Fausto no es una película para almas impacientes. Aunque menos larga, con sus 134 minutos de metraje, que alguno de sus poemas documentales más celebrados (Confesión, “novela corta cinematográfica en cinco capítulos“, de 210 minutos de duración, y Voces espirituales, que alcanzaba los 340), Sokurov se toma su tempo y sus circunloquios, si bien es cierto que en este caso le justifica la fuente literaria de la que parte, el Fausto teatral de Goethe, que en su redacción última superaba las 300 páginas. Y tampoco está hecha para espectadores de estómago delicado: arranca con la escena de la autopsia de un cadáver pútrido, que no elude ninguna de sus interioridades, y contiene además laceraciones, lepras, úlceras, evisceraciones, homínidos en estado fetal y, en una secuencia memorable, el desnudo integral de Mefistófeles (nunca llamado así en el film) entrando en unos baños públicos y mostrando su cuerpo monstruoso de minúsculo rabo anal y carnes adiposas carentes, allí donde tenía que estar, de miembro viril. El diablo de Sokurov parece una figura salida de un cuadro de El Bosco, que es una referencia estética, pero no la única, de una película llena de recursos pictóricos.
Fausto, premiada en la última Mostra de Venecia con el León de Oro, es, si no me equivoco, la tercera obra fílmica del artista ruso que llega a nuestras pantallas de estreno, después de Aleksandra y El arca rusa, aunque sus trabajos plásticos y videográficos circulan con regularidad por los museos y galerías de arte de vanguardia, en Madrid y, ahora mismo, a través de un ciclo de sus series militares en el macba de Barcelona. Discípulo confeso del gran cineasta Andrei Tarkovski, de quien hizo un elocuente retrato libre en su Elegía de Moscú, Sokurov es un antimoderno radical; se confiesa deudor conceptual del siglo XIX, y sostiene que el cine que hoy se exhibe en salas comerciales debería llevar, como los paquetes de cigarrillos, el aviso de que lo que se va a ver “es peligroso para el espíritu”. En ese sentido, era reveladora en El arca rusa la presencia, como protagonista, maestro de ceremonias y álter ego del director en el recorrido (una sola toma de 96 minutos) por el Museo del Hermitage, del Marqués de Custine, fascinante figura del pensamiento reaccionario decimonónico, cronista lúcido de la Europa de su tiempo, homosexual rampante y legitimista monárquico.
Fausto es el segmento final de una tetralogía fílmica sobre el poder, hasta ahora centrada en grandes dignatarios políticos del siglo xx: Hitler (en Molokh, de 1999), Lenin (en Telets, 2001) y el emperador Hirohito (The Sun, 2005, única de las cuatro que no he visto). En las dos primeras, Sokurov utilizaba actores y fondos de archivo para sus alegorías, mientras que en Fausto sigue un tratamiento de ficción pura y una iconografía romántica, siguiendo con notable fidelidad las acciones y muchas de las palabras del texto de Goethe. El propio director ha aclarado la vinculación del conjunto: “Los tiranos de las películas anteriores de la tetralogía se veían a sí mismos como representantes de Dios en la Tierra, pero hacían un desagradable descubrimiento: solo eran humanos. En Fausto sucede lo contrario: un hombre se convierte en ídolo ante nuestros ojos. La marcha triunfal de Fausto por el mundo solo es el comienzo […] Se marcha para convertirse en un tirano, un líder político, un oligarca.” El espectador no verá la resolución de ese proceso simbólico, y Sokurov, con cierta malicia, lo corrobora al hacerse esta pregunta: “¿Es casualidad que el autor del film interrumpa ese viaje?”
Como el Marqués de Custine, Sokurov es un intempestivo, que busca la belleza convulsa del irracionalismo contemporáneo, aunque no podamos decir que se trate de un hombre que guste de Breton y del surrealismo programático. De buscarle otro paralelo excéntrico, yo pensaría en Lautréamont, compartiendo Fausto con Los cantos de Maldoror una deslumbrante riqueza metafórica, una oscuridad que incita a seguir mirando, y un paroxismo un tanto sensacionalista, con el que nos sacude, nos desconcierta y nos perturba con frecuencia. Para conseguir sus efectos, Sokurov se sirve en su película de un actor especialmente inspirado, Anton Adasinsky, que interpreta al deforme demonio tentador, y de unos procedimientos formales que suele utilizar: el uso de filtros de color y juegos monocromos en la imagen, y la deformación anamórfica del encuadre, por medio de una especie de contracción de los fotogramas que no siempre resulta relevante. Aun así, Fausto interesa e intriga en todo momento, y tiene momentos de singular belleza: las secuencias en el interior de la iglesia, bañado de una luz blanca que apunta a la abstracción, y el largo paseo por los bosques de las dos parejas formadas por Fausto y Margarita y la madre de esta acompañada de Mefistófeles; la escena da un sentido a la película, pero es asimismo el recordatorio del talento de paisajista de Sokurov. Con lo que podríamos llamar su naturalismo místico, el director ruso consigue que la aridez y la autocomplacencia de algunos de sus títulos, como las citadas Confesión y Voces espirituales, posean una intensidad lírica próxima a la de Tarkovski.
Odiado por muchos y adorado por los happy few, ignorado y premiado, Aleksandr Sokurov es, como los recientemente fallecidos Theo Angelopoulos y Raúl Ruiz, un cineasta portentosamente ambicioso e intermitentemente desigual que nunca he dejado de seguir con pasión. Alguien, y ahora hablo solo de él, de quien me aleja su espiritualidad de cuño religioso y tal vez ciertos posos ideológicos heredados del zarismo, pero al que no olvido como autor de tres obras maestras fundamentales: Sonata para viola (original retrato del compositor Shostakóvich, realizado en 1981 en colaboración con Semyon Aranovich), la profundamente conmovedora Madre e hijo (1997) y El arca rusa (2002), incomparable e hipnótica metáfora del peso del pasado en un presente sin norte. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).