De mayas, dinosaurios y apaches

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Dos directores en las antípodas del cine –Steven Spielberg y Werner Herzog– contemplaron filmar la conquista de México. A mediados de 2014 se rumoraba que el primero dirigiría Montezuma, sobre la relación entre el emperador azteca y Hernán Cortés. Se basaría en un guion de 1965 de Dalton Trumbo (guionista de Espartaco), actualizado por Steven Zaillian, autor de la adaptación al cine de La lista de Schindler. El plan de filmar Montezuma parece alejarse en el tiempo: otros proyectos de Spielberg ya tomaron su lugar. Herzog ya claudicó: el director que desplazó un barco de doscientas cincuenta toneladas por encima de una colina para su película Fitzcarraldo ha dicho que él no podría asumir los costos de reconstruir Tenochtitlan, incluso si recurriera a efectos especiales. Aun así, añora el proyecto. Dice que solo tres o cuatro sucesos en la historia de la humanidad tienen el mismo nivel de “profundidad, calibre, enormidad y tragedia”. Más allá de lo que opine Herzog, sorprende que una cinematografía tan dada a representar conquistas territoriales como lo es la estadounidense solo haya dedicado dos largometrajes a la caída de Tenochtitlan. Una, la cursi El capitán de Castilla (1947) de Henry King, que narra la travesía de Cortés desde España hasta la capital mexica sin apenas mostrar sangre (pero sí mucho romance). La otra es Tyrannosaurus azteca (2007), de Brian Trenchard-Smith, que narra el encuentro de Cortés con una tribu azteca que dedica sacrificios a dos tiranosaurios. Sobran los adjetivos.

El crédito de haber dirigido la mejor ficción extranjera sobre el México precolombino sigue correspondiendo a Mel Gibson. Los que repudian al director por sus desvaríos etílicos suelen extender el rechazo a Apocalypto, su cinta de 2006 sobre el ocaso de la civilización maya. Otros consideramos que es una de las películas mejor filmadas de las últimas décadas. Y que, contrario a lo que se dice de ella, es todo menos racista. Su visión de los indígenas es vigorosa y compleja, y no el retrato condescendiente que suele hacer el cine estadounidense de culturas que considera exóticas.

Tras el estreno de Apocalypto, numerosos académicos culparon a Gibson de mentiroso y sádico. Le reprocharon representar a los mayas realizando sacrificios humanos –una práctica que, decían, era exclusiva de los aztecas–. Pronto, colegas suyos se sumaron al debate para informar que no se trataba de una licencia poética gore: los mayas, en efecto, sacrificaban humanos (muchos de ellos prisioneros de guerra, como sugería Apocalypto). El clima de voracidad decadente que muestra la película, decían, también tenía bases reales. Por ejemplo, la deforestación brutal, consecuencia de la costumbre de cubrir de cal las pirámides. Otros criticaron la mezcla de estilos arquitectónicos de distintas eras y una línea de tiempo comprimida. Cosas como estas, decían, “desinformarían” al espectador. Pero lo que ellos señalaban como errores y trampas es un recurso de condensación legítimo en el proceso de adaptar la Historia al cine. Como explicó el arqueólogo asesor de la cinta, Richard D. Hansen, la inclusión de una pirámide que corresponde al periodo clásico (y no al posclásico terminal en que se sitúa la acción) sirve para dar idea del apogeo que, siglos antes, alcanzó esa civilización. Y uno agregaría: quien tome una ficción como única fuente de estudio de cualquier materia está condenado a vivir en la desinformación.

Nadie pareció indignarse cuando hace más de medio siglo otra superproducción mostró a los mayas como una cultura adicta a los sacrificios humanos. Los reyes del sol (1963), de J. Lee Thompson, abre con una voz en off que enumera las virtudes de esa civilización para luego acotar que, con tal de complacer a sus dioses demandantes, habían hecho de la práctica de sacar corazones “la clave de su religión”. Opulenta y ambiciosa como toda épica en CinemaScope, Los reyes del sol plantea la hipótesis más enloquecida sobre la desaparición de los mayas: que navegaron hacia el norte de Yucatán para escapar de una cultura rival y desembarcaron, naturalmente, en tierras habitadas por apaches. El casting es aún más delirante: George Chakiris es un príncipe maya con rasgos de efebo griego; su interés romántico, Ixchel, tiene ojos azulísimos y le da un aire a Cleopatra.

Los reyes del sol –que puede verse completa en YouTube como Kings of the sun– es el tipo de cinta de la que no se espera precisión histórica. Se juzga por su vistosidad y, sobre todo, por su buena intención. Lanza un mensaje de asimilación cultural pacífica: el príncipe maya perdona al apache al que planeaba sacarle el corazón. Después de todo, dice, eso de sacrificar personas siempre le pareció mal. La película es graciosa –un caso típico de complacencia cultural–. Si los indígenas se redimen, no importa que se les represente más europeos que los europeos, haciendo amigos imposibles y comunicándose con ellos en inglés pomposo. Tampoco que sacrifiquen humanos, siempre y cuando al final rectifiquen su error.

Lo que lleva al corazón del asunto: la transgresión de fondo de Apocalypto fue negarse a perpetuar el mito del indígena mágico –incapaz de un mal pensamiento, no se diga de una mala acción–. Si además representa a una cultura idealizada, hablar de aristas violentas está fuera de la cuestión. Gibson invierte esta narrativa “aceptable” desde las primeras secuencias orillando al espectador a identificarse con Jaguar Paw: un cazador que lleva una vida idílica al lado de su familia y su tribu. Uno asume que lo que atestigua es armonía de una comunidad maya. Cuando la aldea es atacada y Jaguar Paw es sometido, descubrimos gradualmente lo equivocado de esa presunción: los mayas, que suponíamos víctimas, son, en realidad, verdugos. El giro de tuerca es chocante. Como arranque narrativo es osado y genial.

Muchos ven en Apocalypto un catálogo interminable de formas de tortura y muerte. Por el contrario, es un relato sobre el instinto de supervivencia, individual y de grupo. Jaguar Paw es el héroe trágico que (literalmente) corre por su vida. Spielberg y Herzog habrían tenido visiones únicas del mundo precolombino, pero Gibson conjuga en su cinta virtudes del cine de ambos. De Spielberg, el dominio incuestionable del lenguaje cinematográfico. De Herzog, la evidencia de que la naturaleza humana es una mezcla de aspiraciones grandiosas e impulsos de destrucción. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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