Escena de la película "L’histoire de Souleymane".
Escena de "L’histoire de Souleymane". ©Unité

Jóvenes en Cannes

Hay vida en Cannes lejos de los estrenos esperados y las alfombras rojas: es un cine más modesto pero no menos valioso, como el que representan estas cintas.
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Escribo estas líneas cuando ha transcurrido la mitad del Festival de Cannes y buena parte de la competencia oficial ha sido presentada, con todo y las reacciones acostumbradas de nuestros sufridos colegas acreditados en la Côte d’Azur. Que si Francis Ford Coppola ha enloquecido y se ha gastado toda su fortuna en un auténtico petardo como Megalópolis (2024), lo mismo que se decía hace unas décadas, en el mismo lugar, aunque no con la misma gente, con respecto a Apocalipsis ahora (1979). Que si un autor encumbrado ha decepcionado con su más reciente película, como es el caso de Yorgos Lanthimos y su Kind of kindness (2024), con una desatada –para variar– Emma Stone. Que si otro autor de prestigio, Jacques Audiard, ha realizado la cinta divisiva del festival, En busca de Emilia Pérez (2024), pues mientras unos la califican como un auténtico adefesio con una estética de programa chafa de Telemundo, otros apuestan entusiasmados que podría ser la ganadora de la Palma de Oro. Ya veremos qué grupo de colegas tienen la razón.

En todo caso, como suele suceder en un festival de la talla de Cannes, hay otro tipo de cine, más modesto, pero no necesariamente menos valioso, que se programa en las varias secciones que corren paralelamente a la sección oficial. Sea en la Semana de la crítica, en la Quincena de los realizadores o en Una cierta mirada, es muy común encontrar piezas fílmicas interesantes que, sea por provenir de cineastas debutantes, sea por carecer de grandes estrellas en el reparto, no fueron “ascendidas” al Olimpo competitivo, por más que algunas de ellas sean mucho más logradas que algunas de la selección oficial.

Tómese el caso de Simón de la montaña (Argentina-Chile-Uruguay-México, 2024), ópera prima de Luis Federico, programada en la Semana de la crítica. El Simón del título (notable Lorenzo Ferro) es un muchacho de 21 años de edad que claramente tiene cierta neurodivergencia: mueve levemente la cabeza como si padeciera Parkinson, exhibe cierta lentitud al hablar, aunque presume que sabe hacer muchas cosas bien como, por ejemplo, tender su cama. Simón se acerca a un grupo de jóvenes con distintas discapacidades –auditivas, motoras, intelectuales– que conviven en algún centro de atención en el interior argentino, aunque él mismo no tiene un certificado oficial de discapacidad, porque alega que lo perdió. Uno de sus nuevos camaradas le dice cómo debe hacer el trámite y comportarse frente a la persona que lo atiende, porque una cosa es que todos ellos tengan algún grado de discapacidad y otra que sean tontos.

El guion escrito por el propio director debutante en colaboración con Agustín Toscano y Tomas Murphy nos tiene guardada una revelación clave con respecto a Simón, pero deja en el aire las razones por las cuales este muchacho hace lo que hace. Entre la comedia de costumbres y el melodrama de crecimiento y maduración juvenil, Simón de la montaña presenta a un grupo de jóvenes que, independientemente de sus distintas discapacidades, juegan, bromean, engañan y hasta, ¿por qué no?, tienen deseos y pulsiones sexuales, como cualquier chamaco o chamaca de su edad. El joven cineasta Luis Federico dirige sin condescendencia alguna ni tampoco voluntad provocadora a su extendido reparto amateur neurodivergente, en el que Lorenzo Ferro es el único actor profesional y, por supuesto, esto se nota a leguas, aunque es parte del elusivo sentido del filme.

En Ljósbrot (Islandia-Holanda-Croacia-Francia, 2024), cuarto largometraje de Rúnar Rúnarsson, el centro dramático del filme lo ocupa también alguien joven, confundido y emproblemado, aunque por circunstancias muy diferentes. Una (Elín Hall) es una jovencita universitaria a la que conocemos viendo el atardecer con su compañero de clase Diddi (Baldur Einarsson), con quien acaba de iniciar un encendido romance, aunque el muchacho tiene novia en otra ciudad. La súbita felicidad de Una se derrumba cuando Diddi muere en un accidente antes de poder cortar su relación con Klara (Katla Njalsdóttir), la novia oficial y a distancia, quien llega llorosa al velorio. Incapaz de mostrar lo que está sufriendo por la pérdida de Diddi, Una se siente obligada a ocultar sus verdaderos sentimientos para no dañar a Klara aunque, ¿no será mejor contar la verdad?

Contado así, este filme presentado en competencia en la sección Una cierta mirada no parece más que un convencional melodrama femenino, construido alrededor del suspenso más elemental: ¿Una le dirá o no la verdad a la devastada Klara?, ¿ella sospecha algo de la carismática y dizque lesbiana compañera de su novio muerto? Rúnarsson rehúye con elegancia el chantaje sentimental porque la película está construida alrededor del complejo personaje interpretado por Elín Hall, quien aparece en todo momento y en cada escena, en muchas ocasiones en primer plano o incluso en close-up. Su rostro, entre la felicidad inicial, el dolor suprimido y la confusión permanente, es el gran espectáculo visual de una cinta que funciona como un sensible melodrama de crecimiento, maduración y solidaridad juvenil.

Otro melodrama con otro joven confundido por el duelo es Vingt dieux (Francia, 2024), primer largometraje de Louise Courvoisier, presentado también en Una cierta mirada. Totone (Clément Faveau) es un despreocupado chamaco de 18 años que vive en un pequeño pueblo quesero en el interior de Francia, con su papá alcohólico y su hermanita de siete años de edad. Cuando el padre muere en un accidente automovilístico, el inquieto jovencito, al que le gusta empinar el codo, jugar con sus amigos y pasar el rato echando relajo, tiene que hacerse cargo de su hermana. La obligada maduración de Totone va aparejada con la maduración del preciado queso comté, tradicional de la región, y que el muchacho quiere hacer para ganar un concurso que otorga 30 mil euros al ganador. El problema, por supuesto, es que el muchacho sabe muy poco de quesos y menos aún de responsabilidades y hasta de amor, por más que inicie una tentativa relación romántica con una muchacha un poco mayor que él y que pertenece a una familia rival.

La película tiene todo para ser refriteada en un par de años más en Hollywood –el jovencito obligado a crecer a marcha acelerada, el concurso de quesos que hay que ganar, la historia de amor al estilo Romeo y Julieta–, pero Courvoisier –autora ella misma del guion en colaboración con Théo Abadie– logra darle la vuelta a buena parte de las convenciones dramáticas más obvias, en gran medida por su puesta en imágenes naturalista –la película está filmada en el pueblo quesero de la cineasta, con actores no profesionales– y por su claro impulso antisentimental. Y es que hacer un buen queso no se aprende tan fácilmente, por más que se tenga toda la voluntad del mundo. El proceso es lento, como lo es madurar y crecer.

Acaso la mejor película de todo este grupo de cine juvenil presentado en Cannes 2023 sea L’histoire de Souleymane (Francia, 2024), cuarto largometraje de Boris Lojkine, quien ya ganó en Cannes hace una década un par de premios con su ópera prima de ficción Hope (2014), que trataba un tema bastante similar al de este nuevo filme.

Realizado, como Simón de la montaña y Vingt dieux, con un reparto no profesional, he aquí la historia del Souleymane del título (Abou Sangare), un joven guineano que sobrevive en París repartiendo comida a través de una aplicación, ilegalmente pues el muchacho, como tiene estatus de refugiado político, se supone que no debe trabajar en nada. De cualquier forma, de algo tiene que vivir y, además, se siente obligado a mandar algo de dinero a su madre enferma que está en Guinea. Souleymane está a 48 horas de tener una entrevista en la oficina de migración para presentar su caso y obtener la residencia permanente pero, cual si estuviera repitiendo la trágica historia clásica del protagonista de Ladrones de bicicletas (De Sica, 1948), todo lo que podía salir mal, empieza a salir peor.

El guion escrito por el propio cineasta en colaboración con Delphine Agut acumula una serie de pequeñas desgracias que para cualquier otra persona serían banales, pero no para el abrumado Souleymane: la explotación de otro inmigrante quien le renta la cuenta de la aplicación, la tardanza para recibir un pedido de cierto restaurante sobrepasado de clientes, un accidente menor que deja en mal estado la bolsa en la que entrega la comida aunque esta no haya sido dañada, la dificultad para aprenderse de memoria el discurso que tiene que decirle a la oficial de migración para convencerla de que deben darle la residencia legal en Francia… La sucesión de acontecimientos que enfrenta Souleymane es genuinamente apabullante: el pedalear por las atestadas calles parisinas, el subir apresuradamente hasta un séptimo piso, el encontrar un refugio que lo pueda aceptar para dormir esa noche, el tener que soportar la indiferencia o hasta la crueldad de quienes reciben su servicio.

De hecho, a ratos, pareciera que estamos ante una película dirigida por los mejores hermanos Safdie –los de Good time: Viviendo al límite (2017) o Diamantes en bruto (2019)–, con un personaje central acorralado y un espectador agotado por la ansiedad. Por lo mismo, la escena final, cuando finalmente Souleymane tiene que hablar con una atenta funcionaria del gobierno francés (Nina Meurisse en cameo), tiene tal fuerza dramática. Se trata de una conversación simple, tranquila, hasta burocrática, pero nada en la vida de Souleymane es simple ni tranquilo ni, mucho menos, burocrático.

Uno se queda con la sensación de que ha visto, parafraseando a Dostoievski en el párrafo final de Crimen y castigo, apenas el prólogo de una nueva historia que está a punto de empezar. Curiosamente, algo similar se podría decir de los desenlaces de Simón de la montaña, Ljósbrot y Vingt dieux. En todos estos casos la película termina, pero uno se queda pensando en ella y en sus personajes mucho tiempo más. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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