Blow-Up (1966), de acuerdo con Michelangelo Antonioni, “habría debido estar ambientada originariamente en Italia”. Pero “de inmediato” se dio cuenta que “habría sido imposible situar la historia en ninguna ciudad italiana”. Es cierto que la vida en las grandes capitales ofrece abundantes similitudes (“la misma historia podría haber sido ambientada en Nueva York o París”), pero hay dos razones por las que la acción de la película se ubica en Londres. Antonioni sabía que quería para su guión “un cielo gris, más que un horizonte azul pastel”. Están además las características del personaje principal, y no todas las ciudades son habitadas por la misma fauna (de ello el cine nos ofrece numerosas pruebas, si bien muchos personaje surgen más del imaginario singular que de la colectividad palpable en la realidad). “Un personaje como el de Thomas”, apunta Antonioni, “no existe realmente en nuestro país. Al contrario, el ambiente en el que trabajan los grandes fotógrafos es típico del Londres de la época en que se desarrolla la narración. Thomas, además, se encuentra en el centro de una serie de acontecimientos que es más fácil relacionar con la vida londinense que con la de Roma o Milán.” La historia y los personajes que alberga Blowup podrían caber en otra geografía, pero si bien el asunto abre una ventana a lo fantástico, ubicar a ambos en Londres es un asunto de realismo puro.
En las primeras imágenes de Blow-Up la cámara capta una ironía al seguir a un grupo de ruidosos mimos que da vueltas por la plaza de El Economista en Picadilly, un espacio rodeado por altos edificios de granito, abierto pero cerrado. Enseguida se hace presente una paradoja que se ubica en un barrio viejo: Thomas (David Hemmings), el fotógrafo de marras, sale de un albergue para indigentes, donde tomó algunas fotografías, y sube luego a su Rolls-Royce convertible. Inicia entonces su jornada, que consiste básicamente en hacer fotografías de modas. Se enfada entonces y sale con rumbo a una tienda de antigüedades. Después llega al parque en el que habrán de tener lugar los eventos que se inspiran en Las babas del diablo, el cuento de Julio Cortázar: una mujer tiene un encuentro aparentemente gozoso con un hombre mayor que ella (su marido, según dice Antonioni, pues en la película no queda claro), y la irrupción del fotógrafo interrumpe algo que, después descubriremos, es un intento de asesinato. Para entonces, ya se fue más de la mitad de la película, y la “investigación” mediante las ampliaciones de las fotografías que ahí tomó, y que le hacen pensar que evitó el asesinato, serán el objeto de la segunda parte.
En el color presente en el registro que hace Carlo Di Palma, Antonioni, que “buscaba colores realistas” extiende las búsquedas dramáticas que inició en su entrega anterior, Il deserto rosso (1964). De ello da cuenta el rojo de las fachadas de ladrillo y de los autobuses de pasajeros, pero también el variado colorido de los vestidos que portan las modelos que fotografía Thomas. En el manejo de las ópticas, Antonioni quiso hacer algo diferente. Y si en Il deserto rosso el teleobjetivo le permitía “obtener perspectivas aplanadas […] para comprimir caracteres y cosas y relacionarlas contradictoriamente entre sí”, en Blow-Up. “al contrario”, amplió la perspectiva, trató “de introducir aire, espacio, entre las personas y las cosas”. De esta ambición queda constancia en los numerosos recorridos que realiza Thomas, que son registrados con planos abiertos y mediante los cuales la ciudad obtiene protagonismo. De ella Antonioni nos ofrece rincones que no captura la cámara del turista, y los puntos del paisaje en los que repara cualquiera –taxis, autobuses– los despacha, ellos sí, sin mayor atención. El resultado es un Londres que si posee calles estrechas luce una amplitud apreciable; el cielo es gris y predomina una luz uniforme, poco contrastada y neutra. Londres luce diáfano.
Como ya podía verse en A Hard Day’s Night (1964) de Richard Lester, el mundillo de la moda al estilo británico es singular y abre una ilustrativa ventana al absurdo, del que Thomas es un buen representante y la comedia británica saca tanto provecho. En el perfil que se esboza del personaje llama la atención la imposibilidad de estar quieto; la constante interacción con mujeres, a menudo en una posición de poder; los constantes pretextos para el erotismo, el voyerismo y el exhibicionismo; el sexo vivido de forma desinhibida, lúdica y sin complicaciones (si bien es cierto que las modelos, delgadísimas y frías, así como los encuentros carnales no son en absoluto excitantes); la imposibilidad de estar con la (única) mujer amada. “Él ha optado”, afirmó Antonioni, "por la nueva mentalidad que se creó con la revolución de la vida, de la ropa, de la moral en Gran Bretaña, sobre todo entre los jóvenes artistas, publicistas, estilistas o entre los músicos que formaban parte del movimiento Pop. Thomas lleva una existencia regulada como un ceremonial, y no es casual que afirme no conocer otra ley que no sea la de la anarquía”. En el paisaje de esta ciudad, que a menudo es ocupado por edificios antiguos, circula principalmente gente joven. De él escapan sólo dos personajes: uno de ellos es un viejo gruñón, que atiende por unos minutos la tienda de antigüedades y que emerge de la tradición de la comedia británica; el otro es el hombre que convive con la mujer en el parque, y no sólo no tienen ningún parlamento, sino que aparece más tiempo muerto –en las fotos, en el parque– que vivo.
El registro de la juventud no estaría completo sin un elemento fundamental, dados el lugar y la época: la música. Antonioni hace aquí una variación que puede parecer una nimiedad, pero que es importante para caracterizar a Thomas y los londinenses de su generación: a diferencia de la música que se escucha por lo general en un soundtrack, la que ocupa la banda sonora de Blow-Up, cortesía de Herbie Hancock, es la que los personajes deciden escuchar. Es decir, forma parte de su cotidianidad y contribuye a su caracterización. No es gratuito, tampoco, que en algún momento Thomas ingrese a una especie de teatro alternativo –muy londinense, por lo demás– donde The Yardbirds ofrece un concierto en el que el guitarrista, Jeff Beck, rompe su instrumento musical a la usanza del guitarrista de The Who, Pete Townshend. (El comentario sobre la juventud, que mira pasiva a los músicos pero compite con furia por el desechado mástil de la guitarra –que obtiene Thomas y luego tira en la calle–, es aplicable, me temo, no sólo a la juventud londinense.)
El Londres que Antonioni registra es más que un paisaje de fondo, es un espacio ligado, sin disolución posible, a la gente que lo habita, a su forma de vida y a su forma de ver el mundo (lo cual cobra relevancia si, según dice Antonioni, “uno de los temas principales de la película es ver o no ver el valor exacto de las cosas”). Al final queda claro que en la elección de la ciudad, en particular de la de las calles y los parajes que aparecen, hay razones estéticas pero también éticas.
Blow-Up, que ganó la Palma de Oro en Cannes, ha sido objeto de muchas interpretaciones. Antonioni fue cuestionado en numerosas ocasiones sobre sus intenciones y comentó que para explicarlas tendría que hacer otra película. El Londres que aquí se esboza también se abre a más de una lectura, pero su arquitectura y sus atmósferas alcanzan para llevar al espectador a un estado emocional particular, al que no podría llevarlo ninguna otra ciudad (o “el mismo” Londres registrado de otra forma).