Caminos que se cruzan en Estambul

En "Caminos cruzados", su cuarto largometraje, el sueco Levan Akin mantiene una ruta desafiante y provocadora al narrar una historia de búsquedas, encuentros y autodescubrimiento.
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Ganador del prestigiado premio Teddy en Berlín 2024 (destinado a lo mejor del cine con temática LGBTQ+) y luego ganador del premio similar Maguey en el pasado Festival Internacional de Cine en Guadalajara, se ha estrenado comercialmente en nuestro país Caminos cruzados (Suecia-Dinamarca – Francia – Turquía – Georgia, 2024), cuarto largometraje del cineasta sueco de origen georgiano Levan Akin, que está programado para aparecer en la plataforma de streaming Mubi en un par de meses más.

Como en su película anterior, Al final bailamos (2019) –que estuvo en competencia en Cannes 2019 y ganó una veintena de premio en todo el mundo–, en Caminos cruzados Levan Akin sigue en la misma ruta desafiante y provocadora, por lo menos en el contexto cultural de Georgia, país de donde salieron sus padres cuando todavía era parte de la extinta Unión Soviética. Aunque Akin nació, creció y fue educado en Suecia, nunca se ha querido alejar de sus orígenes culturales, por más que Al final bailamos haya sido muy mal recibida en Georgia, donde multitudes azuzadas por la iglesia ortodoxa se manifestaron en los cines de varias ciudades, provocando la suspensión de algunas funciones y la prohibición de facto de la película.

Si la trama de Al final bailamos resultó ser indignante para la conservadora sociedad patriarcal de ese país –se trata de una enclosetada historia de amor de dos jóvenes bailarines que compiten por un puesto en el ballet de danza tradicional georgiana–, es de suponer que Caminos cruzados no ayudará demasiado a que Akin sea aceptado por las autoridades religiosas y políticas de Georgia, pues en esta ocasión el guion escrito por el propio cineasta está centrado en un tabú moral todavía mayor.

Estamos en las costas georgianas de Batumi, una de las ciudades en donde hubo protestas más ruidosas por el estreno de Al final bailamos, de hecho. La hosca profesora de historia jubilada Lia (Mzia Arabuli) llega a buscar a su sobrina trans Tekla que, se supone, había estado viviendo en alguna cabaña, ejerciendo la prostitución. Achi (Lucas Kankava), un jovencito sin oficio ni beneficio, le dice a Lia que Tekla se fue a vivir a Estambul y le asegura que él puede encontrarla. Mientras tanto, en la ruidosa y colorida Estambul, la abogada trans Evrim (Deniz Dumanli), que alguna vez también fue trabajadora sexual, se dedica a defender los derechos de la comunidad queer, al mismo tiempo que inicia una tentativa historia de amor con el amable taxista pirata Ömer (Ziya Sudancikmaz) y está pendiente –hasta donde esto es posible– del destino del insumergible chamaquito de la calle Izzet (Bunyamin Deger), quien tuvo ya algún encuentro con los deambulantes Lia y Achi.

“Estambul es una ciudad a la que se llega para desaparecer”, dice un personaje en algún momento del filme. Así que de entrada sabemos que la búsqueda doble de Lía y Achi –ella tratando de encontrar a su sobrina, él segundo buscando a su mamá que lo abandonó siendo un niño– no será nada sencilla. No se trata solamente de buscar un par de agujas en el enorme pajar en el que viven más de 15 millones de habitantes: el hecho es que es muy probable que la sobrina y la mamá desaparecidas se fueron de Georgia porque, precisamente, no quieren ser encontradas. ¿Qué mejor lugar para esconderse que los atestados cajones llenos de gatos de Estambul de Kedi(Torun, 2026), en donde en cada esquina suena alguna canción que parece provenir del formidable documental musical Crossing the bridge (Fatih Akin, 2005)?

La fluida y elegante cámara de Lisabi Fridell apenas si se da abasto para capturar los ires y venires de su cuarteto de personajes –la vieja maestra alcohólica, el aventurero joven desempleado, la correosa abogada trans, el ingenioso chamaquito de la calle– y sus constantes entrecruzamientos azarosos. Algo que resulta notable en la cinta es que, a pesar de las tres historias que avanzan de manera paralela, de la multitud de personajes secundarios que aparecen, y hasta del (in)oportuno inserto de alguna digresión narrativa –el coqueteo de Lia con un viejo inmigrante georgiano viviendo en Estambul–, la compacta edición del propio cineasta –en colaboración con Emma Lagrelius– no permite que perdamos el interés en ninguno de los hilos argumentales. Más ejemplar aún cuando nos damos cuenta que Caminos cruzados no llega a las dos horas de duración: una auténtica rareza toparse con una película de tanta riqueza visual y complejidad argumental desarrollada en tan poco tiempo.

El título original, Crossing, tiene que ver no solo con este puñado de vidas que se entrecruzan en ese emblemático puente cultural que es desde siempre la antigua Constantinopla. El sentido final es que esos personajes están cruzando también sus propias fronteras existenciales: están cambiando para ser alguien más. Es obvio en el caso de la abogada trans Evrim, pero también lo es en el transterrado Achi, que difícilmente volverá a las costas rocosas de Batumi y, sobre todo, en la dura y ruda Lia, que ha viajado a Estambul no tanto a reconciliarse con su sobrina sino a reconciliarse consigo misma. Nunca será demasiado tarde para abrazar a quien se quiere. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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