El baño del diablo (Austria-Alemania, 2024) es una de esas contadas películas que revelan su verdadero objetivo dramático en sus últimos minutos. No es que hacia el desenlace aparezca una sorpresiva vuelta de tuerca que transforme por completo el sentido del filme que hemos estado viendo, al estilo de El sexto sentido (Shyamalan, 1999) o Los otros (Amenábar, 2001). De hecho, sucede todo lo contrario: tanto en la forma –en su controladísima puesta en imágenes– como en el fondo –en el transparente desarrollo temático y argumental de la historia–, los cineastas y guionistas Severin Fiala y Veronika Franz nos engañan con la verdad desde la primera escena. Lo que estamos viendo es lo que es, pero, al mismo tiempo, no estamos viendo el panorama completo. Somos incapaces de hacerlo.
Estamos en Austria, a mediados del siglo XVIII. Una mujer con la mirada perdida, cargando a un bebé lloroso, atraviesa un bosque hasta que llega al borde de una cascada. Sin dudar, sin parpadear siquiera, la mujer suelta al bebé y lo deja caer al agua. Este brutal y, al mismo tiempo, sereno prólogo permanecerá flotando a lo largo del filme, y su verdadero significado se descubrirá cuando estemos acercándonos al final y entendamos en todo su horror lo que vimos en esos segundos iniciales porque, aunque parezca mentira, sí hay algo peor un infanticidio.
Ganador del premio al mejor filme en Sitges 2024, ha llegado a nuestro país, aunque sea con un año de retraso, el cuarto largometraje dirigido a cuatro manos por los consolidados Severin Fiala y Veronika Franz (Dulces sueños, mamá, 2014; La cabaña siniestra, 2019), realizadores austriacos que, con apenas tres filmes de ficción dirigidos a lo largo de una década, han demostrado una notable capacidad para revitalizar, desde los intersticios del género, el sentido mismo del cine de horror.
Después del prólogo ya descrito, asistimos a la boda de Agnes (la compositora y actriz Anja Plaschg, autora también de la partitura del filme) con Wolf (David Scheid), quien ha arreglado una pequeña cabaña en medio del bosque como el nuevo hogar para su joven esposa. De inmediato, Wolf resulta ser algo mucho peor que un mal tipo: es un macho cero a la izquierda que no da un paso sin el consentimiento o aprobación de su formidable madre (Maria Hofstätter), que parece más interesado en convivir alrededor del fuego con uno de sus vecinos y que, ¿por lo mismo? ni siquiera sabe qué hacer en su noche de bodas, a no ser masturbarse mientras Agnes yace a su lado, silenciosa y desconcertada. Uno podría decir que la muchacha ha entrado a ese matrimonio como si fuera el mismísimo infierno, aunque, ¿tenía otra opción? No hay nada que haga bien en su casa –si arregla su cocina, la suegra llega y le dice que todo está mal–, no hay nada que haga bien fuera de ella –no es capaz de pescar como se debe en el fangoso lago del que vive todo el pueblo– y, al parecer, ni siquiera es capaz de darle un hijo a Wolf, aunque este, como ya vimos, no ayude en nada.
La premiada cámara –en la Berlinale 2024– de Martin Gschlacht alterna una elegante cualidad pictórica –esas tomas abiertas del vasto bosque frío en el que sucede la acción– con un punto de vista diríase forense. Sin devaneos expresionistas de ninguna especie, en un tono austero y naturalista, asistimos al lento deterioro de Agnes, como impotentes espectadores de un horror tan cotidiano como banal. El rostro de Plaschg nos va mostrando, poco a poco, sin prisa alguna, pequeños indicios de cómo la sensibilidad de esa pobre muchacha se va transformando en un agobiante sentido de asfixia existencial.
El guion escrito por los propios cineastas Fiala y Franz fue inspirado por hechos reales y bien documentados que, horror de horrores, fueron bastante comunes en la Austria de los siglos XVII y XVIII. La leyenda final nos informa, incluso, que en los archivos judiciales y eclesiásticos se han descubierto unos 400 casos similares al que se presenta en la película. Y aunque uno quisiera creer que la orgiástica secuencia del desenlace no es más que una exageración argumental y que ese tipo de cosas no pudieron haber sucedido, no me hago muchas ilusiones. Prefiero no averiguar.
Y aquí vuelvo a lo que escribí antes: el gambito argumental de Fiala y Franz en El baño del diablo, su mejor película hasta la fecha, es evidente desde el inicio, aunque en ese momento no lo veamos con claridad. El horror que enfrenta Agnes es invisible, está en todas partes y, por lo mismo, es imposible huir de él. El único escape, de hecho, es hacia adelante, lo que resulta aún más terrible. Cuando nos damos cuenta de ello, el sentido no solo dramático sino ético de este filme se nos revela por completo. Al final, es cierto, Agnes es libre. O, por lo menos, se siente libre. Nosotros, frente a la pantalla, permanecemos con la boca abierta, horrorizados. ~