Cine del límite

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Mucho más cruel que el gore y con más seso que víscera. Así es el cine de Ulrich Seidl, un director desconocido por los cinéfilos medianamente informados del mundo entero -entre los que querría contarme– hasta el desembarco abrumador en la pantalla grande de seis horas de filmación distribuidas en tres largometrajes del mismo título, Paraíso. Seidl se ha convertido de golpe en el cineasta austriaco más relevante después de Haneke (nacido en Munich pero de formación vienesa), lo cual no es decir poco si recordamos que Erich von Stroheim, Max Reinhardt, Edgard Ulmer, Fritz Lang y Otto Preminger también nacieron, al igual que Seidl, en Viena.

Aunque yo los vi por separado, en semanas escalonadas, conozco espectadores pertinaces que los vieron seguidos en una tarde, y han salido en cierto modo transfigurados. Recuerdo lo que dijo una vez Susan Sontag, a propósito de los más de novecientos minutos del Berlin Alexanderplatz de Rainer Werner Fassbinder, seguidos por ella con entusiasmo a lo largo de dos sesiones de ocho horas cada una en una sala de Nueva York. Denostando la dictadura de la exhibición cinematográfica que nos impele al formato de los (poco más o menos) cien minutos de metraje, la escritora se mostraba orgullosa de esos dos días de su vida pasados en compañía de los personajes de Döblin adaptados por Fassbinder, a la vez que reclamaba para las películas la libertad de lectura que dan los libros: el derecho a pagar una entrada por ver un programa de cortometrajes brevísimos o un caudaloso blockbuster, del mismo modo que el lector puede elegir entre la novela-río de mil páginas y los sonetos de catorce líneas.

La experiencia de Paraíso turba. La primera parte, que encuentro con diferencia la mejor de las tres, lleva el subtítulo irónico (los tres lo son) de Amor, y lo que Seidl refleja con una frialdad formal tan elegante como percutiente es el mundo del turismo sexual femenino, encarnado en la figura de Teresa, una gruesa mujer de cincuenta años (aparenta más) que, terminado su período de trabajo anual como cuidadora de personas con síndrome de Down, toma unas vacaciones en Kenia; allí la espera una amiga ya experta en el comercio carnal con los muchachos nativos que se prostituyen con extranjeros en los pueblos de la costa. El arranque de Paraíso: Amor no se olvida: Teresa vigila la diversión de los discapacitados a su cargo, hombres y mujeres de diversas edades que se entregan puerilmente a un juego chillón y descarnado en un recinto ferial de coches de choque. Seidl mira implacable, y su mirada me recordó la del primer Werner Herzog, el de También los enanos empezaron pequeños (1970) y El país del silencio y la oscuridad (1971). Pero esa crueldad clínica también la aplica el cineasta vienés al relato africano, que empieza con otra imagen memorable: los jóvenes candidatos negros diseminados por las playas de los hoteles a la espera de clientela.

Como Herzog, como Houllebecq, Seidl es un explorador de lo indecible y un provocador, aunque sus modos de cineasta eluden tanto el esperpento como el melodrama; prefiere la estilización, las tomas frontales sin movimiento de cámara, y un refinado estatismo dentro del encuadre que también puede conectar su cine con el de Hans Jürgen Syberberg. Algunas secuencias resultan desagradables sin perder su poder de sugestión, de revelación; las desfondadas ancianas desnudas en busca de placer fácil exponen su deprimente verdad con descaro semejante al de los chicos que las satisfacen (o no) con falsas excusas monetarias que ellas esperan pero a veces protestan. Los episodios del barman que no se siente capaz de cumplir y el bailarín comprado para Teresa por sus amigas como regalo de cumpleaños se alargan sin misericordia estética, sin elipsis: el paroxismo sumado a la mostración total, con momentos de franqueza sexual rara vez vista fuera del cine porno. Y todo ello interpretado por magníficas actrices austriacas y esforzados debutantes de color que improvisan sus diálogos (es el método Seidl) sobre la base de un guión bien armado.

Paraíso: Fe sigue las andanzas de la hermana de Teresa, Anna-Maria (extraordinaria Maria Hofstätter), fundamentalista católica que aprovecha sus vacaciones para evangelizar en los barrios de su ciudad, portando una imagen de la Virgen María y azotándose brutalmente la propia espalda cuando regresa a su casa. También en esta original segunda parte de la trilogía todos los personajes resultan incómodos de ver, cuando no antipáticos: inestables, violentos a veces, extremos en sus obsesiones y claramente infelices de un modo inconsciente o frívolo. El director, como suele, no enjuicia ni hurga en las lacras: disecciona. Siguiendo la pauta de las dos primeras historias, Melanie, la hija de Teresa y sobrina de Anna-Maria que protagoniza la última, Paraíso: Esperanza, aprovecha el periodo vacacional para cambiar de realidad, en su caso entrando en una férrea, algo nazi, residencia veraniega para adolescentes obesos; la mezcla del documental y la leve ficción no casa bien en esta tercera entrega. Las tres mujeres de Paraíso buscan fuera de ellas: la lujuria, la redención de antiguos pecados, el adelgazamiento. Y esa búsqueda las contrapone de manera elocuente a los muy interesantes personajes masculinos, que, como escribió Elfriede Jelinek en un artículo, buscan pero no quieren encontrar, sintiéndose bien en sus cuerpos; los hombres de Seidl, señala Jelinek, “no tienen que mirarse a sí mismos porque los hombres no se visionan, ellos visionan y son los únicos con derecho a asistir a ese visionado”.

Película de la mirada escrupulosa y obscena, tratado narrativo sobre el cuerpo lacerado, Paraíso no hará seguramente las delicias de muchos espectadores, pero extiende nuestra percepción de lo humano hasta límites nada complacientes y sin duda dignos de ser expuestos. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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