Para H.P. Lovecraft, en sus “Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos”, el tiempo es el elemento “más profundo, dramático y terrible del universo”. Y el conflicto con el tiempo, “el tema más poderoso y prolífico de toda la expresión humana”, la bronca que le da al hombre tener fecha de caducidad. Puede que ése sea el motivo por el que, en éste y en otro ensayo sobre su biografía literaria (“Algunas notas sobre algo que no existe”), uno de los escritores icónicos del género de horror no menciona la palabra “muerte” ni una sola vez.
El merodeo nominal de Lovecraft es irrelevante –y no. Ateo y materialista, siempre manifestó su admiración por los relatos góticos de Poe. Lovecraft heredó de él la noción de la muerte como fuente de nostalgia y éxtasis, a la vez que fue uno de los primeros en convertir el desafío a la leyes científicas en el tema que el siglo XX aportaría a la mitología de horror.
Casi un siglo después, el cine de horror aún intenta conciliar las visiones de un cisma más aparente que real. Por un lado, actualiza y explota el tema de prometeos modernos y sus engendros fuera de control. Por otro, intuye que el alma del género es más luminosa que oscura, y se parece al anhelo que confesaba Lovecraft (con todo y su cuidado de no sonar espiritual). Si un autor de relatos de horror busca atravesar en su obra la línea de lo natural, su espectador espera cruzar, sin riesgos y con boleto de vuelta, lo que todos imaginamos como el último umbral.
De los directores contemporáneos de cine de horror, quizá Guillermo del Toro es quien de forma más consistente ha apelado a los sentimientos de melancolía que acompañan a la conciencia de la mortalidad, y planteado el choque de dimensiones (temporales, espaciales) como el fenómeno que vuelve a la muerte un ámbito de reencuentro y paz. Esta tesis que, como director, había ensayado en Cronos, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno, se extiende a la película El orfanato, ópera prima del director español Juan Antonio Bayona, y que presume a Del Toro como su aval, productor y efectivísimo promotor. El orfanato se proyectó en el pasado Festival de Cannes, y, desde su estreno en España a principios de octubre, se ha convertido en la película más taquillera del año en ese país. Ya logró distribución en otros cuarenta países, y en México será estrenada el próximo 25 de enero.
Desde sus primeras secuencias, El orfanato se presenta a sí misma como la película quintaesencial del género, en su veta más romántica y menos emparentada con la ciencia ficción. Una heredera de la tradición gótica, aún ajena a las angustias que luego se derivarían de haber descifrado las leyes del mundo físico. Y, sin embargo, su meollo es el tiempo, y la impotencia que nos provoca entenderlo como lineal; el carcelero por excelencia de lo que Lovecraft llamaba la morada-prisión de lo conocido y lo real.
Primero, la casona vieja. Una presencia que desde la primera toma se entiende como personaje y no como locación. En esa primera secuencia ya van apareciendo otros códigos de lo siniestro: niños y niñas que poco a poco van apareciendo a cuadro, al ritmo de un juego que consiste en acercarse a un árbol mientras una niña, de espaldas al resto, canturrea una frasecita.
Por sus ropas intuimos que son niños de una época previa; por el título y la casa detrás, que se trata de un grupo de huérfanos, y, por sus siluetas oscuras –los vemos a contraluz–, que su rol en la película corresponde a otra realidad.
La siguiente secuencia se ubica en el tiempo presente. Tiene como protagonistas a una pareja que ronda los cuarenta, Laura y Carlos, y al hijo adoptivo de ambos, Simón, ahora inquilinos de la imponente casa. Laura (Belén Rueda) era una de las niñas que habitaron el orfanato; ha vuelto con planes de convertirla en un hogar para niños discapacitados.
El niño Simón (Roger Príncep) tiene particularidades que, se verá en la película, se vinculan entre sí: es portador del virus del sida, y tiene amigos imaginarios por aquí y por allá. A Laura la inquietan mucho las visiones de su hijo. Poco a poco el relato adopta el punto de vista de la mujer, y el espectador va perdiendo parámetros de omnisciencia y objetividad. Es el recurso de Una vuelta de tuerca que Alejandro Amenábar actualizó en Los otros, la película española más vista en la historia de ese país. (El orfanato, en menos de tres meses, ya ocupó el segundo lugar.) Una vez creada la atmósfera y establecido el punto de vista, ocurre el incidente que detona la verdadera acción: en medio de una fiesta de niños enmascarados, Simón desaparece de pronto para no volver.
Lo que sigue (todavía mucho) se reserva para el espectador. Basta decir que es fiel al principio de narrar el viaje psicológico o real –da lo mismo– de una mujer que se resiste a perder a su hijo, que incluye la confrontación entre cientificismo y espiritualidad (raciocinio y emoción que se excluyen, la escisión literaria de Lovecraft), que en estas escenas participa Geraldine Chaplin (y trae con ella el recuerdo de Cría cuervos, otra película sobre padres e hijos en distinta dimensión) y que las últimas escenas evocan a El laberinto del fauno y a otras películas que no se abstienen de mostrar imágenes de muerte infantil.
Cuando Laura, en su desesperación, decide violentar las leyes del mundo físico, El orfanato deja de ser una película convencional de fantasmas y se convierte en una exploración de los motivos por los que un ser humano puede encontrar placer –incluso consuelo– en el roce con lo sobrenatural, aunque sea a través de un relato de ficción. Si se piensa que la experiencia de Laura puede ser una mentira que ella misma se cuenta para paliar el dolor, este principio vale lo mismo para autor, personaje y espectador.
En su ensayo “Lo que significa temblar”, del libro La infancia recuperada sobre sus lecturas iniciáticas, Fernando Savater afirma que la naturalidad de la muerte es lo único a lo que la especie humana se resiste a considerar natural. Agradecemos de la literatura de horror, dice el filósofo, la posibilidad de considerar a la muerte como algo “abiertamente sobrenatural”, y que nos permite incubar la esperanza de librarnos de ella. Es la tesis de El orfanato, con la variante de que su protagonista elige quedarse en la muerte dada la opción de escapar. Son, al final, caras de una misma moneda. Se violan las leyes del tiempo y se cruza el umbral del miedo toda vez que la llamada vida ha dejado de significar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.