El ferrocarril subterráneo, historias de racismo y persecución

La serie El ferrocarril subterráneo sorprende por su innovación narrativa, pues trasciende la historia de su protagonista, que huye de la esclavitud, y resulta en un relato subversivo del racismo estadounidense.
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Barry Jenkins terminó de leer El ferrocarril subterráneo (Random House, 2017) poco después de terminar su segundo largometraje, Luz de luna (2016). El entonces desconocido cineasta consiguió el correo electrónico del autor de la novela, Colson Whitehead, y de inmediato le envió un mensaje diciéndole que estaba interesado en adaptar su libro al cine. En el mismo correo, Jenkins le envió una liga con la copia final de Luz de luna, que aún no se había estrenado y que, meses después, ganaría el Oscar 2017 a mejor película en una de las noches más extrañas y caóticas en la historia de esa ceremonia.

Whitehead quedó encantado con Luz de luna, especialmente con la sensibilidad de Jenkins al mostrar la evolución de su personaje protagónico en tres momentos de su vida. El escritor de la novela ganadora del National Book Award 2016 y del Pulitzer 2017 tenía una sola condición: que el libro no fuera adaptado como una película sino como serie televisiva. Solo así, alegó Whitehead, se podía hacer justicia a todas las vicisitudes que enfrentaba la protagonista de su novela, la esclava fugitiva Cora, quien escapaba de la brutal Georgia del antebellum para esconderse en varios estados del sur estadounidense, siempre perseguida por el implacable cazador humano Ridgeway.

El proyecto de la serie El ferrocarril subterráneo (The Underground Railroad, E.U., 2021) empezó a marchar a partir de los tres premios Óscar obtenidos por Luz de luna, con apoyo de la Plan B Entertainment de Brad Pitt y, especialmente, de Amazon Prime Video, que accedió no solamente a distribuir, sino a producir la futura serie televisiva. Jenkins dirigiría todos los episodios –diez en total, entre 20 y 77 minutos de duración– y Jihan Crowther, argumentista de la última temporada de la distópica teleserie The man in the high castle (2019), escribiría la adaptación, apoyada por un equipo de cinco guionistas, entre los que se encontraba el propio Jenkins. En su edición de mayo pasado, Whitehead confesó a la revista británica Sight & Sound que el resultado fue sorprendente para él, pues aunque Crowther y Jenkins fueron fieles en líneas generales al contenido de la novela, se tomaron tantas otras libertades que el propio autor del libro dijo estar ansioso por ver qué iba a pasar en el siguiente capítulo. Ni él mismo sabía hacia dónde habían extrapolado su historia original.

El resultado final, disponible en la plataforma de Amazon Prime Video desde el mes pasado, no deja de ser paradójico. Los agregados a la línea narrativa de la novela, en especial el origen de los motivos del villano Ridgeway, interpretado por un extraordinario Joel Edgerton, son lo mejor de la serie. Pero terminan funcionando en contra de lo que, se supone, debe ser el tema principal: las venturas y desventuras del personaje protagónico, la esclava en perpetua huida Cora, encarnada por la joven actriz sudafricana Thuso Mbedu. Es tal la fuerza del cazador de esclavos interpretado por Edgerton que, cuando no lo vemos en pantalla, su ausencia provoca que el episodio en cuestión resulte anticlimático.

Cora logra escapar de la plantación de Georgia en donde labora en los campos de algodón, huyendo no en el tren subterráneo histórico –esa cadena de casas de seguridad manejadas por personas que, de forma clandestina, ayudaban a los esclavos en fuga a llegar hasta el norte, incluso hasta Canadá– sino en una locomotora de verdad que transita por una compleja red subterránea con estaciones disponibles en todos los estados esclavistas estadounidenses. Esta premisa central contenida en la novela de Whitehead –colocar los muy reales horrores de la esclavitud en un escenario utópico/distópico alternativo– se repite fielmente en la serie, pues en su huida Cora pasa por una engañosamente liberal Carolina del Sur con ecos del buen filme de horror racial ¡Huye! (Peele, 2017); por una brutal segregacionista Carolina del Norte –en donde sobrevive, cual Ana Frank afroamericana, oculta en un ático–, por una arrasada Tennessee –cuya escenario postapocalíptico me remitió a La carretera de Cormac McCarthy y a su meritoria adaptación cinematográfica de 2009– y, finalmente, por una idílica Indiana, cuyo granja de negros libres trabajando en plena libertad, me hizo recordar cada uno de los fallidos campamentos humanos de la teleserie zombiesca The Walking Dead (2010-2022), con el agregado que la amenaza para estos negros emprendedores no es ninguna horda de muertos vivientes sino unos muy cristianos hombres blancos respetuosos de la ley, que están dispuestos a exterminar todo aquello que represente un peligro para ellos. Es decir, cualquier grupo de negros trabajadores, educados y con ambición de hacer algo, de ser alguien.

Es evidente que El ferrocarril subterráneo no trata, en realidad, de los Estados Unidos antes de la Guerra Civil, por más que no teme describir –hasta llegar a extremos cuestionables– la violencia física y las torturas que los señores sureños le infligían a sus esclavos. Trata, más bien, de la idea de los Estados Unidos de América como la nación elegida por Dios para llevar el progreso y la civilización a todas las naciones y razas inferiores. Sobre el derecho a adquirir más territorio a expensas de las naciones europeas en problemas, como España y Francia, de tomar aquellas tierras que otros países no aprovechaban bien, como en la guerra contra México de 1847-1848, y de secuestrar la fuerza de trabajo necesaria para crear riqueza y desarrollo. Es decir, sobre el derecho a tener esclavos.

Esta propuesta ideológica resulta más que transparente en uno de los mejores episodios de la serie, Tennessee: Proverbios, cuando Ridgeway le explica a Cora, frente a un plato de comida, el sentido profundo del Destino Manifiesto y la inevitabilidad moral de que unos (ellos, los blancos) sojuzguen a otros (los negros, los mexicanos). Ridgeway termina apoderándose de la serie no solo en este capítulo sino, como anoté antes, en otros más que resultan ser los más interesantes del programa: el quinto episodio, Tennessee: Éxodo, en el que Ridgeway y su infantil escudero negro Homer (el inolvidable Chase Dillon) atraviesan una Tennessee en cenizas, cual abrumador escenario postapocalíptico; y el noveno, Indiana: Invierno, donde vemos el enfrentamiento final entre Cora y su implacable perseguidor.

Más allá de este indeseable desplazamiento del interés del espectador hacia el personaje equivocado –no creo que Jenkins haya planeado que el villano resultara más memorable que la heroína–, lo cierto es que deja ver una notable inspiración visual que no desmerece ante los mejores momentos de sus obras mayores cinematográficas: la mencionada Luz de luna y la acaso aún mejor Si la colonia hablara (2018). Esos bellos paisajes de atardeceres sureños en los que vemos los más extremos abusos de la esclavitud, como la tortura y el sacrificio del primer episodio, los escenarios cenizos en bosques arrasados por el fuego ­como en el mencionado capítulo quinto, fotografiado por James Laxton, acaso la mejor hora de televisión que se verá en el 2021, y el inicio del noveno episodio, donde Jenkins y su compositor Nicholas Britell realizan la herejía cinéfila del año. En esa extraordinaria secuencia inicial, la cámara del mismo James Laxton recorre los rostros hieráticos de los esperanzados negros que viven y trabajan en esa utópica granja de Indiana. Mientras la lente flota por encima de ellos, la música de Britell que escuchamos es un arreglo, apenas disfrazado, del “Tema de Tara”, los acordes que acompañan a la indómita Scarlett O’Hara al inicio del clásico racista y supremacista Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939).

Se trata de un momento genuinamente mágico, acaso el mejor de toda la serie. Estos negros que miran a la cámara merecen ser tomados en cuenta como lo fue la aristocracia sureña en su momento: es hora de que sepamos los orígenes y las historias de estos esclavos negros y sus descendientes. Por eso la cámara de Laxton escudriña sus rostros con tal cuidado y la música de Britell nos remite al inconfundible tema compuesto por Max Steiner. Barry Jenkins apela, pues, al clasicismo hollywoodense, subvirtiéndolo desde su interior. La historia de los negros de ayer y de ahora será contada con los mismos recursos con los que fueron humillados, ofendidos y borrados durante tanto tiempo. 

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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