Lo mejor de la nueva versiรณn cinematogrรกfica de Cumbres borrascosas (la quinta, si no cuento mal) es su gama de colores. La fotografรญa pictรณrica de Robbie Ryan, premiada en los festivales de Venecia y Valladolid, es de una suave calidad acaramelada en los interiores de la mansiรณn elegante de los Linton, la llamada Granja de los Tordos, y tenebrosa y รกspera en los paisajes del pรกramo de Yorkshire, donde trascurriรณ la vida de las Brontรซ y trascurre la รบnica novela que escribiรณ en su breve vida Emily. Ryan abusa de la planificaciรณn entrecortada y la cรกmara en mano, pero eso no es culpa suya sino de la directora britรกnica Andrea Arnold, que ya hacรญa gala del mismo nerviosismo cinemรกtico en la sobrevalorada Fish Tank (2009). Su Cumbres borrascosas tiene mรกs mรฉritos que los fotogrรกficos, aunque curiosamente el mayor de todos tambiรฉn tenga que ver con el colorido: la elecciรณn de un actor de raza negra para encarnar a Heathcliff, uno de los grandes รกngeles diabรณlicos de la literatura, que en el original es descrito, de un modo ambiguo, como “gitano andrajoso […] con el pelo negrรญsimo […] en perpetuo contacto con el polvo y el fango” (cito de la sรณlida y jugosa traducciรณn de Carmen Martรญn Gaite publicada por Alba).
La negritud de este Heathcliff, que desempeรฑan en la pelรญcula de Arnold dos actores, Solomon Glave de niรฑo, James Howson de hombre joven, le aรฑade al relato una resonancia de clase y raza que enriquece el contexto. La tersa piel oscura del golfillo encontrado en los arrabales de Liverpool contrasta con la lechosa epidermis de los rubicundos moradores burgueses de las dos mansiones, dejando en el medio, con matices cambiantes y deslizante carรกcter, a Catherine, ese extraordinario personaje de mujer hipersensible y sensual, descarada y apasionada que, en uno de los momentos clave de la novela, le dice exaltadamente a la sirvienta Nelly: “Yo soy Heathcliff”, una proclama de identificaciรณn y semejanza con el Otro, con el Negro, con el Amante indecoroso y que menos felicidad y sosiego le puede deparar.
La exclamaciรณn, y sus significados, fueron fielmente reflejados en la mejor adaptaciรณn fรญlmica del clรกsico de la Brontรซ, la que dirigiรณ en 1939 William Wyler: una producciรณn de alto rango de la Metro Goldwyn Mayer, escrita por Ben Hecht y Charles MacArthur, fotografiada por Gregg Toland e interpretada por un impresionante reparto encabezado por Merle Oberon (una Catherine decidida y delicada), Geraldine Fitzgerald como excelente Isabella y Laurence Olivier, que trata de poner una mirada aviesa y parecer sombrรญo sin conseguirlo siempre, pese a la abundante sombra de ojos y el pelo zรญngaro. Tambiรฉn la necrofilia y el lirismo desolado de los cerros llegaban con potencia en el film de Wyler, pese a los lรญmites morales de la รฉpoca y los decorados de estudio. Andrea Arnold, que es mรกs verรญdica y ha rodado su pelรญcula en los Dales de Yorkshire, no por ello consigue verdad novelesca.
El fracaso de la que ahora se estrena estรก en su concepto. Si la Cumbres borrascosas de 2011 fracasa –y a veces llega a enervar al espectador–, no es por el convencionalismo rutinario que marcรณ la de 1970, la del mediocre artesano Robert Fuest, o la de 1992 de un para mรญ desconocido Peter Kosminsky (arropado inรบtilmente por Juliette Binoche y Ralph Fiennes). Tampoco fracasa por los irrisorios diรกlogos ni el delirante cast de mexicanos, polaca y luso-espaรฑol que le sirvieron a Buรฑuel para filmar en 1954, tambiรฉn en blanco y negro, Abismos de pasiรณn, su peor pelรญcula mexicana y sin duda la mรกs involuntariamente cรณmica. La de Arnold fracasa porque la realizadora –que necesita 130 minutos de metraje para contar mucho menos de lo que Wyler contaba en 100–, partiendo de una voluntad de autentificar y hacer mรกs descarnada la novela de Emily Brontรซ, se deja llevar por un a menudo insufrible amaneramiento formal que poco a poco la despoja de pathos.
Ademรกs del color, Arnold ha cuidado mucho el sonido, y –sobre todo si se ve la pelรญcula en una sala con un buen sistema Dolby– las rรกfagas de viento, las puertas chirriantes y los acentos norteรฑos, casi incomprensibles en su ruda prosodia, se convierten en datos narrativos. Tambiรฉn ha simplificado un poco (pero eso lo hacรญa tambiรฉn Wyler), el intrincado nudo de las dos familias, los Linton y los Earnshaw, tan presente en lo que Harold Bloom –mรกs entusiasta del libro de lo que yo lo soy– describiรณ como “la historia de unos matrimonios tempranos y unas muertes tempranas”. La generaciรณn de los herederos del infortunio, que alarga la novela excesivamente, aquรญ no estรก, pero sรญ estรก, y se agradece, la extrema juventud de los actores, todos adolescentes, como los pinta Brontรซ (ni Oberon ni Olivier, y mucho menos la Irasema Diliรกn y el Jorge Mistral de Buรฑuel estaban entonces en sus “salad days”).
Es justo seรฑalar, sin embargo, que de la agobiante caligrafรญa con la que Arnold se esmera en reflejar el universo de los insectos, las aves, tanto rapaces como enjauladas, los rostros mojados por la lluvia, las manos restregadas y los cabellos alborotados, los pรกramos verdes o nevados, sobresalen dos momentos de poderosa intensidad: el lamido de la lengua de Catherine a la espalda azotada de Heathcliff, siendo ambos niรฑos todavรญa, y el beso en primerรญsimo plano de Isabella y Heathcliff adulto, que acaba en la mordedura y la sangre. En esas dos breves secuencias se trasmite el arrebato sin ley del deseo, la ampulosa necesidad del gesto romรกntico y los ardores de un infierno matrimonial que parece sacado de un drama de Strindberg. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
mรกs reciente es 'El tercer siglo. 20 aรฑos de
cine contemporรกneo' (Cรกtedra, 2021).