Tár, la música como esclava del drama

Mucho se ha elogiado la reconstrucción del mundo de la música clásica en la película de Todd Field. A contracorriente, puede decirse que esta fuerza el material musical para adaptarlo a necesidades dramáticas o a simples caprichos, con resultados dispares.
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Según su director, Todd Field, Tár podría haber sido “sobre cualquier tipo de estructura de poder; podría haber sido sobre una empresa multinacional o un estudio de arquitectura”. “En términos de la historia”, dijo Field, el mundo de la música clásica “es un telón de fondo”. Ello no significa que ese telón no deba estar ilustrado con todo el detalle posible. El propio Field explica que en la película aparecen muchos nombres reales porque “ese el mundo del que [Lydia Tár] viene”. Lydia Tár, la protagonista, es una directora de orquesta inmensamente exitosa y respetada. “Es importante que entendamos que ella está en ese mundo”, dice Field, “que ese mundo es real” y que debemos conocer sus “verdaderos fundamentos”.

Casi todas las reseñas de Tár hacen hincapié en lo bien reconstruido que está el mundo de la música clásica y en el trabajo que se toma Field a la hora de presentar, de un modo beneficiosamente didáctico, la tarea del director de orquesta. Una de las pocas voces en disidencia fue la de Richard Brody, que escribió en el New Yorker que “esta película sobre la vida y obra de una artista no echa ninguna luz sobre la música que se halla en su centro”. Creo que tiene razón. El film fuerza el material musical para adaptarlo a veces a necesidades dramáticas –donde hay una necesidad hay un derecho– y otras a simples caprichos, con resultados dispares.

Al poco tiempo de comenzada la película, nos enteramos de que Lydia Tár está por llevar a cabo un registro en vivo que le permitirá sumarse a la distinguida cohorte de directores que grabaron las nueve sinfonías de Mahler con una misma orquesta. Adam Gopnik la entrevista en una de las escenas iniciales y al presentarla, tras enumerar una dantesca sucesión de logros, cuenta que Tár “dejó la Quinta Sinfonía, la grande, para el final”. Pero la Quinta no es ni la más larga (la Tercera lo es) ni la que requiera más músicos (la Octava) de las sinfonías de Mahler. Tampoco es más desafiante que las demás desde un punto de vista técnico. En ningún sentido es, entonces, “la grande”. ¿Por qué diría Gopnik algo así? Puede haberse sencillamente equivocado, es cierto, pero ¿por qué querría la película transmitir un mensaje equivocado sobre la precisa obra que constituye su centro de gravedad?

¿Y, sobre todo, por qué habría de dejar Lydia Tár la Quinta para el final en vez de la Novena? Posiblemente, porque Tár es una película, y en el mundo de las películas, la Quinta es la más importante de todas las sinfonías de Mahler, si no de todas las sinfonías a secas. En uno de los ensayos que presenciamos, Tár les dice a los músicos: “Olvídense de Visconti. Esta música es tan familiar para todos… Realmente no ayuda que la conozcamos tan bien”. Es absurdo suponer que para los miembros de una de las mejores orquestas del mundo la Quinta Sinfonía de Mahler pueda ser especialmente conocida porque aparece en una película. En 1971, cuando se estrenó Muerte en Venecia, la mayoría de los músicos de la Filarmónica de Berlín probablemente no habían nacido. Tár presenta una perspectiva más propia de la historia del cine que de la historia de la música; lo extraño es que Tár también lo haga.

Mientras suceden todas estas cosas, Tár elige la ropa que va a usar en esos días. Vemos una enorme cantidad de discos de vinilo desperdigados sobre un piso de madera y unos pies que van ordenando, eligiendo y descartando esos discos, en uno de los momentos más sugestivos de la película. Llegan dos a la final: Leonard Bernstein dirigiendo la Novena de Mahler y Claudio Abbado dirigiendo la Quinta, ambos con la Filarmónica de Berlín. El pie termina posándose sobre Abbado. La ropa que vemos fabricarse a medida a continuación está inspirada en la de Abbado. La tapa del disco vuelve a aparecer, furtivamente, cuando Tár la imita para la foto que será portada de su propio disco. Algunos espectadores estaremos alertas y reconoceremos a Abbado siempre que lo veamos; pocos directores resultan más afables e inspiran un cariño más inmediato en los aficionados a la música clásica, pero aquí se lo presenta casi como si se tratara de un fantasma.

Al enfrentar los vinilos de ambos y forzar una elección, Tár plantea una polaridad entre Bernstein y Abbado. Nuestra protagonista se encuentra en el momento de dejar su propio legado, y para hacerlo abandona su pasado –Bernstein había sido su mentor– y elige a Abbado como guía.  ¿Qué consecuencias musicales se siguen de esa elección? Posiblemente, ninguna. Tár continúa hablando el lenguaje de Bernstein: lo hace cuando dirige, pero también al darles indicaciones a los músicos durante los ensayos. Difícilmente vaya a cumplir su promesa de dirigir el “Adagietto” en siete minutos, casi el doble de rápido que su maestro.

Tár también habla el lenguaje de Bernstein al poner en palabras sus propias ideas sobre la música. El momento más conmovedor e iluminador del film tiene lugar cuando Tár vuelve a la casa de su infancia y ve una grabación de uno de los Young People’s Concerts, en la que Bernstein explica: “A veces nuestros sentimientos son tan profundos y tan especiales que no tenemos palabras para describirlos. Y es allí donde la música se vuelve tan maravillosa. Porque la música nombra esos sentimientos por nosotros. Pero los nombra con notas, no con palabras. Y todo pasa por la forma en que la música se mueve. Nunca deben olvidar que la música es movimiento”. Poco antes, en la presentación de Tár on Tár –el libro que constituye la otra parte importante de su legado–, Tár había dicho: “Estos alegres ruidos que hacemos son lo más cercano a lo divino que cualquiera de nosotros puede experimentar… Y sin embargo son algo que nace por el mero acto de poner el aire en movimiento”.

Es posible que la elección de Abbado por parte de Tár solo obedezca a una preferencia indumentaria y no haya que darle tantas vueltas al asunto. Los que no sepan quién es Abbado terminarán la película sin saberlo; quienes lo sepan, posiblemente estén extrañados ante estas misteriosas apariciones, que acaso sean tan solo un capricho, no tanto de Lydia Tár como del propio Todd Field.

Hay varios caprichos más en la película, muchos de los cuales involucran nombres propios y son bastante menos inofensivos que el que acabo de comentar. Gilbert Kaplan, en particular, merece una defensa. En 1965, este empresario neoyorquino, que se hizo millonario con una revista de finanzas, vio un concierto en el Carnegie Hall de la Segunda Sinfonía de Mahler dirigida por Leopold Stokowski, y experimentó una revelación. “Quería meterme dentro de la música”, diría años más tarde. “En esta música había una explicación real de la vida y la muerte y yo querría llegar hasta el fondo”. Razonó que la única manera de hacer eso era dirigiendo la obra.

En 1981 se puso a estudiar dirección orquestal. Su primera interpretación pública de la Segunda Sinfonía tuvo lugar el 9 de septiembre de 1982. Como no sabía leer música muy bien, decidió dirigir de memoria. Había planeado que si en algún momento se olvidaba de cómo seguir, se daría la vuelta y les diría a los 2,700 invitados: “Señoras y señores, la cena está servida”. Así comenzó una carrera insólita y estelar que lo llevaría a dirigir orquestas como la New York Philharmonic y la Filarmónica de Viena. Su grabación con la London Symphony Orchestra de la Segunda Sinfonía –la única obra en su repertorio– es muy valorada hasta el día de hoy, y cuando Kaplan murió en 2016 seguía siendo el disco de Mahler más vendido de todos los tiempos.

Por más que tuvo siempre algunos críticos que le reprochaban comprar su acceso a los podios –él siempre lo negó, aunque su negativa a cobrar honorarios podía funcionar como un incentivo para que las orquestas lo contrataran–, Gilbert Kaplan (Elliot en el film) es un personaje querido en general en el mundo de la música; en todo caso, se lo ve como un excéntrico. Era parte del board del Carnegie Hall y daba clases –como Tár, aunque seguramente sin atacar a los alumnos– en el conservatorio Juilliard. A él y a su Kaplan Foundation (Kaplan Fund en el film) les debemos la preservación de varias partituras de Mahler, que él buscó denodadamente, compró y luego reprodujo en facsimilar para que todos pudiéramos conocerlas. Si hubo un loco inofensivo en la historia de la música, fue Gilbert Kaplan. De ningún modo fue el trepador, oportunista y mediocre que la película construye para contar con un antagonista, que por lo demás podría haber sido cualquier otro o sencillamente no existir.

Pensemos antes de terminar en otra película bastante reciente: Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino. La reconstrucción de la época que hace el film es tan perspicua –para usar el término que emplea Pablo Maurette en un extraordinario ensayo incluido en el libro ¿Por qué nos creemos los cuentos?–, la creación de su mundo es tan subyugante, que para quienes hayan vivido la historia la película funcionará como una vuelta al propio pasado, y para quienes no la hayan vivido será la mejor alternativa imaginable.

Con Tár es muy distinto. Los espectadores que no conocen los tópicos que se tratan –es decir, la gran mayoría– verán la película confiando en que lo que en ella se dice sobre música es más o menos cierto y se dejarán llevar o no por el drama humano que se pone en escena. Muchas de las cosas que en el camino aprendan no serán verdad. A los espectadores más avisados, mientras tanto, las falsificaciones podrán irritarlos en tiempo real y predisponerlos negativamente respecto de los demás elementos del film. Esas falsificaciones no tienen, por lo general, una justificación cinematográfica válida, aunque se haya incurrido en ellas en pos del cine. Un ejemplo es, de nuevo, la necesidad de postular que la Quinta Sinfonía de Mahler es “la grande” o “la última”. Pero lo cierto es que se habla tan poco acerca de la música en sí misma, que Tár bien podría haber sido sobre la Novena y nos habríamos ahorrado ese problema. ~

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(Buenos Aires, 1985) es licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires y tiene un máster en educación por la Universidad de Harvard. Escribió, junto a Helena Rovner, el libro La mala educación (Sudamericana, 2017). Da cursos de historia de la música y apreciación musical y escribe a menudo sobre música, política y educación en medios argentinos y extranjeros. Vive en Estados Unidos.


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