Dos semanas de cine francés

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En una escena de Renoir, de Gilles Bourdos, un joven llamado Jean pasea en la playa junto a su hermano Pierre. Jean ha vuelto de la Primera Guerra con una herida de bala en la pierna. Durante su recuperación en la riviera francesa, al lado de su padre artrítico, ha estado viendo películas. Piensa que podría ser director de cine. Pierre se ha enterado y quiere disuadirlo. “El cine no es para nosotros los franceses”, le dice. “Es un entretenimiento para las multitudes, y nuestro bagaje artístico es muy pesado.”

Renoir es uno de los títulos que conforman el 17º Tour de Cine Francés: una muestra de cine contemporáneo que recorre México y Centroamérica durante septiembre y octubre, permaneciendo dos semanas en las principales ciudades. Puede que Renoir sea la más convencional del grupo (y la que más rinde tributo a ese bagaje pesado), pero a través del comentario de Pierre da la clave para entender el porqué de la disparidad de tonos y registros dentro de la selección. El cine contemporáneo de cualquier nacionalidad quiere ser relevante para públicos acostumbrados al dinamismo del cine de Hollywood; el francés, sin embargo, se niega a esconder debajo del tapete su herencia cultural. Esto da lugar a híbridos muy peculiares –y esa es la identidad del Tour–. Aunque podría parecer que la selección de películas es arbitraria, se trata de títulos representativos de la producción reciente. Tanto así que casi todos figuraron en las ternas de los premios César otorgados por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (el equivalente francés al Óscar). Esto no siempre equivale a lo mejor de una cinematografía, pero es un buen medidor de lo que se promueve y consume. Son un punto medio entre las superproducciones pensadas para competir con Hollywood (Luc Besson y herederos) y el núcleo de cine de arte que sigue derivando en corrientes (como el nuevo extremismo o “cine del cuerpo”, del que se habló en el número anterior a propósito de la mexicana Heli.)

Hay quien sigue asociando “cine francés” a un platillo exquisito, una preferencia de élite o, por lo menos, una alternativa al cine comercial. Esto no es verdad –y tampoco lo demerita–. Lo más disfrutable de las películas francesas híbridas es que casi siempre hacen un guiño a ese estigma –ya sea burlándose de los clichés de la alta cultura (el caso de Intouchables, el hit de 2011) o insertando el tema de la tradición en tramas contemporáneas (como Paseando con Molière, descrita más adelante)–. Después de todo, la complicidad cultural con el público es una de las pocas armas que tiene este cine frente a la penetración de Hollywood.

Renoir, ya se dijo, es la menos astuta del Tour. Es una pieza “de época” con el tono reverencial y apacible de la mayoría de las biografías fílmicas. Situada en 1915, cuenta cómo la modelo Andrée Heuschling tiende un puente entre la obra plástica del impresionista Auguste y el futuro como director del hijo de este, Jean. Una pelirroja radiante, Andrée es musa de las últimas pinturas del viejo; luego se casará con el director de Las reglas del juego y será la actriz de sus primeras películas. El valor de Renoir es estético: la fotografía de Mark Ping Bing Lee evoca la paleta y el juego de luces de la obra de Auguste. Aunque una película no es solo su fotografía, en este caso es tan deslumbrante que compensa la vaguedad en el retrato de los dos Renoir.

También fincada en la nostalgia por lo genuinamente francés pero dando más juego a la lectura metafórica, Los sabores del palacio (Haute cuisine) es la historia de Danièle Delpeuch, cocinera personal de François Mitterrand. Una mujer pragmática y sin pretensiones, Hortense (álter ego de Delpeuch) es mal vista por los empleados del Elíseo. La única a quien Mitterrand cuenta recuerdos de infancia y confiesa sus verdaderos gustos culinarios, Hortense sufre el boicot del resto de los cocineros, jefes de banquetes y hasta contadores que la acusan de usar el presupuesto en gastos personales. Complaciendo al espectador con vistas de platillos Los sabores del palacio es una alegoría sobre las fuerzas burocráticas que intervienen en los mandatos. El espectador no familiarizado con la gestión de Mitterrand –o desinteresado en encontrar paralelos entre cocina y política– igual disfrutará de la actuación de Catherine Frot, nominada por ella al César. Sin aspavientos ni obviedades, Frot expresa la templanza de quien se sabe dueño de su oficio y no se deja intimidar por rangos ni protocolos.

Mi historia entre tus dedos (Populaire), de Régis Roinsard, es el ejemplo más claro de la relación simbiótica de este cine con Hollywood, ya sea para imitar sus fórmulas o para reciclar sus mitos. Ganadora a Mejor Ópera Prima en los premios de la Academia, se sitúa a finales de los años cincuenta y narra la historia de Rose: una chica de pueblo que quiere ser moderna, algo que en esos años se lograba siendo secretaria. De espíritu independiente pero enamorada de su jefe, Rose es un personaje copia al carbón de Audrey Hepburn (en Sabrina, Funny face y My fair lady). Imposiblemente camp, Mi historia entre tus dedos es también una parodia de las heroínas que, como Hepburn en sus cintas, conquistan al mundo pero no al hombre que aman. Que esta película exista en tiempos de Mad Men es un arma de doble filo. La evoca demasiado, y no es fácil sacar adelante la recreación de una recreación. Como sátira de los cincuenta, la serie norteamericana la aplasta en comparación.

De las películas del Tour que compartieron múltiples nominaciones al César En la casa de François Ozon y Camille regresa de Noémie Lvovsky son los polos opuestos. De uno de los auteurs que a veces visita el mainstream, la primera es una exploración laberíntica de las posibilidades y consecuencias de la invención narrativa: un thriller donde los escritores/directores son presentados como manipuladores de vidas ajenas, y los lectores/espectadores como sus cómplices. En la casa fue la ganadora en el pasado festival de San Sebastián y es una de las mejores películas europeas del 2012.

Camille regresa (Camille redouble), de Noémie Lvovsky, tuvo el doble de nominaciones que la película de Ozon. Su protagonista es una cuarentona alcohólica, frustrada en su carrera de actriz, y cuyo marido está a punto de dejarla por una mujer más joven. Camille se desmaya en una fiesta y recupera la conciencia en medio de las circunstancias que la rodeaban cuando tenía quince años. Como es de esperarse, querrá evitar futuros problemas –su matrimonio apresurado, la embolia de su madre–; aunque conserva su apariencia adulta todos a su alrededor la ven como la adolescente que fue. Camille regresa no se conforma con revisitar los ochenta, sino que repite sin apologías ni guiños la premisa de Regreso al futuro, de Robert Zemeckis. Dos déjà vu por el precio de uno.

Junto a En la casa, Paseando con Molière (Alceste à Bicyclette), de Philippe Le Guay, es la película más ingeniosa del Tour. Narra el encuentro de dos actores –uno retirado y uno popular– que por petición del segundo se reúnen para ensayar El misántropo de Molière. Las diferencias entre ambos son el motor del argumento y también una alusión a los extremos y contradicciones mencionados hasta aquí. Las ventajas y reversos de la fama mediática, la adaptación de piezas clásicas a formatos populares o el compromiso versus las concesiones son temas que atañen a la anécdota pero también parte del debate sobre el arte popular. El reto que plantean recuerda las advertencias de uno de los hermanos Renoir: no es fácil conciliar un bagaje cultural pesado con un medio que, por ser masivo, exige ser legible y liviano.

Cada película apela a sensibilidades distintas. Lo notable es que, en Francia, la diversidad es producto de una cinefilia que marca las pautas de la política cultural. Además de subsidios y fondos, hay leyes de exhibición que impiden que la oferta de Estados Unidos aplaste la producción del país. El cine “ligero” no es una amenaza para las producciones de nicho, porque todas en su momento llegarán a una pantalla. Incluso las películas que hacen concesiones para atraer a un público más amplio se permiten asumirlo y ser irónicas al respecto. Uno de los protagonistas de Paseando con Molière describe a una actriz porno que habla de sus aspiraciones dentro de ese género con orgullo y naturalidad. “No sé si es idiota o si está por encima de todo.” En el caso de la actriz, quién sabe. En el caso del cine francés que roza la “baja cultura” no hay duda de que es lo segundo. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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