Roma es una película de una sola pieza

El más reciente trabajo de Alfonso Cuarón no es una cinta mexicana simplemente porque ocurre en una versión fielmente recreada del México de los setenta. Lo es porque su ADN –su conflicto, el drama de su personaje central– es íntimamente nuestro.
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En los medios y las redes sociales se ha hablado tanto y tan bien de Roma que resulta difícil entrar a la sala sin una idea preconcebida. Pensé que la cinta haría por los años setenta lo que Gravity hizo con el espacio exterior: crear un trasunto tan notable que logra que la pantalla funcione más como herramienta de realidad virtual que como vehículo narrativo. Pero las virtudes de Roma van mucho más allá de eso. No se trata de un artefacto creado para chapotear en la cómoda nostalgia. No es un álbum o un globo de nieve. Lo que comienza como una película que pacientemente observa y escucha los ritmos, los sonidos y las rutinas de aquel México, atrapa poco a poco al espectador en una de las experiencias más emotivas de los últimos años. Lo mejor que ha dirigido Alfonso Cuarón.

Cleo (Yalitza Aparicio) trabaja en la casa de Sofía (Marina de Tavira), haciéndose cargo de sus cuatro hijos. Sin afanes esquemáticos, con objetividad, Roma traza los paralelos entre ambas mujeres, cuyas vidas –solo por unos meses– atravesarán pugnas similares (salvadas las obvias diferencias): ambas han sido abandonadas por hombres cuya identidad está vinculada a una serie de desplantes machistas, como las artes marciales, los coches, los affaires. Para detallar tanto a Fermín, el galán de Cleo, como a Antonio, el esposo de Sofía, Roma incorpora elementos que a primera vista resultan anecdóticos para después detonarlos dramáticamente. Pienso, por ejemplo, en una secuencia en la que a Antonio le toma una eternidad estacionar su inmenso Ford dentro de su estrecho garaje. Visto fuera de contexto, este instante podría parecer solo una observación simpática: “qué grandotes eran los autos en ese entonces”. El auto, sin embargo, cobrará relevancia en varias escenas en las que es utilizado como recurso para establecer lo que Sofía siente por su marido: rabia, despecho y, finalmente, lejanía. Nada parece gratuito en Roma. La cámara observa sin prisas, pero también sin distracciones. Es una cinta de una sola pieza.

Por eso quizá suene extraño compararla con Y tu mamá también, una película temáticamente curiosa, hasta dispersa. En ella, la voz en off de Daniel Giménez Cacho opera como las notas al pie de David Foster Wallace: como desviaciones a través de las cuales el espectador se asoma en la cabeza de los tres protagonistas, sí, pero que también amplían el universo, yendo del pasado al futuro, brincando del destino, los entresijos y dolores de Julio y Tenoch a los de aquellos personajes con los que se cruzan en el camino.

En aquella cinta, la cámara de Emmanuel Lubezki tiene una curiosidad similar: muchos de los pasajes más memorables empiezan o terminan lejos de la acción principal. Pienso, por ejemplo, en una fonda que visitan Julio, Tenoch y Luisa. La cámara los mira y después los abandona para dirigirse a la cocina, donde los dueños del local bailan despreocupados. Pienso también en la trabajadora doméstica de Tenoch, atravesando la casona para llevarle unas quesadillas y luego contestar el teléfono que está al lado del chico. Y tu mamá también ve de refilón, aunque con agudeza, a la gente –a menudo humilde– que rodea a los chicos. En Roma la óptica cambia. A través del personaje de Cleo, Cuarón observa esas vidas, pero ya no de soslayo o en un parpadeo, sino colocándolas al centro de la historia; esto sin olvidar a la clase media, cuyas manías, rituales y formas de hablar conjura con precisión.

Y tu mamá también destacaba por los diálogos de sus protagonistas: quizá no haya un retrato más atinado de la textura, la camaradería, la vulgaridad y el artificial arrojo en la verborrea del chilango adolescente. Roma es otra cosa. Una película de pocas palabras, donde cada confesión y cada insulto calan hondo precisamente por su rareza. El núcleo de este universo de silencios elocuentes es Yalitza Aparicio.

Cálida sin buscar nuestra simpatía, conmovedora mas nunca cursi, Aparicio es una revelación. Penetra y expresa el interior de Cleo con una transparencia y una efectividad tan asombrosas que casi podemos verle el corazón. No es lo mismo sostener una película de Alfonso Cuarón que la de un director que emplea más cortes o tomas más breves: aquí no hay espacio para la trampa. El rostro de Aparicio, no obstante, es magnético, sin importar por cuánto tiempo se mantenga la lente sobre él. Quizá no haya mirada más tierna en la historia del cine contemporáneo que aquella con la que Cleo atisba a Fermín mientras exhibe sus dotes de artista marcial en una apretada recámara de hotel. Si hay justicia, Aparicio debería ser la primera actriz mexicana en llevarse el Óscar.

Si bien comparten inquietudes, Roma es mucho más concreta, casi obsesiva temáticamente, que Y tu mamá también. Además de registrar el margen en el que se entrecruzan los ricos y los pobres, ambas retratan al hombre mexicano con la misma crudeza. Julio, Tenoch, el escritor que le es infiel a Luisa, los tres podrían perfectamente compartir una chela con Fermín o Antonio. Guiados por la hormona, enamorados de su oficio –sean las letras o la violencia–, los hombres de ambas películas son a menudo cobardes, inmaduros, con una estatura moral que está a kilómetros de distancia de las mujeres que los acompañan.

Donde Roma despega es en su interés por la mujer como una figura solitaria, golpeada pero jamás vencida: así son Cleo, Sofía y hasta la abuela, quien viste de negro y apoya a la familia (no sabemos cuándo o por qué dejó de haber un abuelo). Este interés se encuentra en la historia y también en la puesta en escena: las mujeres observan rituales masculinos desde la línea de banda, miran azoradas la sangre que deja a su paso una turba masculina. Los hombres se dedican sin talento a sus hobbies, son atrabiliarios cuando se emborrachan y hasta de niños dirimen sus problemas a puñetazos. No es casualidad que, durante una larga toma en un rancho, Cuarón observe únicamente al Iztaccíhuatl en el horizonte, dejando al Popo cubierto entre las nubes. Tampoco es casualidad que un personaje que fallece hacia el desenlace –víctima de la violencia del hombre– sea también una mujer. Forma y fondo.

Los hombres en Roma son figuras volátiles, sonámbulos, incapaces de registrar su patetismo. Las mujeres no pueden contar con ellos ni para pagar una colegiatura. Esta consistencia temática es lo que más admiré de la película, en gran medida porque creo que, sin afanes simplistas ni maniqueos, pone su dedo en una de las llagas de nuestro país, donde abundan los padres ausentes, los hombres violentos y alcohólatras, así como el otro lado de esa misma moneda: las mujeres abandonadas, vejadas, asesinadas.

No se trata, pues, de una película mexicana simplemente porque ocurre en una versión fielmente recreada del México de los setenta. Es una película mexicana porque su ADN –su conflicto, el drama de su personaje central– es íntimamente nuestro. Está arraigada aquí no solo por motivos estéticos sino esenciales. Al final, que ocurra en los setenta no es un capricho, pero tampoco una necesidad: sus virtudes no dependen de su tiempo. Roma, en función de México, es atemporal. Sucede en los setenta, pero también está ocurriendo allá afuera, en este instante.

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Coeditor del sitio de internet de Letras Libres. Autor de Tenebra (Seix Barral, 2020).


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