La 19ª Gira de Documentales Ambulante 2024 inició el fin de semana pasado en la Ciudad de México y continuará por varias ciudades de la república en los próximos días. Como suele suceder con la programación de este festival itinerante –y, de alguna forma, permanente, pues suele haber funciones en otras sedes el resto del año–, el cine documental exhibido a lo largo de estas semanas explora los más vastos territorios temáticos y formales.
Uno puede ver media docena de cortometrajes acerca de los desechos, simbólicos y materiales, que forman parte de la vida cotidiana en la Ciudad de México (sección Coordenadas CDMX); otra media docena de largometrajes que exploran el pasado y presente desde distintas culturas y perspectivas (Intersecciones); una decena de filmes, largos y cortos, sobre la realidad nacional (Pulsos); media docena de cintas político-militantes (Resistencias); un trío de notables largometrajes musicales (Sonidero) o la emblemática sección infantil llamada Ambulantito. Por si fuera poco, hay varias secciones retrospectivas: el Retrovisor de este año, dedicado al cine comunitario pionero en México; la sección Injerto, centrada en el cine hecho por extranjeros sobre nuestro país; y, finalmente, un merecido homenaje a la cineasta estadounidense Lynne Sachs a través de una vasta retrospectiva de su obra. En resumen, estamos ante 70 películas de distintas duraciones, provenientes de diferentes países, realizadas desde perspectivas que, por más disímbolas que puedan parecer, nos ofrecen miradas complementarias.
Este es el caso de dos de los mejores filmes programados en Ambulante en este año que, desde distintas aproximaciones, nos presentan una visión similar sobre los usos y abusos desde el poder. Me refiero a Soundtrack to a coup d’Etat (Francia-Bélgica, 2024), el más reciente largometraje del veterano y multipremiado documentalista belga Johan Grimonprez, exhibido en la sección Sonidero; y Huellas (Chile-Francia, 2023), documental dirigido por la aún más veterana cineasta Valeria Sarmiento, colaboradora de cabecera y, además, viuda del gran Raúl Ruiz, filme exhibido en la sección Resistencias.
Presentado en la pasada Viennale 2023, Huellas es un acercamiento novedoso a los traumáticos años de la dictadura militar chilena. Aunque al inicio la voz en off de la propia cineasta, quien se fue al exilio parisino en los años 70, nos remite a ciertas insuperables obras documentales sobre la barbarie y el genocidio –Shoah (1985) de Claude Lanzmann y algunas cintas de Patricio Guzmán, como Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019)–, poco a poco va quedando claro que Sarmiento se dirige, en su largometraje de apenas 63 minutos de duración, hacia otros territorios no tan explorados. La docena de cabezas parlantes que aparecen a lo largo del documental –sobrevivientes de la persecución y las torturas, así como filósofos, poetas, activistas, forenses, genetistas y semiólogos– no solo rescatan, comentan o expanden sus recuerdos –los suyos o los de otros que les han terminado por pertenecer– sino reflexionan sobre el sentido mismo del trauma.
Las huellas del título no se refieren solamente a las memorias que permanecen en la mente de algunos de los perseguidos, quienes decidieron no olvidar por lo que pasaron por un imperativo ético (“Voy a dejar testimonio de esto”, se dijo a sí mismo Miguel Lawner al estar viviendo y sobreviviendo en el campo de concentración de la Isla de Dawson), sino que esas huellas se refieren también a los restos traumáticos que surgen entre los hijos de los que sobrevivieron que, se supone, no deberían tener recuerdos reales de la experiencia de sus padres perseguidos, sea porque eran muy pequeños o, incluso, porque no habían nacido, como la mujer que se encontraba en el útero de su madre cuando esta era torturada.
Sin embargo, las huellas de esos crímenes nunca se terminan de borrar, sea porque la postmemoria colectiva remite a esos traumas heredados, incluso genéticamente, sea porque aún medio siglo después del golpe de estado chileno, hay huesos que no tienen descanso, cuerpos que nunca fueron reconocidos, ansiedades que no se desvanecen, pesadillas que regresan y se transmiten porque hay dolores que no se pueden (¿no se deben?) aliviar.
Soundtrack to a coup d’Etat explora, en una extensión de tiempo mucho mayor que el filme de Sarmiento, a lo largo de dos hora y media, otro escenario de golpe de Estado, también apoyado y empujado desde la Casa Blanca, unos años antes del ataque al Palacio de la Moneda en septiembre de 1973. Me refiero al golpe propiciado por la CIA en la República Democrática del Congo a partir de que el líder anticolonialista Patricio Lumumba ocupó efímeramente el cargo de primer ministro de su país, entre junio y septiembre de 1960.
Presentado en Sundance 2024, en donde ganó el premio especial del jurado debido a su “innovación cinematográfica”, Soundtrack to a coup d’Etat narra esa vieja historia más o menos conocida, pero a partir de otro tipo de evidencias, de otro tipo de “huellas”, para regresar al filme de la señora Sarmiento. Como el título lo dice, el golpe de Estado en la República del Congo no solo contó con los instrumentos tradicionales que se suelen usar en este tipo de operaciones políticas dizque “encubiertas” –el apoyo a los opositores del régimen, la compra de los fieles vía grandes cantidades de dinero, el abastecimiento de armas de los futuros “rebeldes”– sino, también, por un medio mucho más insidioso: el soft power cultural y, para ser más específico, el poder de la música, del jazz y del blues, y de sus grandes intérpretes, como Dizzy Gillespie, Thelonius Monk, Nina Simone, Ella Fitzgerald o el mismísimo Louis Armstrong, nombrado por el Departamento de Estado gringo como plenipotenciario “embajador del jazz” y cuyas visitas musicales al Congo servían para sacar uranio y meter armas. Aun cuando Satchmo se dio cuenta de que estaba siendo utilizado para minar el régimen de Lumumba, y amenazó no solo con denunciar el engaño sino, incluso, con renunciar a su ciudadanía estadounidense, lo cierto es que la operación ya estaba en marcha desde hace mucho tiempo atrás, sin que el trompetista lo supiera.
El guion escrito por el propio cineasta Grimonprez enlaza los hechos históricos y políticos que rodearon el esperanzador encumbramiento y el súbito derrumbe del régimen progresista de Lumumba, al lado de la popularización de la música afroamericana, de sus compositores e intérpretes que, sin ser conscientes de ello, fueron usados por la CIA y el gobierno estadounidense como parte de una estrategia de penetración cultural, especialmente en África y sobre todo en el Congo, debido a los enormes yacimientos de uranio del país, elemento fundamental en plena Guerra Fría. De esta manera, el montajista Rik Chaubet alterna las voces y las presencias de esos grandes artistas (digamos, Armstrong con su “Black & blue” o su “I’m confessing”) con el puntilloso recuento del escenario político global de esa época –el nacimiento del movimiento de los No alienados–, con las particularidades históricas del Congo y la carrera ascendente de Lumumba, y todo lo anterior con los testimonios frente a cámara de antiguos operadores, espías y mercenarios occidentales que narran con toda honestidad (¿o desfachatez?) lo que hicieron para derrocar un régimen que les estorbaba a sus jefes en los pasillos del poder, en los palacios de gobierno, en los salones de los grandes negocios.
Es una historia tan deprimente como indignante –el asesinato de Lumumba decidido por el propio presidente Eisenhower como un mal necesario por las presiones geopolíticas de la Guerra Fría–, que se vuelve un poco más soportable al ser acompañada por esa música, por esas canciones, por esos intérpretes, cómplices inadvertidos de un golpe de Estado a ritmo de blues y de jazz. Acaso el documental del año. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.