¿No habrá alguien que le dé un abrazo a Andrew Haigh?

En Todos somos extraños, un hombre de casi 50 años se encuentra con sus padres, veinte años más jóvenes. Retomando la idea de una novela del japonés Taichi Yamada, el cineasta británico Andrew Haigh hace una obra personalísima.
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Russell (Tom Cullen) se encuentra en la cama con Glen (Chris New), su enamorado de fin de semana. Se trata de las últimas horas que pasarán juntos porque el descarado y extrovertido Glen cruzará el Atlántico para irse a vivir y estudiar arte contemporáneo en Portland, mientras el equilibrado y reservado Russell se quedará en su pequeño departamento londinense, trabajando como salvavidas y tratando de convertirse en escritor. Los dos se conocieron un viernes en la noche en un antro gay, cruzaron miradas, se fueron a la cama en una nube de euforia, alcohol y cocaína y, para sorpresa de ellos mismos, a la mañana siguiente todavía querían estar juntos. Y así lo hicieron todo el sábado y esa mañana del domingo, porque esa misma tarde tendrán que separarse ¿para siempre?

En todo caso, antes de esa inevitable despedida calcada del final agridulce de Manhattan (Allen, 1979), los dos hombres siguen en la cama, hablando, sonriendo, compartiendo confidencias. Es en ese momento cuando Glen se da cuenta de que Russell nunca pasó por cierto rito de iniciación clave: al ser huérfano y pasar toda su infancia y adolescencia en albergues de acogida, nunca tuvo que decirles a sus padres que era gay. En sentido estricto, nunca tuvo que salir del clóset y, por ende, no vivió una experiencia fundamental que cualquier persona homosexual tuvo que pasar en algún momento con sus padres. Así pues, Glen le propone a Russell que él será, solo por ese instante, su papá: es tiempo de que me digas quién eres y cómo eres.

Ahora que volví a ver Weekend (2011), multipremiado segundo largometraje del cineasta británico Andrew Haigh, caí en cuenta de que este conmovedor juego de roles que sucede hacia el final de esa película fue el origen evidente de su más reciente largometraje, Todos somos extraños (Reino Unido-E.U., 2023), inspirado muy libremente en la fantasmagórica novela Ijintachito no natsu (1987), publicada en inglés como Strangers (Farber & Farber, 2023), del recientemente fallecido guionista y escritor japonés Taichi Yamada (1934-2023).

La premisa de la novela de Yamada –la primera publicada en inglés, por cierto– parece provenir de algún relato canónico de Akinari Ueda, la base argumental de la obra cumbre de Kenji Mizoguchi, Ugetsu (1953). Hideo, un solitario guionista televisivo recientemente divorciado, decide salir de Tokio para visitar la población cercana en la que nació y vivió hasta los 12 años, cuando sus padres murieron en un accidente automovilístico. Deambulando por su antiguo barrio, Hideo llega a un bar en donde se topa con un hombre que le regala un cigarrillo para después invitarlo a seguir tomando unas cuantas cervezas en su casa. Hideo no puede negarse: el otro hombre es idéntico a su papá fallecido. Tiene su voz, su forma de caminar, cada uno de sus gestos o, por lo menos, tal como él lo recuerda. Cuando llega al departamento de su nuevo amigo, la esposa resulta ser idéntica también a su mamá. ¿Coincidencia? Claro que no. Si alguien ha leído los Cuentos de lluvia y luna de Ueda –o, en su defecto, ha visto el Ugetsu de Mizoguchi– sabe perfectamente que los jóvenes padres treintones de ese deprimido divorciado casi cincuentón no son productos de la imaginación del guionista, proyecciones freudianas de él ni nada racional por el estilo. Son los fantasmas de sus padres que han venido a pasar un tiempo con su hijo, al que nunca tuvieron oportunidad de conocer.

La absorbente novela de Yamada se mueve, pues, entre la emotiva exploración existencial y el horror más directo –otra vez como los relatos de Ueda–. De hecho, existe una temprana adaptación cinematográfica japonesa, la multipremiada Ijin-tachi to no Natsu (The Discarnates, 1988), de Nobuhiko Ôbayashi, que está realizada en un tono fantástico-fantasmagórico muy distinto al de la apropiación occidental escrita y dirigida por Andrew Haigh.

La premisa, eso sí, es la misma: Adam (Andrew Scott) es un guionista solitario de 48 años que vive en un grisáceo edificio de departamentos londinense –muy similar al del Russell de Weekend, de hecho– y que, cierto día, en medio de un bloqueo creativo, deja de escribir para tomar un tren rumbo a los suburbios en los que creció y vivió hasta que, como su contraparte nipona, tuvo que dejar ese lugar, cuando sus padres murieron en un accidente cuando él tenía 12 años. Adam pasa exactamente por lo mismo: un hombre cualquiera de menos de 40 años (Jamie Bell) le hace señas en un parque, le habla con familiaridad, le dice que va a comprar unas cervezas y lo invita a seguirlo. “¿A dónde vamos?”, pregunta desconcertado Adam. “¡A la casa!”, le contesta el hombre, en un tono de incredulidad, como si Adam no conociera el rumbo. Al llegar a la casa, el hombre grita al abrir la puerta: “¡Mira quién llegó de visita!”. La mujer (Claire Foy) que sale a recibirlo, ojos grandes y curiosos, es la mamá de Adam, también treintona, que muestra la mejor de sus sonrisas. El niño de 48 años está en casa.

La visita desde el presente a los padres del pasado tiene una breve pero rica tradición cinematográfica, desde la irresistible comedia juvenil ochentera Regreso al futuro (Zemeckis, 1985) hasta la muy reciente slasher Dulces y sangrientos 16 (Khan, 2023). pasando por la sensible cinta fantástica Pequeña mamá (Sciamma, 2021). En todas ellas, el encuentro con el pasado, con los padres treintones o adolescentes o con la mamá infantil, tiene un profundo sentido existencial de comprensión y entendimiento: al aceptarlos a ellos me acepto a mí mismo; al entenderlos, empiezo a entenderme mucho mejor.

El gambito argumental de Haigh va, sin embargo, en otra dirección, pues el encuentro de Adam con sus padres es mucho más ambiguo. No ha viajado al pasado a través de una máquina del tiempo ni tampoco está en un bosque fantástico en el que pasado y presente se han fusionado. En los varios encuentros del tímido hijo intelectual casi cincuentón con sus cariñosos padres treintones y clasemedieros nunca tenemos claro, en realidad, lo que está sucediendo. ¿Es mera imaginación de escritor bloqueado, es la representación de una historia que él está creando en su cabeza? ¿O no será que el tren que toma Adam en Londres para ir a los suburbios a visitar a sus papás es el mismo tren en el que el Juan Dahlmann del cuento borgiano “El sur” (1953) viaja hacia el pasado, en el delirio idealizado de su mente?

Esta ambigüedad es toda de Haigh, así como el resto de la historia. Partiendo de la premisa ya descrita, el director de Weekend ha retomado la idea de Yamada para hacerla completamente suya. Y aquí vuelvo a la escena ya descrita al inicio, pues al tener la oportunidad de hablar con sus padres, Adam puede pasar finalmente por ese rito de iniciación que nunca tuvo: decirle a su sorprendida madre que no tiene novia porque le gustan los hombres (“¡Pero no pareces gay!”) y a su sonriente papá que con la novedad que él es homosexual (“No me sorprende: siempre me pareciste delicadito. ¡Nunca supiste tirar una pelota!”). Estas escenas –filmadas, de hecho, en la casa de los padres de Andrew Haigh– están interpretadas por Scott, Bell y Foy con una delicadeza proverbial, entre el melodrama familiar y la comedia de costumbres. Se trata de la conmovedora tentativa de una pareja amorosa aunque poco sofisticada por conectar con un hijo al que apenas están conociendo y al que, gay o no gay, no están dispuestos a renunciar, por más que, especialmente la madre, no puede evitar estar preocupada por “esa enfermedad” que está matando a tantos.

Fuera del hogar ¿imaginado?, de sus padres, Adam vive solo y su alma, en un edificio que, de hecho, parece más fantasmagórico que la cálida casa de los papás. Ahí, en una noche, se topa con Harry (Paul Mescal), otro hombre, mucho más joven que él, con el que inicia una relación de una noche que va evolucionando a algo más serio, otra vez de nuevo como sucedía en Weekend. Entre estos dos escenarios –el presente incierto con su frágil nuevo enamorado, el pasado con esos idealizados padres recuperados– avanza este bellísimo filme genuinamente melancólico, entre las medias sonrisas de Paul Mescal (¿habrá un actor de su generación con una mirada más triste?), los titubeos de Andrew Scott y la torpeza amorosa de los padres interpretados por Jamie Bell y Claire Foy.

La textura analógica lograda a través de la cámara de Jamie Ramsay (la película fue realizada totalmente en 35 mm) se conecta con esos años ochenta en los que Adam visita a sus padres pero, también, con ese poético y oscuro espacio liminal en el que él intenta crear la posibilidad de otra vida, de otra conexión, con Harry, “ese muchacho triste”, como lo define sagazmente la mamá de Adam. Que Todos somos extraños es una obra personalísima de Haigh –¿la más cercana a su corazón de todas las que ha hecho?– es más que obvio, no solo por la radical transformación de la premisa original de Yamada sino, también, por su desenlace que no solo es fiel al tono general de la película sino, por desgracia, resulta inevitable.

Una última pregunta nada más: ¿no habrá alguien que le dé un abrazo a Andrew Haigh? Es obvio que lo necesita. Nosotros, después de terminar cualquiera de sus películas, también. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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