El instinto de Elizabeth Taylor

Las entrevistas inéditas reunidas en el documental Elizabeth Taylor: Las cintas perdidas no dejan cajón sin revolver: la actriz repasa su vida privada y profesional, sus talentos para la negociación y la manera en embrujaba la pantalla.
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“Francamente, dudo que esté calificado para llegar a una evaluación sensata de Miss Elizabeth Taylor”. Este es el memorable íncipit con el que el santo patrono de la crítica de cine clásica, James Agee (1909-1955), inició su famosa reseña de Fuego de juventud (Brown, 1944), publicada el 23 de diciembre de 1944.

¿Por qué Agee advirtió que no se creía capaz de juzgar adecuadamente el trabajo de una actriz infantil de 12 años de edad? En la siguiente oración del texto lo confiesa, no sin aceptar su vergüenza frente a los lectores de The Nation: “Desde que vi a esta niña por primera vez, hace dos o tres años, en no sé qué papel secundario y en qué película, me he sentido ahogado por el tipo de adoración que podría haber sentido por ella si ambos estuviéramos en el mismo salón de la escuela primaria”. En todo caso, dice el crítico y futuro coguionista de La reina africana (Huston, 1955), intentará como pueda escribir de ella y, al estilo del mejor Agee –siempre después del más grande elogio solía venir un fuerte sopapo–, empieza afirmando, con cruel displicencia: “No diría que ella tiene un talento especial como actriz”.

El texto completo, por cierto, se puede leer en la invaluable antología Agee on film (Modern Library: The Movies, 2000), editada –¡sorpresa!– por Martin Scorsese, mientras que el sentido mismo de la crítica se puede contrastar con las palabras de la propia actriz, Elizabeth Taylor (1932-2011), a quien podemos escuchar hablar, largo y tendido, entre risas, murmullos, evasiones, silencios incómodos y hasta vestigios de hartazgo (“¿Ya está apagada la máquina?”) en el documental Elizabeth Taylor: Las cintas perdidas (E.U., 2024), sexto largometraje de la multipremiada especialista Nanette Burstein, disponible desde hace unos días en Max.

No es que Taylor se refiera en algún momento a Agee: en lo absoluto. Pero queda claro que, en su momento, leyó, si no a él, sí a otros muchos críticos que escribieron juicios similares, especialmente desde que ella apareció en su primer papel, en La cadena invisible (Wilcox, 1943) –seguramente la película que no recuerda Agee–, al lado del también actor infantil Roddy McDowall y, por supuesto, de la perra Lassie. “Es bellísima”, “tiene un rostro impresionante”, “nomás sirve de adorno”, “es incapaz de actuar”, son los juicios que Taylor escuchó desde niña y que terminaron minando su seguridad, especialmente cuando empezó, ya de adulta, a aparecer al lado de intérpretes más o menos de su generación –James Dean, Rock Hudson, Montgomery Clift, Paul Newman– que tenían una preparación actoral más seria, sea porque provenían del teatro, sea porque habían pasado por las aulas del Actors Studio y por las manos de Elia Kazan.

Estas inseguridades las confiesa Taylor frente al periodista Richard Meryman (1926-2015), quien grabó una serie de entrevistas con ella a lo largo de varios años, empezando en 1964, las cuales habían permanecido inéditas hasta que fueron rescatadas por Nanette Burstein. Cuando Meryman convenció a la actriz de hablar y hablar y hablar, Taylor estaba en la cúspide de su fama, después de haber ganado el Oscar en 1961 por Una Venus en visón (Mann, 1960), película que, por cierto, ella dice que no solo aborrece, sino hasta se avergüenza de ella. Es cierto, acepta, desde hace tiempo deseaba ganar la susodicha estatuilla, ¡pero no por esa cinta!: “Me dieron el Oscar por mi traqueotomía”, dice resignada, después de relatar cómo estuvo a punto de morir de neumonía y cómo le salvaron la vida con una operación urgente que le dejó una muy visible cicatriz en el cuello.

La claridosa voz de Taylor es interrumpida, de vez en cuando, por los comentarios de su amigo de toda la vida Roddy McDowall –que, al parecer, estuvo presente en buena parte de las entrevistas– y por las insistentes preguntas de Meryman, un connotado escritor, periodista y editor (de la revista Life, nada menos) que no dejó cajón sin revolver en las conversaciones con la actriz, sea sobre su vida privada –sus seis esposos en sus siete matrimonios (dos con Richard Burton), sus escándalos tan conocidos y publicitados hasta en el diario de El Vaticano (con Eddie Fisher, con el mencionado Burton), su incapacidad para la soledad que la empujaba a aceptar al primer hombre que estuviera a su lado–, sea su vida profesional –por ejemplo, su ya señalada inseguridad como actriz juvenil, el descubrimiento de que podía estar a la altura de cualquiera en Ambiciones que matan (Stevens, 1951) al lado de Montgomery Clift (“me sentí actriz por primera vez”), su desarrollo como una intérprete “instintiva” que podía canalizar sus emociones para darle vida a cada papel (“Nunca tomé clases de actuación”)–, sean sus inesperados talentos para la negociación con los estudios (pidió un millón de dólares por la Cleopatra de Mankiewickz y Mamoulian de 1963 y se lo dieron) y, con el paso de los años, la manera en la que dominaba el escenario como toda gran estrella de cine suele hacerlo: embrujando la pantalla.

De hecho, gracias al eficaz e iluminador montaje de Tal Ben-David, vemos varias entrevistas consecutivas en las que Taylor y Burton aparecen juntos, contando la ocasión que se conocieron en el set de Cleopatra, él con una cruda horrenda después de varios días de juerga y ella imponente en su belleza que parecía de otro mundo. Al hacer la primera escena juntos, Burton asegura que no se sintió nada impresionado por el supuesto talento de la estrella; sin embargo, al día siguiente, al ver los rushes, se dio cuenta que estaba completamente equivocado. En pantalla grande, en primer plano, cuando los ojos violeta de la actriz ven al lente de la cámara (“No son violeta, son azules oscuros; eso del color violeta lo inventó un publicista”, interrumpe en algún momento la Taylor), resulta imposible parpadear, ya no se diga despegar la mirada. “Parece que no hace nada, que no actúa”, dice Burton, incrédulo. “Siempre han dicho lo mismo, querido, que no hago nada, que no actúo”, acota la Taylor una y otra vez, como cansada de repetir lo mismo.

En descargo del gran James Agee, el crítico no vivió lo suficiente para ver a Elizabeth Taylor como actriz adulta, en Gigante (Steven, 1956), Un gato sobre el tejado caliente(Brooks, 1958), De repente en el verano (Mankiewicz, 1959) y, por supuesto, ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (Nichols, 1966). Pero nosotros sí la podemos ver y constatar que Agee estaba errado. Ni modo: a veces, solo a veces, los críticos nos equivocamos. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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