El cine de los ochenta: Full Metal Jacket

Hugo Hernández habla de Full Metal Jacket, la mejor película sobre la guerra de Vietnam y la penúltima cinta del gran Stanley Kubrick. 
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Cuando Stanley Kubrick leyó en la revista literaria Kirkus Reviews  una reseña sobre el libro The Short-Timers de Gustav Hasford –publicada en noviembre de 1978– la guerra de Vietnam tenía más de tres años de haber terminado; cuando estrenó Full Metal Jacket (que se inspira en el libro citado), nueve años después, las películas sobre Vietnam conformaban casi un subgénero: con mayor o menor éxito y repercusión, habían desfilado por las pantallas del mundo, entre otras, Deer Hunter de Michael Cimino, Apocalypse Now de Francis Ford Coppola y Platoon de Oliver Stone. Kubrick, que las vio todas, pensaba que “Coppola estuvo limitado por el hecho de que no tenía nada que pudiera parecerse a una historia. Entonces, debía arreglárselas de tal forma que cada escena fuera más espectacular que la anterior, hasta que llega al absurdo. La última escena es tan irreal, y únicamente espectacular, que se diría que es una versión –muy mejorada– de King Kong”. Cuenta Michel Chion en el libro que le dedica a Kubrick, que “de acuerdo a algunos testimonios Kubrick en privado era menos ponderado: estaba francamente furioso contra la película de Coppola y su discurso operístico y literario sobre la guerra, su dramatización (aun si Coppola declara haber querido hacer una película a partir de y no sobre Vietnam)”. De Platoon dijo: “Es la primera película de guerra en la que realmente crees lo que sucede; quizás no sea la primera, pero ciertamente es una de las mejores”. En otro momento afirmó que funciona “al menos parcialmente por los detalles justos y realistas que ahí se encuentran, por el hecho de que está bien actuada, muy bien. Sólo le falta cierta realidad, cierto contenido”. De Deer Hunter comentaba: “Tenía un argumento que no siempre era creíble. Me pregunto cómo un muchacho puede ganarse la vida jugando a la ruleta rusa, mientras yo sé que se trataba de una metáfora poética”. Full Metal Jacket fue comparada con todas ellas, pero su forma y su propuesta son singulares. Entre otras cosas, porque ofrece un argumento que no apuesta por el espectáculo, busca ser realista y es verosímil más allá de las metáforas. Pero su mayor fortaleza es la congruencia.

 

            Kubrick había registrado, de una u otra forma, la vida militar y la guerra en Fear and Desire, Paths of Glory, Spartacus, Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb y Barry Lyndon. En todas ellas apostaba por seguir de cerca al protagonista o los protagonistas –sin que necesariamente presentara una perspectiva tan definida como la de A Clockwork Orange, por ejemplo. Pero en Full Metal Jacket es constante la distancia que toma con respecto a los personajes que aparecen y las circunstancias que viven. Distancia en el relato (en la estructura) y distancia gráfica (en la distancia de los planos y el uso de ópticas). La cinta se orquesta en tres partes que no siguen una progresión dramática convencional –la que se sustenta por lo general en un personaje que tiene un objetivo definido y que encara  un conflicto que ha de resolver–:  la primera, que es casi una película en sí misma, se inaugura con el corte de pelo de los futuros reclutas, continúa con el entrenamiento en Parris Island que les receta el sargento Hartman (Lee Ermey, quien efectivamente fue instructor militar) y concluye luego de ocho semanas (y el asesinato de Hartman y el suicidio de su asesino, Pyle); la segunda se ubica en Vietnam y sigue las vicisitudes periodísticas de Joker (Matthew Modine), un primer enfrentamiento bélico con un comando enemigo en la base Da Nang y una serie de entrevistas a los soldados; la última sigue una misión en Hué, en la que intervienen Joker y Cowboy (Arliss Howard), cuyo escuadrón es puesto en jaque por un francotirador. A la distancia también contribuye de forma importante el esbozo de los personajes: de entrada hay un personaje principal (el instructor) y una masa más o menos indiferenciada de personajes secundarios, los reclutas (que se uniforman antes de ponerse el uniforme mediante el corte de pelo que ofrece la primera secuencia). Es cierto que luego escuchamos ocasionalmente en off –cinco veces, para ser exactos– y vemos con mayor frecuencia a Joker, pero están ausentes las estrategias que normalmente se utilizan para generar cierta identificación con él: es ambivalente en su facha –lleva un casco con la consigna “Nacido para matar” y en su chaleco el emblema de la paz– y en su discurso –cuando es cuestionado por los signos contradictorios que porta, alude de manera poco convincente a Jung y la dualidad humana–, desafía de forma burlona lo mismo al jefe del periódico militar en el que labora que a Animal Mother (Adam Baldwin), que es una bestia mortífera. Un personaje tan poco definido, del que ignoramos prácticamente todo, representa un obstáculo entre la cinta y el espectador. A ello contribuye, también de forma significativa, la forma: la lejanía de la cámara –que pocas veces capta planos medios o primeros planos– y el uso de lentes de distancia focal corta     –que tienen buena profundidad de campo y registran con nitidez los fondos, aun en los planos cerrados. A ello habría que sumarle la ambivalencia presente en las canciones elegidas –no en el score, que no se ofrece contrapunto alguno a los pasajes que acompaña–, en particular la primera (Hello Vietnam, interpretada por Johnny Wright), cuya alegría y vivacidad contrastan con los cortes de pelo.

 

            Este dispositivo es pertinente para hacer patente la impresión que Kubrick tuvo al leer la novela de Hasford, que “no ofrecía ninguna solución moral ni política fácil; no estaba ni a favor ni en contra de la guerra”. Esta actitud, frente a la guerra y la vida, que encarnan los personajes, es uno de los asuntos que más desconcierto genera. Aquí, para ellos, no hay espacio para los ideales, ni una causa definida y defendible, sólo el imperio de las pulsiones elementales, presentes en el paralelo que se hace entre el arma y el miembro viril –“metáfora” que ya estaba presente, si bien en mayor proporción, en Dr. Strangelove y el enorme misil que monta cual vaquero el mayor “King” Kong.  “Si me van a volar los huevos por una palabra” dice Animal Mother en algún momento, “mi palabra es ‘poontang’ (coño)”. (Venido a ver, Chaqueta metálica, título que recibió en España, es un título adecuado.) Este mundo de machos encuentra un contraste en el único personaje femenino de la película. Si bien es cierto que aparecen tres mujeres, todas vietnamitas, las dos primeras son prostitutas que ofrecen pretextos pertinentes para la autocelebración del poder –militar, sexual–, de los soldados norteamericanos. La tercera es el francotirador que pone en aprietos al escuadrón de Joker y Cowboy. Ella es el único enemigo con rostro y, como ellos, es casi una niña. Luego de ser herida pide que la maten, lo que presenta tal vez el único dilema moral de la cinta: al tomar una determinación, Joker puede tener por fin la cara de guerra (título con el que la cinta circuló en México) que le demandaba el instructor al principio, la cara de la muerte, para la que fue entrenado.

 

            Full Metal Jacket, que ha dado cuenta de un crecimiento (Kubrick hace hincapié en el promedio de edad de los soldados que hicieron la guerra en Vietnam: 19 años), cierra con mucho desencanto y pocas certezas (para los soldados, mantenerse vivo da un sentido a la guerra, como revela la frase de despedida que Animal Mother dedica a dos compañeros difuntos: “mejor ustedes que yo”). Estos jóvenes tienen miedo y dudan, como Cowboy cuando tiene que tomar decisiones sobre el terreno, con todo y que ya tiene cierta experiencia en la acción de la guerra; y crecen matando, como deja ver la consigna de Joker al final, cuando ha pasado el rito de iniciación y ya es un hombre que confiesa no tener miedo mientras camina cobijado por el grupo, que canta… la canción del club de Mickey Mouse (cuya efigie aparece antes, en la redacción del periódico militar), para sugerir, como dice Kubrick, “la idea de que poco tiempo antes esos chicos cantaban lo mismo ante el televisor”.

 

            Kubrick concibe una película que resulta incómoda –lejos, por ejemplo del gozoso cinismo de A Clockworck Orange y Dr. Strangelove–, que no ofrece conclusiones tranquilizadoras ni un drama “de película”. El desencanto final es una consecuencia congruente: habría sido una irresponsabilidad de Kubrick dejar ir al espectador, que atestigua cómo se obtiene una cara de guerra, con una sonrisa en la cara, como sucede con muchas películas bélicas. Y Kubrick fue misántropo y pesimista, pero no irresponsable.

 

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