En Rotten Tomatoes, Terminator: Génesis arrastra un porcentaje de 26%. En Metacritic la cosa mejora pero no mucho: 38 de metascore, «reseñas generalmente desfavorables». Eso genera algunas expectativas, pero vayamos más allá del algoritmo. La película tiene al menos un gran acierto: Arnold Schwarzenegger como el T-800. Es bien sabido que las capacidades actorales de Schwarzenegger no son muy amplias; un vistazo a películas como El vengador del futuro lo deja más que claro. Con todo, el T-800 (y, acaso, Conan) es el papel que mejor le quedó a su imponente físico y permanente cara de póker. El desarrollo de su personaje en Terminator 2, donde de salvaje guarura pasaba a amoroso cuasi padre, permitía ver que en su CPU y el cableado de su cuerpo se alojaba una incipiente humanidad. Ese rasgo de su personaje es aquí llevado a sus últimas consecuencias: en una línea temporal alterna, el T-800 salvó a Sarah Connor de otro Terminator enviado a matarla cuando ella tenía siete años. En esa línea, que es la de Génesis, el T-800 crió y educó a Sarah: ella lo llama, cariñosamente, “Pops”. Al pasar más de veinte años en esa época, dado que está fabricado con piel y músculos orgánicos (cosa que sabemos desde la segunda película), envejeció. Este pretexto permite reinsertar a Arnold, ausente en la muy digna Terminator Salvation, como un Terminator con canas y arrugas, algo nunca visto en la saga: en Salvation se recurrió a un clon digital de Schwarzenegger; en T3: Rise of the Machines, a que todos nos hiciéramos weyes y fingiéramos que Arnold no lucía algo abotagado.
Pero las canas y las arrugas de Pops no son la mayor novedad de esta cinta; ese dudoso honor le corresponde a su inesperado sentido del humor. Las películas de la saga —con énfasis en la primera y en Salvation— tenían la justificada gravedad de una raza al borde de la extinción. Rara vez había sonrisas y creo que ni una sola vez solté una carcajada en alguna de las cuatro películas anteriores. Salvation incluso estaba imbuida con una —a mi gusto lograda— gravedad, en la que John Connor actuaba como una especie de Casandra, cargando con el peso de conocer el futuro. Su personaje pasa grandes porciones de la cinta escuchando una y otra vez los viejos cassettes que su madre, Sarah, grabó para él con información sobre el porvenir. Nada de malo con eso: ese era su tono y era adecuado. No obstante, ahora, en la quinta película de la serie, mantener la misma solemnidad sería raro. Por favor: ¡estamos en la enésima línea temporal de Terminator! Skynet ha mandado quién-sabe-cuántos robots al pasado, una y otra vez, cada uno más poderoso (y ridículo: pensemos en la Terminatrix de T3, cuya copa de brassiere aumentaba a voluntad). Elegir un tono cómico, ligeramente autoparódico, resultaba una ruta obvia. Y, no sin sorpresa, Schwarzenegger lo asume a la perfección: su rostro inexpresivo y ajado encuentra un destino natural en la autoparodia. Es él quien hace de la inverosimilitud de Génesis un espectáculo llevadero y hasta disfrutable; su personaje, que en T3 lucía próximo a ser descontinuado, agarra nuevos aires con esta encarnación. «Viejo, pero no obsoleto», dice más de una vez Pops, como si estuviera consciente de que para las audiencias jóvenes no es más que un cacharro de otro siglo.
Otro acierto: Jason Clarke, el John Connor de esta versión, por vez primera otorga al personaje el aura de líder carismático al que sus soldados siguen hasta la muerte. Los anteriores John Connor—desde el pequeño Edward Furlong en T2 hasta Christian Bale en Salvation— nomás no parecían líderes: o eran un adolescente rebelde o un treintón atormentado. Clarke, un actor efectivo que ya habíamos visto en Dawn of the Planet of the Apes el año pasado, le otorga a Connor la presencia que, idealmente, siempre debió tener. Una vez que el personaje —precaución, spoiler— se revela como villano, Clarke mantiene el aplomo y le agrega la megalomanía necesaria. El giro de mesías a enemigo máximo es tan ingenioso como la conversión del T-800 en aliado y protagonista.
El problema es que esas son apenas dos de las escasas virtudes que tiene Terminator Génesis. Hay, en cambio, otras cosas imperdonables, como el saqueo a la personalidad de Sarah Connor. La segunda película nos presentó a una mujer dura por derecho propio: una superviviente que, junto con Ripley de Alien, pavimentaría el camino para algunas (pocas) protagonistas femeninas independientes en blockbusters. Aquella Sarah Connor se transformaba en una guerrera porque la vida así se lo exigía. Nadie le enseñaba cómo hacerlo; la secuencia en la que se ejercita en la celda de un manicomio conserva intacto su poder hasta hoy. La Sarah Connor de Génesis —interpretada por Emilia Clarke, Daenerys en Game of Thrones— quizá tenga un rostro más famoso, pero es también más débil: su motor vital ya no es una supervivencia autónoma sino las enseñanzas de Pops, quien además la cela como a una hija pequeña. Hay un momento de lucidez inusual en que su personaje alcanza a cuestionar la maternidad del mesías John Connor, pero esta duda no pasa de eso: una mera duda. Lo que el T-800 gana en comedia tipo El padre de la novia lo pierde Sarah Connor en riquezas. De un plumazo, Génesis elimina de su universo narrativo a aquella Connor e inserta a esta otra, más convencional, menos subversiva.
Eso no es lo único que Génesis elimina de un plumazo. Un poco a la manera de X-Men: Days of Future Past, el objetivo de esta secuela es limpiar la línea narrativa y reiniciar la franquicia con nuevas entregas. Buscando eso, Génesis “borra” los sucesos de las cuatro películas anteriores. Y es aquí donde los seguidores más acérrimos de la serie han visto el nadir de la saga. ¿De qué sirvió todo lo anterior, si de cualquier forma Génesis lo anula? Peor aún: ¿de qué sirve reiniciar la saga si lo hace una película poco satisfactoria, una película que, además, luce exactamente igual a cualquier película de acción genérica, que parece como si no la hubiera filmado una persona sino un software, programado para narrar de la manera más convencional posible?
Yo diría que tienen razón: no sirve de mucho. Génesis es enredada al punto de lo absurdo; su afán por asombrar la despeña en la franca babosada —hay imanes gigantes, paradojas imposibles, la aparición de un Skynet encarnado en un holograma con forma de niño, un extraño miedo neoludita: los smartphones acabarán con la civilización (es en serio)—. Esto la emparenta, al menos conceptualmente, con Jurassic World. Consideremos la idea. Ambas son entregas de sagas que parecían ya superadas (Génesis es la quinta, seis años después de la última, Jurassic World, la cuarta, catorce años después de Jurassic Park 3); las dos recurren a la conversión de un antiguo villano en aliado (Jurassic World con los velocirraptores y el tiranosaurio, Génesis con el T-800, aunque la idea es tan vieja como Godzilla) y, también, a la invención de un nuevo enemigo, una creación mutante, anómala e invencible: allá es el Indominus Rex; acá, el John Connor androide. Ambas películas buscan sorprender al espectador ya aburrido —pienso en una línea extrañamente autoconsciente de Jurassic World que reza «Un parque de diversiones necesita renovarse con nuevas atracciones cada tres o cuatro años; la gente quiere ver cosas más grandes, más dientes»— y ambas tropiezan con sus propias y aparatosas invenciones. Junto a Poltergeist—y aunada a la noticia de las 142 secuelas que Hollywood tiene actualmente en preparación—, la baja recaudación de Génesis y Fury Road y las críticas tibias a casi todos los blockbusters de este verano, tal vez se vislumbra un viraje paulatino en las políticas de los estudios y, quizá, solo quizá, el principio del fin de la secuelitis. Si no, siempre nos quedará la ironía: es probable que Génesis sea la última película de la franquicia.
Pese a todo esto, Génesis me pareció divertida en más de un momento. Reí con Pops y deseé saber sobre su envejecimiento; qué pasa con él en los treinta años en que tiene que arreglárselas solo. Arnold Schwarzenegger me hizo la película llevadera a un punto que no creí posible, y quizá sea cosa de nostalgia: ese robot inexpresivo es el mismo de mi infancia, nomás que ya aprendió a encariñarse, a querer, a intentar sonreír. Quizá sea porque en él se hallan ecos de Pinocho, del Hombre de hojalata, de David de Inteligencia Artificial: robots inverosímiles de mi infancia y temprana adolescencia que encuentran la humanidad en esa inverosimilitud —a diferencia de la impasible Eva de Ex Machina, una película superior en todos los sentidos a Génesis. Tal vez Pops y su comedia de lo incómodovalgan la entrada al cine por sí mismos, o tal vez me estoy ablandando. «Viejo, pero no obsoleto» será mi lema. ~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.