En una escena clave, hacia la mitad de Wake up dead man: Un misterio de Knives out (E.U., 2025), séptimo largometraje del realizador cinematográfico y televisivo especializado en el policial y el whodunit Rian Johnson (de su notable ópera prima neo noir Brick, 2005, a su rescate femenino del desgarbado detective Columbo en su divertida teleserie Poker face, 2023-2025, pasando por las dos primeras entregas de la saga Knives out, 2019 y 2022), el arribista influencer Cy Draven (Daryl McCormack) trata de convencer al repelente sacerdote católico Jefferson Wicks (Josh Brolin), amo y señor de la parroquia de Nuestra Señora de la Fortaleza Perpetua, de una idea que él considera infalible.
Wicks es el único ministro de esa parroquia, ubicada en Chimney Rock, un pequeño pueblo en el estado de Nueva York. Es una responsabilidad que heredó de su abuelo, un sacerdote que adoptó los hábitos luego de enviudar y después de fracasar en la educación de su única hija, Grace (Annie Hamilton), la madre del resentido Jefferson, quien desde el púlpito llama a su fallecida mamá “la ramera meretriz”. No es el único blanco de las continuas diatribas del cura: en cada misa Jefferson elige un blanco distinto –casi siempre un nuevo feligrés, alguien recién llegado al pueblo o cualquier persona que sea diferente– para dirigir su rabioso discurso de odio, escudándose en su torcida lectura de los evangelios. Draven, un joven político republicano fracasado, ve en Wicks mucho potencial: con su innegable carisma y su demoniaco talento para derramar bilis, contagiar enojo y provocar miedo, le dice el muchacho, podría llegar muy lejos, “¡hasta la presidencia!”.
No es mala idea, piensa uno, pero el puesto ya está ocupado y, de hecho, de manera muy eficaz. El golpe satírico es directo y nada sutil: la caricatura trumpista que encarna con desparpajado vigor Josh Brolin queda todavía más clara cuando se describe a sus acólitos, la media docena de fieles seguidores de Wicks, la elite de Chimney Rock –una poderosa abogada y su hijo, un escritor de ciencia ficción, un médico alcohólico, una reputada chelista semiretirada, la seca administradora de la parroquia–, quienes saben muy bien qué tipo de monstruo es Wicks, pero se quedan callados ante todos sus abusos porque se sienten protegidos por él y porque, en el fondo, disfrutan vicariamente de que alguien más y no ellos sean los maltratados, los perseguidos, los humillados, los insultados. Si hay una mejor descripción cinematográfica del ethos del votante MAGA gringo, no me he topado con ella.
La tercera entrega de las aventuras del teatral detective sureño Benoit Blanc (Daniel Craig, adecuadamente sobreactuado), disponible en Netflix desde la semana pasada, es mucho más que una transparente y bienvenida alegoría antitrumpista. A estas alturas, ya sabemos que Johnson es el mejor experto contemporáneo en el conocido juego narrativo del whodunit –un asesinado, un acusado inocente y media docena de sospechosos–, pero lo que sí es novedad es la apropiación de este añejo modelo literario, cinematográfico y televisivo para entregarnos una conmovedora reflexión sobre la fe, la redención y lo que significa ser un verdadero católico, un auténtico cristiano.
De hecho, la identidad del personaje culpable es más o menos evidente si se está familiarizado con algunas novelas de Agatha Christie –y no solamente las que se mencionan directamente en la película, como El asesinato de Roger Ackroyd (1926) y Muerte en la vicaría (1930), sino también Diez negritos (1939) y sobre todo El templete de Nasse-House (1956)–, por lo que el juego detectivesco de resolver el crimen y encontrar quién lo cometió queda en segundo plano ante el centro dramático de la historia escrita y dirigida por el antiguo devoto presbiteriano ahora agnóstico Rian Johnson: la búsqueda de redención del personaje que termina siendo el más importante del filme, el joven sacerdote Jud Duplecinty (Josh O’Connor, entre la fragilidad y la reciedumbre), quien llega a la parroquia del atrabiliario Wilks para tratar de salvar una congregación sumergida en el odio. Criado en la calle, fugitivo de las adicciones, rudo boxeador que mató a un rival en el ring –y que, confiesa, disfrutó haciéndolo–, el padre Jud de O’Connor es el sacerdote fílmico más terrenal, con más dudas existenciales pero, al mismo tiempo, con más fortaleza interior desde el emblemático padre Karras de El exorcista (Friedkin, 1973) –quien, por cierto, también era boxeador.
Si bien ayuda en algo haber sido educado en el catolicismo, aunque sea superficialmente como quien esto escribe –hay referencias claves al significado de “los sepulcros blanqueados” y a la famosa conversión de Pablo de Tarso en el camino a Damasco–, la realidad es que tampoco se necesita ser muy devoto para aprehender y hasta compartir la seriedad del discurso religioso y humanista del filme, más allá del juego detectivesco del siempre histriónico Benoit Blanc, pues el momento cumbre de esta película no será cuando se descubra quién tramó y ejecutó el asesinato, sino esa digresiva escena que apenas empieza para luego ser cortada brusca y elípticamente, en la que la llorosa empleada de una constructora (Bridget Everett en cameo) le pide ayuda espiritual al acorralado padre Jud, quien tiene que interrumpir sus esfuerzos para ayudarle a Blanc a resolver el asesinato para dedicarse a su auténtica vocación, la única que puede redimirlo de sus súbitos y destructivos ataques de ira: escuchar a su feligresía para, de la mano de ella, encontrar la tranquilidad emocional que nos da la fe.
Por lo mismo, el Blanc de Craig se convierte aquí en personaje secundario para que el Jud de O’Connor sea el verdadero protagonista y, en plan de un chestertoniano padre Brown espiritual, no resuelva el crimen sino haga algo mucho más importante: ayude a un alma a perdonar y a liberarse del odio. Los Estados Unidos de Trump necesitan más sacerdotes y más creyentes como él. Y, de pasada, un exorcista. ~