La primera vez que vi Masacre en cadena (The Texas Chainsaw Massacre, E.U., 1974) no la vi: me la imaginé. No recuerdo el año con exactitud, pero sí sé que no la vi en el estreno, que en México fue en abril de 1977, sino en alguna función doble a inicios de los 80 y en el más amplio y moderno cine de la ciudad: el ahora desaparecido Cinema Culiacán 70. Recuerdo estos detalles con más o menos cierta precisión porque la película dejó tan impresionado a ese lejano adolescente de secundaria que, años después, cuando la volví a revisar en una copia casera en VHS, me di cuenta que buena parte de la cinta que recordaba había sido recreada y reconfigurada en mi memoria, con perdón de Tobe Hooper (1943-2017).
Me explico: después de que Cara de cuero (Gunnar Hansen) ha eliminado de un contundente mazazo a la primera víctima de la película, el rubio gringuito con facha de surfero Kirk (William Vail), su novia, la simpática aficionada a los horóscopos Pam (Teri McMinn), entra al hogar de la necrofílica familia de caníbales, buscando a su pareja recién ejecutada. Al entrar a la casa, Pam se topa de frente con Cara de cuero y, despavorida, se aleja gritando rumbo a la puerta de salida solo para ser alcanzada por el regordete matarife en el porche, a plena luz del día. Cara de cuero la abraza por detrás, la carga sin mayor esfuerzo, la lleva al rastro que tiene en su casa y sin emoción, como si se tratara de algo que hace todos los días, toma a la muchacha y la cuelga por la espalda en un gancho de carnicero. Mientras la jovencita grita, llora y se desangra en su agonía en el fondo del encuadre, la cámara de Daniel Pearl nos presenta en primer plano el cuerpo de Kirk, yacente sobre una tabla. Sin prisa alguna, Cara de cuero enciende su emblemática motosierra y se dispone a destazar el cuerpo del muchacho mientras la cámara de Pearl se acerca lentamente al sufriente rostro de Pam.
A mi ver, este es uno de los momentos claves de la película, acaso el más famoso porque en ese instante nos damos cuenta exactamente lo que vamos a seguir viendo en el resto del filme. Pero he aquí que yo no lo vi la escena antes descrita. Yo salí del cine aquella tarde de inicio de los años 80 jurando y perjurando que había visto no solo a Pam siendo colgada de ese pavoroso gancho metálico sino que, además, Cara de cuero la había cortado en pedacitos en su mesa de tablajero. Años después me di cuenta que esto no era cierto: en realidad, Hooper había dirigido esa escena en mi mente.
En sentido estricto, Masacre en cadena no tiene demasiada violencia explícita. De hecho, buena parte de la violencia que sucede en el filme ocurre alejada de la mirada directa del espectador, sea el desmembramiento de Kirk –y no de Pam, como yo habría jurado–, que ocurre fuera del encuadre, sea la evisceración del desafortunado Franklin (Paul A. Partain) en su silla de ruedas –que sucede con la cámara colocada a sus espaldas, de tal forma que no vemos nada–, sea el propio mazazo con el que Cara de cuero asesina a Kirk, que está montado en plano general. Para los estándares de las películas torture porn de este siglo –desde la saga interminable de Juego macabro (2004-2023) hasta las recientes hazañas protagonizadas por el payaso Terrifier (2016-2024), pasando por seminal trilogía de Hostal (2005-2011)–, las andanzas del Cara de cuero de Tobe Hooper pueden parecer hasta ñoñas.
Pero no es así. La fuerza de Masacre en cadena, acaso la mejor película de horror en la historia, no reside en su violencia explícita, casi inexistente, y ni siquiera en la aviesamente implícita, que se sugiere fuera del encuadre. Lo que le da una potencia perniciosa, indeleble y relevante hasta el día de hoy son, por un lado, las pesadillas que provoca cuando el espectador la ve con los ojos bien abiertos, esas imágenes creadas por Hooper, su director de fotografía Daniel Pearl y su director de arte Robert A. Burns, que causan que uno mismo extrapole los horrores que se ven en pantalla, de tal manera que en la memoria queden esos residuos traumáticos que ya no podemos diferenciar entre lo que vimos de verdad y lo que nuestro subconsciente se imaginó para seguirnos torturando muchos años después.
Pero, parafraseando el dicho popular, mal de mucho, consuelo de cinéfilos obsesivos (¿hay de otros?). Mi experiencia con Masacre en cadena resulta ser, mutatis mutandi, no muy diferente a la que comparten los cinco protagonistas de Reacciones en cadena (Chain reactions, E.U., 2024), decimoprimer largometraje del maestro documentalista especializado en la exploración cinefílica Alexandre O. Phillipe (cuya obra maestra Lynch/Oz, de 2002, trata sobre las conexiones entre El mago de Oz y la imaginación lyncheana), filme ganador del premio al mejor documental sobre cine en Venecia 2024 y que se presentará este fin de semana en el festival Doqumenta de Querétaro.
Las cinco cabezas parlantes que hablan frente a Phillipe –el actor y comediante Patton Oswalt, la crítica australiana Alexandra Heller-Nicholas, el cineasta japonés Takashi Miike, la también cineasta Karyn Kusama y, nada menos, el escritor Stephen King– siguieron un camino muy similar al mío y, sospecho, al de muchos cinéfilos más. Con la excepción de Miike, quien vio Masacre en cadena en su estreno en Japón, pero de pura casualidad –no alcanzó boletos para Luces de la ciudad (Chaplin, 1931), así que entró a ver esa cinta desconocida, retitulada como El sacrificio del diablo–, todos los demás se toparon con la obra maestra de Hooper en funciones tardías y con copias maltrechas, en alguna pequeña televisión conectada a la típica videocasetera ochentera o, incluso, a través de la deslavada copia de la copia de la copia, como pasó con Heller-Nicholas, pues el filme de Hooper se estrenó con una década de atraso en Australia, para luego aparecer en un sobreexplotado formato casero.
A los cinco cinéfilos y creadores, la cinta de Hooper los marcó para siempre, sea porque se convirtió en un momento clave para definir su tipo de cinefilia (como lo confiesa Oswalt), sea porque los inspiró para seguir su propio camino (los casos de Kusama y, sobre todo, Miike, quien después de verla se propuso hacer sufrir al espectador tal como Hooper lo había hecho sufrir a él), sea para ver su experiencia personal reflejada en las pesadillas mal soñadas en el otro extremo del mundo (Heller-Nicholas, que propone conexiones estéticas muy pertinentes entre el amarillento paisaje tejano de Masacre en cadena con las inabarcables planicies presentadas en el cine australiano), sea para toparse con una suerte de alma gemela espiritual, como es el caso de King, quien habla con admiración del fallecido Hooper, de su evidente falta de buen gusto y de su ausencia de conciencia moral, condiciones inevitables para poder fabricar las mejores/peores pesadillas posibles desde los tiempos de El corazón delator (1943), de Edgar Allan Poe.
Es curioso que el mejor análisis de los cinco que se presentan en Reacciones en cadena no sea el de la buena crítica de cine Heller-Nicholas, sino el de la cineasta neoyorquina Karyn Kusama (obra mayor The invitation, 2015). En su reveladora lectura personal que comparte con nosotros –y que por algo es con la que cierra la película–, Masacre en cadena pervive no solo por todo lo que ya sabemos –su calculada puesta en imágenes sucia y dizque amateur, su torcida violencia más sugerida que mostrada, sus desatados excesos granguiñolescos que culminan en esa insoportable cena negra familiar–, sino porque representa, según la directora, un diagnóstico del Estados Unidos de los 70 y, al mismo tiempo, la deprimente premonición hacia donde se iba a dirigir el país en los siguientes años.
Masacre en cadena presenta el choque de dos grupos distintos y diferenciados si los hay. Por un lado, está ese quinteto de jóvenes desinhibidos que se suben a una vagoneta y atraviesan las abiertas carreteras de Estados Unidos como si el país entero les perteneciera. Por el otro, esa oscura familia nuclear/patriarcal que fue desplazada de su trabajo en el rastro del pueblo, pues ya no necesitan matarifes primitivos como ellos. Condenados al ostracismo y a la miseria, ven a esas dos muchachas de diminutos pantaloncillos cortos y a esos tres muchachos de pantalones acampanados como una amenaza y como un insulto. Los muchachos llegan a ese apartado lugar del interior tejano provenientes no solo de otro lugar del país sino de otro mundo y hasta de otra época.
Masacre en cadena, dice la articuladísima Kusama, es un brutal puñetazo a la complacencia clasemediera del estadounidense promedio de los años 70 –¿la mayoría silenciosa de la que hablaba Nixon?– pero, también, del estadounidense contemporáneo que no ha resuelto ni querido resolver las taras sociales descritas en el filme de Hooper y que, además, no ha aliviado sino empeorado la epidemia de violencia que se muestra en la película. Masacre en cadena –sea la película que vemos en pantalla, sea la que nosotros extrapolamos en nuestra mente– sigue siendo relevante no porque represente un estado de ánimo prevaleciente hace medio siglo, sino porque el país en el que Cara de cuero blande orgiásticamente y bajo el sol su motosierra en ese inolvidable final, sigue siendo básicamente el mismo país. ~