Tár, el proyecto de ser dios

Aunque la cinta de Todd Field toca el tema de la asimetría en las relaciones, este es secundario al elaborado estudio de un personaje complejo y contradictorio.
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De las ficciones que en los últimos años han narrado historias sobre personas que abusan de su poder y pierden sus privilegios, Tár, del director Todd Field, es la que más se propone desafiar al espectador. Se pensaría que el desafío consiste en, esta vez, mostrar la caída de una mujer (y no un hombre) –una prestigiada directora de orquesta–, pero esta sería una visión simplista. Aunque el género de la protagonista pone a Tár en un grupo distinto al de películas que denuncian los tratos tácitos del patriarcado (y que incluyen cintas sobre el encubrimiento de sacerdotes pederastas), solo un ingenuo creería que las mujeres son incapaces de manipular personas y destruir vidas.

Es otra cosa lo que vuelve a Tár una película que nada a contracorriente. Mientras que lo que se considera apropiado en la era #MeToo es contar la historia desde el punto de vista de las víctimas (o, por lo menos, darles a ellas más tiempo en pantalla que al perpetrador), en Tár queda claro que el único retrato que le interesó hacer a Field es el del personaje que se percibe a sí mismo como invencible. Durante poco más de dos horas y media, el espectador observará a la exitosa Lydia Tár (Cate Blanchett) desempeñarse en distintas facetas de su vida pública y privada: no hay una sola secuencia en la que no participe ella. Si se juzga desde la convención narrativa mencionada al inicio del párrafo, el punto de vista elegido por Field es poco ético: el guion trata a los personajes perjudicados por Lydia con el mismo desdén con el que los trata la protagonista.

La inconveniencia de seguir este tren de pensamiento es que encasilla a Tár en un subgénero que le queda apretado. Sin duda la cinta de Field toca el tema de la asimetría de las relaciones entre jefes/tutores/ídolos y subordinados/alumnos/fans. Aún más, es justo esta asimetría –su lado oscuro y sus consecuencias– lo que da a la película su estructura dramática: apenas Lydia es presentada en el clímax de su carrera, cuando una serie de eventos relacionados la exhiben como alguien que cree que el prestigio le da carta blanca para romper reglas –y estas revelaciones la arruinan–. La fábula, sin embargo, es casi secundaria a un elaborado estudio de personaje: el de una mujer atravesada por contradicciones y que, desde el pedestal en el que observa al mundo, no alcanza a vislumbrarlas. Field no le señala estas contradicciones al espectador –por ejemplo, en boca de otros personajes– sino casi lo contrario. Las facetas opuestas de Tár y las ironías trágicas de su historia podrían pasar inadvertidas para quienes solo quieran ver una historia de villanos y víctimas.

Lydia es una mujer genuinamente apasionada por la música pero, en la misma medida, obsesionada con crear y cultivar su propio mito. Todas las reseñas de Tár elogian la actuación de Blanchett; vale la pena hacerlo otra vez a propósito de que Lydia, la mujer que interpreta, es un personaje que crea otro personaje que a su vez usa máscaras. A lo largo de la película, Blanchett habita numerosas Lydias: tantas como el espectador alcance a distinguir.

La primera imagen de Tár anticipa lo que ya sabemos: los humanos que aspiran a ser dioses fracasan en el intento. La película comienza con una toma de Lydia dormida en el asiento de un jet privado. La vemos a través de la pantalla del celular de alguien que, además de compartir el video, se burla de ella en un chat. Aunque al inicio el espectador desconozca la identidad del que graba, esos segundos de prólogo anuncian que los esfuerzos de la protagonista por controlar su imagen (y, a través de ella, a los otros) serán inútiles y hasta ridículos. El contraste entre la Lydia vulnerable y la Lydia que cree dominar el mundo se establece de inmediato. Pasada una secuencia de créditos, vemos a la directora de orquesta preparándose para sostener una conversación pública con Adam Gopnik, colaborador de The New Yorker, interpretándose a él mismo. Tár está de paso por Nueva York. Pronto se revela que vive en Berlín con su esposa Sharon (Nina Hoss), primera violinista de la filarmónica de esa ciudad (sobra decir, dirigida por Lydia), y con la hija pequeña de ambas. Detrás del escenario donde tendrá lugar la charla, una Blanchett con expresión de hierro hace ejercicios de respiración. La acompaña su asistente Francesca (Noémie Merlant), aspirante a directora y con quien Lydia pudo o no haber tenido una relación íntima. Sin gota de maquillaje, el pelo lacio a la altura del hombro y un saco de corte perfecto (nada de aretes, collares o anillos), la sobriedad en la apariencia de Lydia lanza un mensaje de suficiencia.

Mientras Gopnik presenta a su interlocutora recitando un currículum impresionante, Field inserta un collage que ilustra la voluntad de Lydia de habitar en una burbuja de sofisticación y estatus: pruebas con sastres que confeccionan trajes de la mejor calidad; adquisición de lápices suizos de una marca costosa; la elección cuidadosa de los materiales para encuadernar partituras. Sus elecciones no son espontáneas. Ella se inspira en el guardarropa de otros directores que han dirigido a su compositor favorito, Gustav Mahler. De nuevo, como en la escena de Lydia dormida, estas imágenes tienen relevancia por efecto de edición. Al mostrarlas como fondo de la presentación que hace Gopnik de sus méritos, se plantea que la protagonista busca que su reputación tenga una representación física. Se ve a sí misma como acontecimiento único y hace lo posible por propiciar un culto a su personalidad. Cuando llega el momento de conversar con Gopnik, modula la voz como quien se dirige a una audiencia de legos; incorpora términos que sabe que su audiencia desconoce y, condescendiente, baja el tono y apresura el habla para hacer equivalentes orales a los pies de página. Otro de los retos bien librados de Tár es tener como protagonista a un personaje en actitud permanente de superioridad.

Cada secuencia de Tár plantea un relato y la negación del mismo. No podría abordarlas todas, pero describo la que mejor muestra los puntos ciegos de la directora de orquesta. En su paso por Nueva York, Lydia da una clase en la famosa academia Juilliard. Cuando le propone a uno de los alumnos discutir formas de interpretar a Johann Sebastian Bach, él le responde que, por ser alguien que se identifica como pangénero BIPOC (acrónimo en inglés para referirse a negros, indígenas y personas de color), le es “imposible tomarse en serio” la música de un compositor misógino. Intentando no mostrar demasiada irritación, Lydia lanza a los alumnos una pregunta retórica: “¿Es posible que nos regocije la música clásica escrita por un montón de austrohúngaros blancos, heterosexuales y mojigatos? ¿Y a quién le toca decidirlo?” Ya que no ha vencido las resistencias de su alumno, Lydia personaliza el dilema. “A mí, como lesbiana, no me convence el viejo Ludwig”, dice. “Pero lo enfrento y acabo encarando su magnitud e inevitabilidad.” Este intento también fracasa, y entonces Lydia –cada vez más enfurecida– advierte a sus alumnos que aquel que mida el talento de Bach con base en sus rasgos identitarios, usará el mismo criterio para medir el talento de ellos, los alumnos. Y entonces pierde el control: poseída por la arrogancia, humilla al alumno ante sus compañeros. Si hasta ese momento sus argumentos se prestaban a un debate sobre canon e inclusión, su necesidad de imponerse la convierten en la caricatura del purista intolerante. Adiós al intento de transmitir el valor de la universalidad.

Es así que se van planteando las contradicciones de Lydia: su rechazo al discurso identitario a la vez que ella se aferra a la construcción de una identidad; su devoción por la música de emociones profundas a la par de una incapacidad total para ser empática; su atracción por lo sofisticado en contraste con su fascinación por Olga Metkina (Sophie Kauer), una joven rusa de modales toscos, que invade su espacio y su tiempo sin la menor consideración y que se convierte en su nueva protegida. Por último, pero no poca cosa, su convicción de que un buen director de orquesta sabe desentrañar la intención original de un compositor –a la par de su negativa a hacerse responsable de la intención sexual en su trato preferente a ciertas alumnas–. (“Malentendidos”, los llama.)

El desenlace de Tár ha desconcertado a varios. Sobre todo la imagen final que, si bien tiene una explicación no incluida en la película (relacionada con un videojuego y su evento de cosplay), permite al espectador especular sobre su significado –no en el mundo real sino en la carrera de Lydia–. Unos la leen como humillación: el castigo merecido. Otros –me incluyo– como paso hacia la reinvención. O bien, un reseteo. El término es usado unas secuencias antes, cuando Lydia es desterrada del olimpo (sus conciertos se cancelan, las fundaciones le retiran su apoyo), su agencia de representación le sugiere “reconstruir su narrativa”. Es una estrategia de relaciones públicas, pero en la siguiente secuencia –en mi opinión, el giro argumental más significativo de la película– se muestra a Lydia llevando a cabo otro tipo de reseteo. Regresa a su modesta casa de infancia y pone en el reproductor de vhs una cinta en la que Leonard Bernstein, su mentor, habla del significado de la música. Mientras escucha a su maestro, la directora asiente y deja que le escurran las lágrimas. Por primera vez en la cinta, la mujer de las mil máscaras aparece despojada de ellas. Puede que decida no volverlas a usar.

Si Tár es un estudio sobre la complejidad humana, es la propia Lydia quien revela el subtexto en una conversación. Ocurre muy pronto en la historia, casi a manera de premonición. En la escena, una admiradora le pregunta si ha habido ocasiones en las que dirigir una partitura le ha causado una emoción desbordada. Lydia no tarda en responder: siempre hay un ciclo de expectativa y recompensa que la hace anhelar llegar a ese punto: el de la satisfacción. Es un trance, agrega, que la lleva a decir cosas que ella no recuerda –pero los demás sí–. A esta alegoría de la seducción y el cortejo, Lydia agrega una “confesión”. El sonido de disparos en La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, le revela que se puede ser víctima y perpetrador a la vez. “Fue hasta que la dirigí –remata– que me convencí de que todos somos capaces de asesinar.” ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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