Aunque es sabido que el cine sonoro mexicano se inauguró oficialmente con la segunda versión de Santa (Moreno, 1931) protagonizada por Lupita Tovar, la llamada Época de Oro del cine nacional inició cinco años después con la comedia ranchera Allá en el Rancho Grande (1936), el inopinado éxito taquillero continental dirigido por Fernando de Fuentes.
Estas dos películas provocaron el nacimiento de dos de los géneros más populares de la Época de Oro: por un lado, los melodramas cabaretiles y de mujeres “perdidas”, que terminaría transformándose, años después, en el cine de rumberas; y por el otro, las comedias campiranas con enredos a pasto y uno o varios charros cantarines como protagonistas. Los dos géneros compartirían espacios similares: el cabaret o el burdel en el primer caso; la cantina, en el otro. En los dos no faltaría, por supuesto, el trago ni, mucho menos, sus consumidores: los borrachos.
De hecho, un viejo briago, entacuchado y que dice tener mucho dinero es el primer cliente de la caída en desgracia Santa (“¿Y si te pago para que te emborraches, te desnudes y me bailes desnuda si me da la gana?”) y, a lo largo del filme, en su trágico descenso hacia la perdición, la pobre mujer estará rodeada de alcohol, humo y borrachos.
Aunque el escenario sea muy similar, el tono dramático fue muy distinto en las comedias rancheras: en la serie de cintas iniciada con Allá en el Rancho Grande, la cantina es, antes que nada, el espacio masculino por excelencia y en ella no caben, con alguna excepción, las mujeres. El macho ríe, grita, reta, pelea y puede que hasta llore por la ingrata que lo abandonó, pero en la comedia ranchera domina lo festivo antes que lo trágico, por lo que el borrachín de cantina, personaje infaltable en este tipo de cine, es más bien chistoso e inofensivo, como Carlos López “el Chaflán” en Allá en el Rancho Grande que, además del briago oficial de la hacienda, es dizque comunista porque no le gusta el trabajo.
La escena más famosa de la cinta dirigida por Fernando de Fuentes sucede también en la cantina, cuando Tito Guízar y Lorenzo Barcelata, al lado de la barra, tienen un ingenioso duelo de coplas que está a punto de terminar a golpes, como años después se repetiría en una escena similar, corregida, aumentada y mejorada, en la obra cumbre de la comedia ranchera, Dos tipos de cuidado (Rodríguez, 1952), con Pedro Infante y Jorge Negrete, los máximos charros cantores del cine nacional.
Curiosamente, aunque Negrete fue, acaso, el mejor exponente de la comedia y el melodrama rancheros y en sus filmes no podía faltar el momento en el que, estando en la cantina, se soltara cantando, desafiante, frente a la cámara (como lo hace de forma memorable en El peñón de las ánimas (Zacarías, 1942), cuando entona la emblemática “Yo soy mexicano”), la realidad es que los personajes que encarnara el actor y cantante guanajuatense no solían emborracharse y si lo hacían, no perdían la figura. No podía ser de otra manera: Negrete era demasiado altivo, demasiado arrogante, demasiado orgulloso, para perder el control frente a una botella de tequila. Si Negrete tomaba, lo hacía para sacar el pecho, levantar la barbilla y gritar a los cuatro vientos que “ser charro es ser mexicano” y “a ver quién lo toma a mal”.
Su coprotagonista en Dos tipos de cuidado, Pedro Infante, tendría el honor de ser el mejor borracho fílmico de los dos –y, de hecho, de todo el cine mexicano–, acaso porque, al final de cuentas, fue mucho mejor actor. Frente a la botella de tequila o los cascos de cerveza, Infante se perdía y hacía que nos perdiéramos con él.
Las borracheras cinematográficas de Infante fueron muchísimas y las hubo de todo tipo y bajo cualquier pretexto. Por ejemplo, Pedrito se podía emborrachar para luego pedir perdón por haber tenido la tentación de ser infiel –en cierta escena marital inolvidable en Ustedes los ricos (Rodríguez, 1948)–, para tratar de contentar a la mujer celosa (Sarita Montiel) haciéndose el simpático al dar una serenata con la botella en la mano (“Siempre que me emborracho / palabra que algo me pasa / voy derechito a verte / y me equivoco de casa”) en El enamorado (Zacarías, 1951), cuando tenía algún buen motivo para festejar –con Andrés Soler, después de conseguir trabajo en el tremebundo pero divertido melodrama citadino Un rincón cerca del cielo (González, 1952)– y hasta como última expresión de la desesperanza existencial en la criminalmente desconocida La vida no vale nada (González, 1954), cinta con la que Infante ganó su único Ariel a Mejor Actor.
Desde la trinchera personal, el mejor Infante borracho (¿o el mejor Infante a secas?) es su Luis Antonio García de la obra maestra doble de la comedia ranchera nacional Los tres García (Rodríguez, 1946), y su secuela, Vuelven los García (Rodríguez, 1946). En estas dos cintas, Infante y su director de cabecera, Ismael Rodríguez, nos presentan la doble cara del borracho mexicano por excelencia, el edípico.
Primero, Luis Antonio García es el briago alegre, festivo, exultante, el que apenas puede contenerse, botella en mano, para homenajear a la madre –o, en este caso, a la abuela Sara García– como solo ella lo merece. Pero después, cuando la madre/abuela se ha ido, Infante se ha transformado en el más patético y conmovedor borracho que nos haya dado el cine nacional.
Al lado de la tumba de la abuela, el Luis Antonio de Pedro Infante se sabe perdido en un mundo sin la madre (“Y yo, ¿qué hago ahora sin ella?”), entiende que él no tiene nada más que hacer aquí (“Yo sin ella, ¡ya pa’ qué!”) y apenas si tiene fuerzas para entonar, entre llantos, la canción preferida de ella (“Mi cariñito”), mientras el féretro de la anciana desciende, en una de las escenas genuinamente perfectas del cine mexicano: esos minutos en el que la forma –los encuadres de la cámara de Ross Fisher, la precisa edición de Rafael Portillo– se fusionan con el fondo: el dolor del personaje de Infante, transformado en ese momento en el dolor de todos los espectadores. El dolor de haber perdido a la madre; el dolor de saber que en algún momento se perderá; el dolor de entender que estamos o estaremos un poco perdidos sin ella, pero tenemos que seguir adelante.
Claro que Pedro Infante no ha sido el único borracho memorable del cine nacional: en otro tono lo fueron, por ejemplo, Carlos López Moctezuma en Canaima (Bustillo Oro, 1945), como el abusivo cacique José Francisco Ardavín, enloquecido por la cobardía y el alcohol frente a su indomable rival Marcos Vargas (Jorge Negrete, ¿quién más?); Andrés Soler como el desarticulado tinterillo que se emborracha para rebelarse de la rutina (“¡Viva la libertad! ¡Que se mueran mi vieja, el comandante y usted!”) en el oscuro film-noir Sensualidad (Gout, 1951); Adalberto Martínez “Resortes”, encarnando a una suerte de aguardientoso coro griego en Los Fernández de Peralvillo (Galindo, 1953); y, por supuesto, sería imperdonable olvidar al encantador briago Germán Valdéz “Tin-tan”, quien le canta “Contigo” a Silvia Pinal, a la que termina contagiándole la borrachera con su mero “aliento embriagador”, todo ello en la obra maestra de la comedia nacional El rey del barrio (Martínez Solares, 1949).
Finalmente, y ya que llegamos a Tin-tan y a la borrachera, debo confesar que, para mí, el briago más entrañable del cine nacional no es ninguno de los actores antes citados. Mi borracho favorito aparece, eso sí, en una cinta protagonizada por Tin-tan: se trata de Pascual García Peña (1910-1977), un eterno actor de cuadro y ocasional guionista (fue nominado al Ariel por su argumento de Rayando al sol (Gavaldón/1945), quien encarnó al inmortal “Ranilla” en Ay, amor… cómo me has puesto (Martínez Solares, 1950), tal vez la mejor película protagonizada por Tin-tan después de El rey del barrio.
El “Ranilla” es el malacopa por excelencia, ese que todos conocemos y que todos, alguna vez, hemos padecido. Llega briago a saludar cuando nadie lo llama, es más sentido que un jarrito de Tlaquepaque, tiene el resentimiento social a flor de piel, provoca todas las broncas habidas y por haber, después de crear el caos se llama el ofendido y, para rizar el rizo, cuando quiere arreglar los problemas que él mismo creó por andar de borrachales, los termina empeorando.
Cada vez que vuelvo a ver la perfecta rutina alcohólica de Pascual García Peña en Ay, amor… cómo me has puesto –esa voz chillona, esos reclamos lloriqueantes, esos gritos destemplados, ese caminar tambaleante, ese sentimiento de culpa que provoca que vuelva a iniciar todos los problemas– me pregunto por el responsable de esa maravilla cómica: ¿fue el propio García Peña?, ¿el argumentista Juan García?, ¿el director Gilberto Martínez Solares?, ¿un simple accidente provocado por el más puro azar? Sea quien sea el responsable, va un trago en honor a él. O, ya entrados en gastos, mejor dos.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.