, o c) la idea de pornografía soft de un autor que, desde sus primeras películas, ha sugerido que el cerebro es, quizás, el órgano sexual más potente.

Las tres cosas son ciertas, y ninguna –al contrario de lo que piensan algunos– un paso en falso del director. Tampoco es una traición al hermetismo que absurdamente sigue asociándose con el cine independiente y/o de autor. El propio Egoyan considera a Alfred Hitchcock una de sus influencias más grandes, llegó a dirigir episodios para su serie de televisión, y suele mencionar Vértigo como una de sus películas favoritas. Le gusta, dice, por ser “una intersección asombrosa de la cultura popular con las tendencias más perversas y oscuras de la vanguardia”. Egoyan exploró en Chloe esa misma intersección, y en su estreno en Estados Unidos, a fines de marzo pasado, recaudó tres millones de dólares. Nada si se compara con un estreno blockbuster, pero una cifra muy alta para una película “especializada” –el eufemismo que usa la industria para el cine que a duras penas consigue distribución.

Casualmente –o no–, Chloe es la película en la que convergen más visiblemente los universos de Egoyan y Hitchcock (con todo y alusiones a Vértigo): las realidades reconstruidas y las identidades suplantadas, la evocación de tiempos perdidos (y las emociones asociadas a ello), y el voyeurismo que igual practican personajes y espectadores. La diferencia es que mientras Hitchcock incluye al espectador en la intriga, Egoyan suele reprimir el proceso de especulación.

Por lo menos, antes de Chloe. Desde el momento en que la ginecóloga Catherine (Julianne Moore) contrata a Chloe (Amanda Seyfried) para saber si su marido (Liam Neeson) resiste las tentaciones de las chicas que coquetean con él, el eje de la película deja de ser el sexo y se convierte en la urgencia de Catherine por escuchar la narración de Chloe. Catherine necesita escuchar, porque sólo a través del relato puede encontrar de vuelta el camino hacia su deseo sexual. Una mujer atractiva, ha limitado su cuerpo a cumplir funciones de carrocería: mitad fachada, mitad coraza, lo mínimo para desplazarse en un entorno de obligaciones y roles. Los genitales femeninos ya sólo le preocupan como el objeto de su profesión. Cuando una de sus pacientes le confiesa que nunca ha tenido un orgasmo, Catherine se encoge de hombros. Es una serie de contracciones, dice. Nada más que eso; y nada que idealizar.

Egoyan aprovecha el atractivo de sus dos actrices, y no resiste explotar la imagen de una mujer seduciendo a otra. Sin embargo, no es el tipo de director que subordine una historia a la puesta en escena de una fantasía sexual. Más que de cuerpos –propone–, el sexo entre seres humanos es un asunto de identidades, tan volátiles e intercambiables como lo quiera la imaginación. Materia de obsesiones y celos que, según sea vea, destruye o reanima vidas, el sexo pensado es uno de los temas más socorridos de la ficción.

Para no ir más lejos de Egoyan, su película Exótica (94) lo abordaba casi desde el mismo ángulo de Chloe: el intercambio de dinero por sexo, y lo que yace detrás de cada transacción. Recordada, más que nada, por el tema de Leonard Cohen “Everybody knows” que acompañaba la rutina de la stripper protagonista, Exótica anticipaba el meollo de Chloe –y ambas de Vértigo: los objetos de nuestro deseo son espejos que reflejan la figura de alguien más. De uno mismo, en realidad. La infatuación y el deseo son, en su punto más intenso, proyecciones de un ideal.

Chloe es un thriller erótico que sigue el abecé del género: un juego que parece inocuo deja de serlo cuando se rebela la psicosis de un jugador. Pero esa es la primera capa. Debajo yace otra, mucho más perturbadora. Aquella en la que los personajes de Egoyan –perversos, desadaptados o freaks– son sólo la cara extrema del miedo a la soledad. Todos necesitamos escuchar alguna mentira; todos –a cambio de algo– estamos dispuestos a fingir ser alguien más. Los versos devastadores de aquella canción de Cohen se pueden escuchar detrás. El autoengaño acaba siendo más práctico que la verdad. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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