Imagen: Cortesía Netflix.

“Las muertas”: horror y humor hecho en México

La adaptación de Luis Estrada de la novela de Jorge Ibargüengoitia sorprende por su impecable realización, la precisa caracterización de los personajes y su fidelidad al sentido del humor del escritor guanajuatense.
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“A la memoria y al genio de Jorge Ibargüengoitia”, dice la dedicatoria que aparece al final del sexto y último episodio de Las muertas (México, 2025), primera serie televisiva dirigida por Luis Estrada, basada fiel, concienzuda y hasta fatigosamente en la novela homónima escrita por el escritor guanajuatense y publicada en 1977. Se trata de un sencillo homenaje que se siente sincero y, sospecho, hasta personal.

Muy probablemente sea una casualidad, pero la temprana e insuperada obra maestra de Estrada, la sátira antipriista La ley de Herodes (1999), comparte el mismo título –aunque la premisa sea completamente diferente– del hilarante relato escatológico de Ibargüengoitia que le dio el nombre a su libro de cuentos de 1967. Luego, está el detalle biográfico de que al dirigir Las muertas, el realizador de Un mundo maravilloso (2006) ha seguido los pasos de su padre, el vigoroso cineasta populachero José Estrada, quien en su momento dirigió la meritoria aunque dispareja adaptación de otra novela homónima de Ibargüengoitia, la farsa política Maten al león (1975).

En todo caso, más allá de las casualidades o de la (in)consciente voluntad de recoger la herencia paterna, sí hay en el mejor cine de Luis Estrada, especialmente en algunos momentos de la ya mencionada La ley de Herodes, vasos comunicantes con la obra de Ibargüengoitia, sobre todo en ese desnudamiento de la típica amabilidad casi untuosa como una forma de aviesa hipocresía cotidiana y, más aún, en esa constante ridiculización de la asfixiante solemnidad de los políticos mexicanos –los de antes, los de hoy y supongo que los de mañana–,siempre dispuestos a recetarnos un bonito discurso patriótico e inspirador a las primeras de cambio.

Aun así, a pesar de que no puedo pensar en otro cineasta mexicano contemporáneo mejor dotado para adaptar el filoso y seco humor de Ibargüengoitia al cine o, en este caso, a la televisión, debo confesar que Las muertas me sorprendió. Di por sentado que los recursos de producción y la misma puesta en imágenes iban a ser impecables y, en efecto, lo son, empezando por el intachable diseño de producción de Salvador Parra, el evocativo diseño de vestuario de Gilda Navarro y, sobre todo, por la fluida cámara de Alberto Anaya Adalid, siempre en movimiento dentro de los burdeles –por ejemplo, la toma extendida en el episodio dos, que empieza en una concurrida calle para continuar por el interior de uno de los lupanares–, por el elegante manejo de los constantes claroscuros que iluminan y ocultan la acción –esa oscuridad bañada por súbitos halos de luz que se cuelan entre los techos en algunas escenas–, y por la alternancia de los áridos espacios abiertos de las locaciones de San Luis Potosí con esos clásicos encuadres fordianos en los episodios finales, cuando vemos desde el interior y desde la oscuridad, los inabarcables terrenos desolados en los que terminarán enterradas algunas de “las muertas”.

Estas virtudes formales de la serie –y otras más, como la sagaz supervisión musical de Dan Zlotnik, que usa el clásico “Veracruz” de Agustín Lara en varias ocasiones, en distintas circunstancias y con diferentes significados, desde el romanticismo puro hasta la amenaza mortal pasando por el arrebato nostálgico– no me sorprendieron en lo absoluto. Después de todo, incluso en sus momentos más desafortunados –como en su más reciente cinta, la fastidiosa ¡Qué viva México! (2023)–, Estrada y su equipo siempre han sabido hacer cine.

Lo que me sorprendió, más bien, es la contención de Estrada para llevar a la pantalla la tan conocida historia mitificada/mistificada de las tres hermanas González Valenzuela, unas célebres matronas que fueron dueñas de varios burdeles en Guanajuato y Jalisco entre 1954 y 1964, la misma premisa argumental que fue usada y llevada al cine por Felipe Cazals en Las poquianchis (1976),  la más cruel de todas sus cintas y la última dentro de su discutida trilogía del Alarma!, después de los clásicos Canoa(1975) y El apando (1975).

A diferencia de Cazals, Estrada no se refocila aquí en los detalles más brutales de la historia, sino que ha concentrado sus esfuerzos, por un lado, en la precisa caracterización de todos los personajes y, por el otro, en la fidelidad quirúrgica al impasible sentido del humor de Ibargüengoitia, que logra traducir exitosamente a la pantalla. De esta manera, la  repelente pero irresistible monstruoteca de Las muertas está encabezada por las lenonas hermanas Baladro, la feroz Arcángela (Arcelia Ramírez transformada hasta en su forma de caminar), la “apasionada” Serafina (Paulina Gaitán siempre brusca) y la modosita Eulalia (Leticia Huijara con modos pazguatos), quienes reinan, apoyadas en el siniestro capitán Bedoya (Joaquín Cosío tras lentes negros diazordacistas), sobre una variopinta fauna de las fuerzas vivas políticas y sociales de los estados de Mezcala –o sea, Jalisco– y Plan de Abajo –Guanajuato–, esclavizando cruelmente y durante años a varias decenas de envilecidas muchachitas entregadas/vendidas por sus propias familias para trabajar como prostitutas en alguno de los burdeles que abrían y cerraban, entre un estado y otro, estas devotas y emprendedoras hermanas católicas.

Apoyado en el desempeño de este impresionante reparto extendido (¿qué pasó con Damián Alcázar, por cierto?), Estrada logra un auténtico milagro: capturar, de vez en cuando, el seco humor de Ibargüengoitia a través del abrupto pero eficaz montaje a rajatabla de Mariana Rodríguez. Por ejemplo, si en la novela, el chahuistle le cae a un personaje después de un punto y seguido para ser descrito en una sencilla oración de una sola línea (“Esta firma le costó seis años de cárcel”), este desternillante momento literario es interpretado por un magnífico Alfonso Herrera en su mejor imitación de Pedro Infante, quien luego de hacerle algunas preguntas a un atento Ministerio Público (Enoc Leaño), decide insensatamente declarar la verdad para que luego, en corte directo, veamos al mismo personaje tras las rejas, lamentándose de su mala suerte por haber confiado en la “ciega” justicia mexicana.

Es tan evidente el buen resultado que obtiene por su irrestricto respeto al escritor –quien aparece a lo largo de la serie en las orillas del encuadre, cual si fuera el periodista de El ciudadano Kane (Welles, 1941)–, que en las pocas ocasiones en las que el cineasta cae en algún exceso es cuando él y sus guionistas –su colaborador habitual Jaime Sampietro y el especialista en thrillers televisivos Rodrigo Santos– se desvían de la novela original, como en el  desenlace del episodio cuatro, cuando vemos el obviote simbolazo del buitre subido a un nopal  devorando a una serpiente.

Estrada ha hecho, pues, su mejor trabajo en muchos años al regresar a un estilo, en la forma y en el fondo, menos sobrecargado y mucho más depurado, bien cobijado bajo la sombra del “genio” de Ibargüengoitia. Cada uno de los seis capítulos, por cierto, termina, con el orgulloso sello de que todo lo que hemos visto ha sido “Hecho en México”. En efecto, más allá de la ironía, la historia de Las muertas pudo haber pasado, evidentemente, en cualquier país del mundo, pero esta particular mixtura de horror y humor sí es muy “Hecho en México”, escrita por Jorge Ibargüengoitia, filmada por Luis Estrada. ~


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