Escena de 'El Havre', del finlandés Aki Kaurismäki.

El país Kaurismäki

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Las hermandades cinematográficas, esa peculiaridad tan conspicua  del séptimo arte (desde  que la iniciaron, junto con el propio arte, les frères Lumière), tienen en los Kaurismäki una de sus facetas más llamativas. Al principio, cuando aparecieron en los primeros años ochenta, no se les distinguía del todo; el cine finlandés ya era en sí mismoraro, y los hermanos tenían inverosímiles nombres de pareja de clowns, Aki y Mika. Firmaron un largometraje documental juntos, Saimaa-ilmiö (1981), sobre las bandas de rock finlandés que tanto han contribuido después a difundir por el mundo, y se fue cada uno por su lado, rechazando la idea de consorcio que tan buen resultado artístico les ha dado a los Coen, los Quay, los Taviani, los Dardenne o los Wachowski. Aki y Mika siguieron trabajando por separado, como Fernando y David en la fraternidad española de los Trueba, que coincide por cierto con el clan de los finlandeses en haber tenido también descendencia fílmica de los dos mayores de edad: a Fernando le sucede hoy su hijo Jonás, y a Mika su hija Maria, que debutó en 2008 con un largometraje, Sivutyö (Sideline, 2008), que no he visto.

De Mika, que se mantiene en activo haciendo por lo visto documentales de música carioca, sabemos muy poco, y aquí hablamos de Aki, cuyas películas nos suelen llegar con regularidad y han configurado un universo que está entre los más influyentes y personales del cine actual, siendo curiosamente una obra formada a partir de un elaborado patchwork. Aki está exento de la angustia de las influencias; cuando un periodista se interesa por el influjo que en él han tenido Bresson,Ozu, Renoir o Truffaut, él lo corrobora y lo multiplica, citando a otros maestros: Jean-Pierre Melville, Jacques Becker, Jacques Tati, Nicholas Ray, Samuel Fuller, y me quedo corto. En el caso de su más reciente película, El Havre, Kaurismäki es aún más valiente que generoso al incluir entre sus fuentes a cineastas –Duvivier, Carné, Clouzot– que, después de ser pasados por armas por los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague  surgidos de la revista Cahiers du cinéma, quedaron arrumbados en el limbo del cine de qualité más denostado.

De tal amalgama de maestros clásicos y competentes academicistas, Aki Kaurismäki crea un mundo muy singular, gélido y sentimental, feísta y alambicado, costumbrista y sobrenatural, al que suma en El Havre, tratando ese tema de nuestro tiempo que es la inmigración africana, la marcada impronta del neorrealismo italiano en su vertiente digamos más dulce, la de Vittorio De Sica. Y no solo el De Sica de Milagro en Milán (1951), sino sobre todo el de El limpiabotas (1946), al convertira Marcel Marx, el protagonista derrotado pero animoso de su filme, en limpiabotas –un oficio prácticamente desaparecido de las calles de la Europa occidental–, y al fundir, al modo en que lo hicieron el director italiano y su guionista Cesare Zavattini en El limpiabotas, un realismo documental con una deriva fantástica.

El Havre pudo haberse llamado Cádiz si el director, como ha contado él mismo, hubiese filmado su fábula de emigrantes nobles y europeos compasivos en la ciudad portuaria andaluza, que fuesu idea inicial hasta que comprobó que las calles del centro gaditano eran demasiado estrechas y el rodaje habría paralizado allí la vida cotidiana. También pensó en Marsella, descartada por las mismas razones, y la elección de El Havre tiene, por lo demás, un punto de credibilidad superior, ya que todos los días se lee algo sobre los miles de subsaharianos apiñados en distintos puntos de la costa noroeste francesa, a la espera de cruzar ilegalmente el Canal de la Mancha. Naturalmente, El Havre de Kaurismäki es una ciudad irreal, pues aunque aparezcan los buques de carga, las grúas en el muelle y los estibadores adictos al pastis, la trama se desarrolla en los lugares íntimos que el director construye con la ayuda de colores fuertes iluminados con énfasis, objetos pobres llenos de vida emocional y vestimenta por lo general desastrada y fuera del tiempo. La casa humilde de Marcel Marx y su mujer, las tiendas prototípicas del quartier, el bar lánguido, el hospital aséptico, el embarcadero de los escondites delniño Idrissa. Podrían estar en cualquier población europea del mismo tamaño, pero en virtud del genio transmutador del cineasta son solo localizaciones del país Kaurismäki, uno de los grandes conceptos territoriales de la ficción cinematográfica contemporánea.

La irrealidad de los espacios kaurismäkianos se engarza y se fomenta con sus actores, no menos genuinos y fidelizados (y algunos moldeados) al estilo impasible del director, en esta ocasión reforzados por el estupendo cómico francés  Jean-Pierre Darroussin, un habitual del cine sociopopulista de Robert Guédiguian, que encarna a un comisario Monet híspido pero benévolo.  La impasibilidad de Kaurismäki es humorística, y la risa leve que a menudo suscitan sus escenas evita el ternurismo acechante y siempre mantenido a raya en la historia que cuenta El Havre. Del humor se desprende la ironía, la que revela el autor al responder, cuando Christine Masson le pregunta en una entrevista si habló con emigrantes reales antes de escribir el guión: “En esta ocasiónno, pero en otras desde luego”, o la que marca de modo memorable la escena del descubrimiento de los ilegales en el container: en vez de sucios y desfallecientes, todos aparecen vestidos de domingo y risueños ante los policías.

Así que la película, una fábula romántica en sordina que oscila por igual entre lo sarcástico y lo piadoso, no gustará a quienes entienden los conflictos sociales en términos absolutos y solo aceptan el filtro maniqueo de un Ken Loach, por ejemplo. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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