Gana Mediaset y pierden las mujeres

El cursillo de feminismo exprés con el que pontificaban varios miembros de la cadena tras el documental sobre Rocío Carrasco era un simple lavado de cara.
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A día de hoy, cualquiera que afirme que no se ha enterado de “lo de Rociito’” debe ser por fuerza mayor o implacable rebeldía. Sea por estos motivos o no, resulta ciertamente idílico que haya gente que todavía no sepa nada y no quiera saber. Si es usted uno de ellos, puede sentirse legítimamente orgulloso de ese estoicismo. Pero si, como yo, se ha rendido a la “docuserie” de la hija de la más grande, también le ofrezco mi enhorabuena. No todo el mundo tiene estómago para el cinismo y el artificio que se vende en televisión.

La docuserie Rocío: contar la verdad para seguir viva, emitida recientemente en Telecinco, es ya todo un fenómeno televisivo, un nuevo fetiche social. Para sorpresa de propios y extraños cuenta incluso con su particular movimiento social: la “marea fucsia”. La pieza, una producción de La fábrica de la tele, es un material desgarrador y adictivo sobre el sufrimiento de Rocío Carrasco. Se aprecia que, independientemente de cual sea el escenario elegido por la protagonista para romper el silencio y la credibilidad que cada cual le quiera dar a su historia, estamos ante un tema serio. Esa seriedad se percibe en el relato de los hechos y lo que atestiguan los documentos oficiales, pero también en lo que puede ser tolerado en el debate público, como es el desprecio a la presunción de inocencia y el derecho a la intimidad.

Tras veinte años de silencio, la hija de Rocío Jurado y Pedro Carrasco expuso su historia en prime time. Desgranó los supuestos malos tratos de su ex, Antonio David Flores, la paliza que recibió de su hija Rocío Flores cuando esta era adolescente, el conflicto por la custodia de sus hijos (ahora mayores de edad) y su intento de suicidio en el año 2019. El relato no deja indiferente y apela al sentimiento colectivo, a la historia de esas otras mujeres que también han sufrido las canalladas y la violencia de un mal tipo.

De este modo, el espectador juzga desde el espacio común, desde el ideario compartido: ¿cómo no empatizar con la mujer que, sumida en llanto, cuenta traiciones, agresiones y problemas mentales? Rocío no es ya esa niña pija y rebelde. Los aires de superioridad que exhibía en muchas de sus apariciones públicas son un mal recuerdo, episodios de otra vida. Lo esencial (y estoy plenamente de acuerdo con ello) es enfocar lo que es ahora, su sinceridad o su sospecha.

Para convencer, se explotan deliberadamente sus emociones básicas. El ejercicio es casi pornográfico: la tristeza ante la no relación con sus hijos y las acusaciones de “mala madre”, la ira al rememorar al “ser diabólico”, la vergüenza al reconocer que el “silencio” la perjudicó, esa alegría inconmensurable al hablar de su matrimonio… Aunque sus declaraciones conforman la mayor parte del contenido, para apoyar sus palabras también se muestran algunos informes médicos y legales cedidos por la propia protagonista. El perfil queda entonces configurado con precisión. Rocío es otra mujer que sufre, una madre con el corazón roto, otra víctima silenciada.

Es importante considerar que estos programas, aunque puedan contar hechos reales y mostrar sentimientos íntimos, son el resultado de lo teatral y lo vivido, de lo voluntario y lo forzoso, de lo espontáneo y lo guionizado. La justicia no es una cuestión de audiencias, pero el espectador agradece el entretenimiento. Y esa tendencia expresa a su vez el reconocimiento de una serie de sensibilidades culturales y sociales. El feminismo es ahora un aprendizaje no reglado, un estilo de vida, una excusa para censurar y, por supuesto, una reivindicación social hecha mercancía.

Hacer espectáculo de los dramas personales, animando a los telespectadores a recrearse en cada detalle, entra dentro de la libertad personal y constituye, asimismo, un buen negocio. Hay quien cree que exponerse de esta forma es un mérito y puede que lo sea, pero no hay que ignorar que tal acción se acompaña de responsabilidad personal e interés económico. ¿Puede ser esto un intercambio positivo? ¿Rocío: contar la verdad para seguir viva funciona como una nueva terapia de grupo? ¿Ayuda a prevenir realmente la violencia contra las mujeres, como se ha afirmado en diferentes espacios de televisión?

La docuserie pretende ser un reflejo neutral y aséptico de la realidad de Rocío Carrasco, incluso sus creadores y principales defensores sugieren que es un “bien social”. Sin embargo, atendiendo a las características del género, el formato donde Rociito cuenta su historia se asemeja más a una entrevista de la prensa del corazón que a un documental. Esta perversión supone un riesgo: confundir a la audiencia. Pero ¿acaso esto puede ser fuente de inquietud para la cadena, la productora o la propia protagonista? Por supuesto que no. Interesa un público movido salvajemente por las emociones, dócil ante el poder alienante de la televisión. Es decir, un público que pueda ser fácilmente reducido a una masa amorfa y desinhibida.

Al no tratarse, en términos estrictos, de un documental, gran parte de los espectadores se sienten obligados a posicionarse y a elegir bando. Son ellos mismos los que, azuzados por las voces más populares de Telecinco, aceptan o cuestionan las pruebas, escurren el bulto, se declaran admiradores acérrimos de los protagonistas u optan por un estilo pasivo-agresivo en redes sociales para agitar lemas como el ya inolvidable “no tiene coño”. La polarización que sufre el espectador se convierte en un recurso valioso para seguir generando contenido y buenos resultados de audiencia. Y es que si la “marea fucsia” es un producto de La fábrica de la tele, la “marea azul”, corriente que respalda a la familia Flores, ha encontrado en Bulldog Tv, responsable de Supervivientes y Ahora Olga, un aliado para bramar su versión.

Quiero que pongamos atención a lo siguiente: no es mi intención aquí cuestionar las decisiones de Rocío Carrasco. Tampoco su dolor. Pero quiero saber si como sociedad hemos aprendido algo de esto. Recuerdo que los golpes de pecho en el nombre de las mujeres, de las víctimas y del feminismo se hicieron habituales en la cadena tras el testimonio de Rociito. Pero, ¿había alguna verdad en el gesto? ¿Aquello era un compromiso real?

Como espectadora, siempre mantuve una actitud escéptica al respecto. Entre otras razones porque el objetivo de toda cadena se supedita, sin pudor, a ganar la batalla por las audiencias. Y esto lo saben los presentadores, las productoras y los ejecutivos de marketing. Otro de los motivos de mi desconfianza fue el desfile de “expertos” episodio tras episodio. Los expertos deben explicar la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja o expareja sin sesgos ideológicos y esto es algo que, lamentablemente, no se vio. Hablar de las causas, consecuencias o riesgos de lo que en nuestro país se ha denominado “violencia de género” no puede hacerse ignorando la evidencia científica o a golpe de especulación. La capacidad para distinguir una opinión de un conocimiento es algo que muchos olvidaron a la luz de los focos.

Hay quien se empeña en defender que los platós de la cadena son el nuevo lugar de la revolución feminista, como si las actitudes que despliegan en ellos, a menudo amenazantes y lesivas, pudieran ser ejemplo de algo. La virtuosidad rara vez es de cuna. Algunos abrirán los ojos cuando la degradación, que en horario de máxima audiencia se supone voluntaria y hasta reivindicativa, manifieste su efecto perverso en la audiencia y en la vida social democrática.

Durante los meses en los que se emitió la docuserie, diferentes figuras públicas y profesionales de distinta índole participaron abiertamente en este show. La ministra de igualdad, Irene Montero, o la delegada contra la violencia de género, Vicky Rosell, no tuvieron reparo en aparecer en distintos programas dedicados a “lo de Rociito”. El testimonio de Rocío Carrasco proporcionaba un vehículo perfecto para controlar el discurso público de la violencia contra las mujeres. Hoy, llama la atención que muy pocos de los que intervinieron para arropar a Rocío o para dar su visión profesional sobre la violencia de género se atrevan a señalar el juego sucio de Mediaset. Quizá su silencio esté sujeto a la segunda parte de la docuserie. ¿Cómo morder la mano que te da de comer?

Con el paso del tiempo, el cursillo de feminismo exprés con el que pontificaban varios miembros de la cadena parece más bien un lavado de cara, una apuesta por mejorar la imagen de marca de Mediaset. Cubrir un testimonio tan delicado y doloroso como el de Rocío Carrasco no puede realizarse al margen de las críticas al medio de comunicación y su manipulación ideológica. Con independencia de los límites morales del espectador, los hechos relatados por Rociito vuelven a quedar tristemente reducidos a un tratamiento cruel y sensacionalista.

Como una catarsis, ahora ya identificamos de forma explícita muchos aspectos sobreentendidos e ignorados en esta historia: es difícil que quienes trabajan en la cadena puedan ser a la vez juez y parte. Lo que se tildó como el Me Too español se ha convertido en un enfrentamiento entre mujeres, entre Rocío Carrasco y Rocío Flores; y entre Rocío Carrasco y Olga Moreno, actual mujer de Antonio David. En ese sentido, cabe apuntar a la incompetencia de algunos palmeros y la desvergüenza de los cretinos.

Si algo hemos aprendido a través de Rocío: contar la verdad para seguir viva es que el beneficio económico eclipsa todo compromiso real por la igualdad de género en los medios. Asistimos a la muerte anunciada de una revolución fraudulenta, a la reafirmación del infotainment. Emerge ahora otro relato, posiblemente no tan desgarrador, pero cuanto menos preocupante para mantener un clima democrático en esta guerra de informaciones y productoras: la falta de ética periodística es una forma de injusticia social.

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Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).


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