Todavía recuerdo ese día: vi El lugar más pequeño (2011), ópera prima de Tatiana Huezo, en el Festival de Guadalajara 2011, de donde, por cierto, para vergüenza infinita de aquel jurado, este notable documental se fue con las manos vacías. Digo que recuerdo bien ese día porque me di cuenta de inmediato que el filme de Huezo representaba un estilo radicalmente distinto en el panorama del cine documental mexicano: ese tipo de lirismo cinematográfico con el que se dio a conocer la cineasta no era muy común. Por ejemplo, a la arrobadora belleza pictórica digna de alguna cinta de Kenji Mizoguchi le seguía alguna escena naturalista-pastoral –el nacimiento de un becerrito– y a esta, después, alguna imagen tan poética como insólita: ¡ese patito refugiado de la lluvia!
Aquel documental, conformado por una serie ininterrumpida de testimonios de los sobrevivientes de la guerra civil salvadoreña, estaba construido de una manera delicadamente elusiva: las voces que recordaban las torturas, las muertes, la destrucción, no estaban habitadas por ninguna cabeza parlante. Escuchamos las voces en off, claro, pero lo que vemos es otra cosa: las personas trabajando en el campo, descansando en su casa, leyendo algo, caminando en un sendero, rodeadas de los inabarcables sonidos de la naturaleza.
En su segundo largometraje documental, Tempestad (2016), Huezo reafirmó su estilo cinematográfico al presentarnos un desconsolado travelogue por el infierno de inseguridad y violencia en el que (sobre)vivimos, usando nuevamente la voz narrativa/reflexiva de sus protagonistas –en este caso, dos mujeres que sufrieron en carne propia la injusticia nuestra de cada día– y, como en El lugar más pequeño, acompañándola de una serie de absorbentes imágenes poéticas que reafirman y contrastan los horrores y dolores que escuchamos.
Huezo ha creado un estilo tan identificable que ha tenido un inevitable eco en el cine documental mexicano de la última década, como puede atestiguarse con la aparición de otros filmes que han querido apropiarse ¿(in)voluntariamente? de ese mismo elusivo impulso poético de la cineasta. Pero no hay competencia posible ante la fuente original, como puede verse con El eco (México-Alemania, 2023), cuarto largometraje de Huezo, ganador en Berlín 2023 –mejor dirección en la sección Encounters y mejor documental–, en Chicago 2023 –mejor documental–, en Jerusalén 2023 –mejor documental experimental– y, apenas el pasado fin de semana, en Morelia 2023 y por partida doble: premio del público y mejor documental.
En esta ocasión, Huezo, al lado de su fotógrafo de cabecera Ernesto Pardo, ha depurado aún más su inconfundible puesta en imágenes, mientras que nos presenta una ligera variación estilístico-narrativa. Y es que ahora no hay testimonios en off de ninguna especie: lo que vemos es la vida cotidiana de tres familias que viven en el pequeño poblado del título, El eco, en la sierra de Puebla. El lirismo de Huezo y Pardo sigue ahí, en esas tomas abiertas con unas tormentosas nubes grisáceas al fondo que serían la envidia de Gabriel Figueroa, en esos calculados encuadres en interiores cuando los contrastes de luces y sombras naturales capturan los rostros de nuestras protagonistas (la adolescente Monse, la más pequeña Luzma y la aún más chica Sarahí), en esos momentos aparentemente espontáneos en los que la cámara de Pardo nos regala un momento único, como el de aquel patito empapado de El lugar más pequeño, que aquí es el de un perro que se asoma por una cortina para ver la clase que una de las niñas, la muy articulada Sarahí, le está dando a sus muñecas y a sus peluches.
Las tres mujeres protagonistas viven con sus respectivas familias en El eco. Nada les falta, pero tampoco nada les sobra, especialmente responsabilidades y trabajo que, como dice uno de los adultos en un momento clave, hay que hacer con amor para poder hacerlo bien. Monse tiene la responsabilidad de navegar a su abuela –¿o será bisabuela?–, es decir, cuidarla, darle de comer, platicar con ella, bañarla. Hay que tratarla “como un bebé”, le instruye a Monse su mamá, fuera del encuadre. Luzma, por su parte, tiene que ayudarle a su también muy ocupada mamá a cuidar a los animales que tienen, especialmente a los borregos que, de repente, pueden perderse o estar a punto de morir ahogados. Sarahí, la más chiquita, no tiene tantas responsabilidades en su casa, pero sí en la escuela: es una de las tutoras de sus compañeritos más pequeños en el salón de clases multigrado al que asiste, así que siempre está preparando su clase con todo cuidado.
Las tres niñas viven en un México profundo que sigue siendo patriarcal pero que, al mismo tiempo, les brinda a ellas otras posibilidades de vida. Además de cuidar a su abuela, Monse monta a su briosa yegua a pelo y sueña con irse de ese lugar, acaso para enlistarse en el ejército y formar parte del Heroico Colegio Militar, sin asomo de tremendismo alguno. Luzma empieza a entender el rol que se espera de ella en cuanto sea más grande –su papá le dice al hermanito de Luzma que no levante el plato de la mesa, que eso lo hacen las mujeres–, pero también atestigua cómo su luchona mamá se rebela y le pide más “presencia” al marido, que siempre está chambeando lejos de casa. Finalmente, Sarahí recibe consejos de su hermana mayor, que trabaja en algún lugar lejos del pueblo, sobre el día en el que ella se convierta en mujer, porque a partir de ese momento debe cuidarse, sin que le aclare por qué o de qué.
Las vidas de Monse, Luzma y Sarahí están empezando, pero frente a ellas están los ecos de las vidas de sus mayores, de sus madres, de sus abuelas. De ese temprano matrimonio casi infantil a los 14 años de edad, de esa inclinación al canto al que tuvo que renunciar la abuelita en algún momento para criar una familia, de ese autoritarismo materno inapelable al prohibirle participar en una carrera sin más razón que tener siempre la razón (“me respetas porque soy tu madre”). La forma en la que Huezo y su coeditora Lucrecia Gutiérrez van enlazando estas vidas en desarrollo es magistral, no solo porque nos presenta de manera transparente y concisa las piezas narrativas necesarias para entender la historia real que estamos viendo, sino porque a través de este montaje visual y sonoro, la cineasta apuntala aún más su propuesta poética.
De esta manera, por ejemplo, el evocativo diseño de sonido de Lena Esquenazi se escucha antes de que veamos la primera imagen –cuando Luzma, su hermanito, su mamá y el perro rescatan a un borrego encharcado– y alude a la muerte como un elemento tan natural como lo es el viento que mece los árboles, al que le sigue, en corte directo, la dolida procesión de un velorio. Estamos, acaso, ante la pieza más claramente animista en la obra de Huezo, en la que la lluvia, el viento y los rayos del Sol no son meras expresiones de la naturaleza sino protagonistas fundamentales del filme. Tal como lo son las tres niñas. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.