Cine en Corea del Norte

El auge y declive de la industria cinematográfica en Corea del Norte. 
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A finales de los setenta, la actriz surcoreana Choi Eun-hee estaba en la cima de su carrera cuando fue secuestrada en Hong Kong. Su ex marido, el gran director de cine Shin Sang-ok, viajó a la entonces colonia británica para buscarla. Poco después, él desaparecería también sin dejar rastro. Los dos fueron trasladados en barco hasta Pyongyang en un viaje de ocho días. Los agentes secretos los llevaron a los pies de Kim Jong-il, cabeza de la Agencia Central de Cine. El futuro Querido Líder le anunció a la pareja que tenía un plan: convertir a Corea del Norte en una potencia cinematográfica. 2.5 millones de dólares depositados en un banco austriaco estaban listos para que Shin y Choi se pusieran a trabajar. Kim Jong-il no era un simple cinéfilo o un entusiasta productor de películas. En los arcanos de su mente, Kim Jong-il era un guionista, quizá el guionista más abominable que haya existido jamás: aquel que escribiría la vida de un país y de cada uno de sus más de 20 millones de habitantes. Así comenzaba la historia del cine norcoreano actual.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, las dos superpotencias se repartieron las túnicas de Corea: el norte para la Unión Soviética, y el sur para Estados Unidos. Implementar la utopía estalinista en Corea del Norte fue el siguiente movimiento de los soviéticos, y para ello necesitaban una marioneta. La encontraron en un guerrillero comunista que había luchado contra los japoneses en Manchuria: Kim Il-sung, a quien la propaganda retrataría como un valeroso campesino de traza grave, pero que en realidad era un chico entrado en carnes que provenía de la élite coreana. Pronto, el cine se convirtió en el mejor instrumento para expandir la ideología Juche hasta los rincones más remotos del país, y sirvió para consolidar el culto al Gran Líder. En varias películas, por ejemplo, Kim Il-sung gana la Guerra de Corea cuando la historia demuestra que la guerra había terminado en armisticio sin que el norte se hiciera de territorios significativos. Los melodramas mistificadores del Gran Líder convirtieron a Kim Jong-il, su hijo, en un amante del cine. Su filmoteca, se dice, suma alrededor de treinta mil películas en formato DVD, así como una cantidad sonrojante de material pornográfico. Producir películas para demostrar la lealtad absoluta a su padre dejó de ser suficiente acicate para Kim Jong-il. Los filmes de Elvis Presley, Rambo y James Bond crearon en él una peligrosa ambición: ser reconocido por el mundo entero.

Adam Johnson, en su libro The Orphan Master’s Son, señala que, en Corea del Norte, la gente no nace, se hace. Kim Jong-il tenía en mente hacer de cada habitante un personaje secundario de la historia que él protagonizaría tan pronto su padre muriera. El totalitarismo dejaría al norcoreano ordinario desprovisto de identidad propia, y listo para interpretar el papel que el hijo del Gran Líder le asignara: el de campesino, militar, escritor, espía, madre, enemigo político, cantante de ópera, traidor, pescador, el que fuera. Todos serían intercambiables, reemplazables o eliminados según la historia nacional lo requiriera. Para que la población se ofrendara a la narrativa del país, aumentar la calidad de las cintas era imprescindible. Shin Sang-ok hizo más de veinte películas durante los dos años siguientes a su rapto. Todas estas cintas eran supervisadas y reescritas por Kim Jong-il. La participación del director surcoreano abrió el espectro a temas impensados (aunque apercollados a las directrices ideológicas): las artes marciales, la fantasía, el erotismo y las películas de monstruos. Una de las cintas más populares fue Pulgasari, una metáfora propagandística inspirada en Godzilla. Con todo, Shin Sang-ok intentó escapar del país. A modo de escarmiento, Kim Jong-il lo envió a un campo de prisioneros para reeducarlo durante cinco años. Choi Eun-hee contempló el suicidio, y el Querido Líder la consolaba en su casa de veraneo. Pese a esta crisis, los filmes de ese periodo tuvieron un gran éxito en Corea del Norte y en los países del bloque del Este. La primera mitad de la década de los ochenta fue gloriosa para el cine norcoreano. Gloria que los distinguidos huéspedes de Kim Jong-il se encargarían de hacer pedazos.

En ningún otro país los guionistas gozaron de tanto reconocimiento como en Corea del Norte. En los ochenta, los escritores eran considerados autoridades creativas, la gente sabía sus nombres y eran muy bien pagados. Sin embargo, un evento ocurrido en Viena en 1986 comenzaría a llenar de carcoma al cine norcoreano. Shin Sang-ok y Choi Eun-hee recibieron permiso del Estado para viajar a Austria a un festival de cine. Mientras eran transportados del hotel al auditorio del festival, la pareja logró eludir a sus escoltas y corrió hacia la embajada de Estados Unidos, donde pidió asilo. Kim Jong-il no pudo recuperarlos, estaba desconcertado: ¿por qué alguien desearía escapar del país más esplendoroso y de las atenciones de su Líder Supremo? La situación para Corea del Norte empeoraría: la economía china abrió sus puertas, cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética colapsó. Luego sobrevino la muerte de Kim Il-sung y una hambruna que mató a millones. Kim Jong-il tomó el poder. Una sucesión de comedias románticas diseñadas para reforzar la idea de que Corea del Norte era el mejor lugar para vivir, y de películas que culpaban a Estados Unidos de la falta de alimentos, no tuvieron el impacto esperado. Los baratos reproductores VHS y DVD chinos que comenzaron a entrar al país desviaron la atención. Por primera vez la gente veía lo que quería: cintas surcoreanas, chinas y occidentales, pornografía hongkonesa, etcétera. La calidad de las películas decayó y las condiciones de los escritores se deterioraron: su salario alcanzaba para comprar tres kilos de arroz, y se endurecieron las inspecciones a su trabajo y los castigos ante una falta.

Con su cine, Kim Jong-il quería crear ciudadanos modelo. Estos son los que tienen como único propósito garantizar la supervivencia del régimen. Y la única manera para que el régimen sobreviva es sufriéndolo: el hacinamiento, el racionamiento de la dieta, el voluntariado forzoso para la cosecha, la marginación de los discapacitados, la denuncia paranoica, las noches sin luz. Las sesionas semanales de adoctrinamiento son acompañadas de proyecciones de películas en fábricas, granjas, centros comunitarios y bases militares. Los personajes femeninos son fundamentales. Ellas dan vida a soldados heroicos, espías astutos y atletas fuertes que enseñan a los hombres que el sacrificio es la máxima virtud del norcoreano. Y los hombres las recompensan casándose con ellas. En las cintas de artes marciales, los japoneses son los villanos. En los filmes bélicos, los estadounidenses son entidades malévolas. (Los occidentales radicados en Corea del Norte son improvisados como actores para interpretar esos papeles). El esplendor de los años de Shin Sang-ok y Choi Eun-hee ha quedado muy atrás. Y la propaganda fílmica está debilitada pese a los esfuerzos del Korean Film Studio, la principal casa productora en Corea del Norte.

Un dicho húngaro dice: “¿Qué puede ser peor que el comunismo? Lo que viene después”. Son tantos los misterios en torno a Corea del Norte que Adam Johnson se pregunta, en broma, si Kim Jong-il está realmente muerto. “Él puede volver a la vida. Es el único lugar en el mundo donde algo así puede ocurrir”. ¿Qué puede ser peor que el régimen Kim? Un Kim Jong-il resucitado.

El autor agradece al escritor Adam Johnson haberle proporcionado información valiosa para la escritura del presente texto. 

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Guionista egresado con Mención Honorífica de la carrera de Ingeniería Industrial y de Sistemas por el Tecnológico de Monterrey.


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