Luis Reséndiz: Estarás de acuerdo: los ochenta fueron una década prodigiosa para el cine. No solo de parte del cine independiente o “de arte” —allí están, nada más, Raging Bull, Hannah and Her Sisters o Fanny and Alexander—, sino también para el cine hollywoodense. Repasemos: el modelo de “éxito veraniego” estaba justo asentándose en esa época, con Tiburón de Spielberg estrenándose apenas en 1975 y Star Wars de Lucas en 1977, y muchos cineastas, inicialmente vinculados al movimiento independiente, se sumaron a grandes proyectos destinados a ser éxitos de taquilla. (Ese modelo permanece al día de hoy: directores hábiles surgidos de las canteras del cine indie, como Edgar Wright, Gareth Edwards o hasta Christopher Nolan, son llamados a dirigir proyectos de gran envergadura. Quizá lamentablemente, esta tradición —donde lo que priva es el talento— esté llegando a su fin para dar paso a un sistema casi burocrático donde importa más hacer méritos que concebir buenas películas: Zack Snyder o Michael Bay son el mejor ejemplo de esto. Pero esa es otra historia.)
Ivan Reitman pertenece a esa tradición. Inicialmente trabajó con David Cronenberg; se movió radicalmente hacia la comedia al producir Animal House y se subió por completo en la cresta del éxito cómico al dirigir Meatballs y Stripes, ambas con Bill Murray en protagónicos, ambas con Harold Ramis en el guion. Esta colaboración llegó quizá a su punto más alto con Ghostbusters. Aquí van algunas de las que yo considero son razones no solo de su éxito, sino de su calidad:
1) La mala leche. Esta es casi una tradición del cine ochentero: era ojete. Pensemos en Gremlins (Gabriel se aventó un buen texto sobre la secuela acá), Robocop (que Alonso también revisó ) o An American Werewolf in London (a la que también se le dedicó un análisis). Todas películas ochenteras y, más sorprendente aún, todas producidas y/o distribuidas por grandes estudios. Ghostbusters podría parecer estar en la vertiente más ligera de ese humor negro y espeso, pero es eso: tan solo una apariencia. ¿Pruebas? No vayamos más lejos: a Ray Stantz, el personaje interpretado por Dan Aykroyd, un espíritu le practica sexo oral. ¿Alguien no se acuerda? Acá las pruebas:
2) Su amplia vena paródica. Revisemos: hay probables (y sutiles) citas a El resplandor…
El exorcista…
Godzilla…
Aunado a todo eso, un tema principal que casi podría entenderse como respuesta o complemento a Thriller, de Michael Jackson. Ghostbusters es todo lo paródica e hilarante que podría intentar ser una Scary Movie, pero tomando esas parodias tan solo como un momento más en su argumento, un ingrediente más en la narración de su historia. No echemos en saco roto esta teoría: Rick Moranis, que en Ghostbusters interpreta al pelele Louis, apareció tres años más tarde como protagonista de Spaceballs, una deschavetada parodia de Star Wars dirigida por Mel Brooks. Ambas tienen en común la capacidad de mirar en perspectiva las convenciones de género de su época y reírse de ellas.
3) Su diseño de producción, emocionante hasta decir basta. Desde los uniformes de los cazafantasmas, el vehículo en el que se mueven, los equipos que usan para atrapar y contener a los espíritus, el Stay Puft Marshmallow Man, el peinado y las gafas de Egon… ¿Qué niño podía ver Ghostbusters y no desear profundamente tener alguno de sus artilugios, vivir en ese cuartel que es casi una metáfora de una casita del árbol?
He allí algunas de mis razones. Te toca.
*-*
Daniel Krauze: Ghostbusters está llena de momentos que, al menos durante mi infancia, me obligaban a taparme los ojos. Basta un ejemplo: No una, no dos… tres garras de perro demoniaco someten a Dana en su sala antes de convertirla en Zuul. ¿Qué le hacen en la cocina? ¿En qué consiste la posesión? Mejor no especular.
El trasfondo paranormal en Ghostbusters es una mezcla simpática entre el disparate (Ivo Shandor, un arquitecto devoto de una deidad mesopotámica) y el horror bíblico. Aykroyd, coguionista y fanático confeso de todo lo oculto, estuvo a cargo de aportar esos detalles. Quizás el mejor es la plática entre Ray y Winston sobre el fin del mundo, justo antes de que inicie el último tercio de la película: ominosa, bien escrita y bien actuada. Pero sobre todo: muy bien musicalizada.
(Para sumarle al factor macabro: en una conversación sobre el Apocalipsis y los muertos vivientes, las Torres Gemelas se apoderan de la última toma, antes del corte).
Eso me lleva al compositor Elmer Bernstein, quizás el elemento más sobresaliente de Ghostbusters. Es curioso que menciones An American Werewolf in London: Bernstein también fue el encargado de esa música. Las piezas son breves pero muy efectivas. Dicen las malas lenguas que Bernstein le rogó a John Landis que lo dejara musicalizar la transformación: para tu cajón de proyectos inconclusos.
https://www.youtube.com/watch?v=ouYe64WJfLE
Aunque en Ghostbusters Bernstein tuvo una chamba más extensa, el resultado es aún mejor. Dime qué registro quieres y su partitura lo toca con precisión: contrapunto cómico, amenaza, asombro, romance. Carajo, basta darle una oída al tema de Dana, una pieza tan linda que francamente merece espacio en una película en la que no salga un gigante de malvavisco.
Bernstein es el ingrediente que más se echa de menos en la secuela. El score y el soundtrack de Ghostbusters II son lamentables: llenos de arreglos melosos y rolas que tu papá te pondría en un viaje en carretera para hacerse el cool.
Porciertos:
1- ¿Quieres una clase para aprender a presentar personajes? Échale ojo a Reitman dándole la bienvenida a Peter Venkman. La puerta de su laboratorio nos prepara: Venkman Burn in Hell!, dice, en letras sangrientas. En el mismo tilt down, un cartón de hotel sobre la perilla pide privacidad. Nos tomará veinte segundos entender que Venkman está llevando a cabo un experimento diseñado para torturar a un pobre estudiante y para ligarse a una rubia a la que probablemente le dobla la edad. Aquí, Bill Murray se vuelve una estrella de cine: sádico, inmoral, coqueto, muy chistoso. En tres minutos, todo lo que necesitas saber del protagonista.
(“You only have 75 more to go…” LOL)
2- Ghostbusters tiene quizás el peor -y más conspicuo- extra en la historia del cine. Antes de la batalla final, un contingente de neoyorquinos recibe a los cazafantasmas con porras y gritos en la banqueta del edificio donde pronto aparecerá Gozer. Entre la multitud se asoma un fideo pelirrojo, ubicuo, medio siniestro, vestido como si aun viviera con sus papás. Cada gesto suyo, cada porra, cada muestra de sospechoso entusiasmo es una afrenta al séptimo arte. Lo pueden empezar a ver (y escuchar) en el 1.41 de este clip:
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Luis Reséndiz: Aprovecho tu mención a Ghostbusters II para decir por qué creo que es tan fallida. Hay varios factores, por supuesto –el score que mencionas es tan solo uno de ellos–, pero creo que el principal es su candidez, especialmente cuando se le contrasta con el espíritu ojete de la primera. Si en la original había mala onda, parodia, humor ácido y jubilosa incorrección, en la segunda hay un intento, muy endeble, de reivindicar al "ciudadano neoyorquino". "Los neoyorquinos son rudos, pero saben unirse cuando es necesario", parece decir esta película. Y sí, probablemente sea cierto –allí todo lo que vimos después del 11 de septiembre para demostrarlo–, pero esta hipótesis es traducida de forma desastrosa a la pantalla: ¿un río de materia viscosa formada de los malos pensamientos de los habitantes de Nueva York? ¿Los cazafantasmas salvando a la ciudad mientras montan a la Estatua de la Libertad? Casi toda la malicia, la grasita de la primera parte, termina convertida en la segunda en sacarinosa buenaondez. Y eso es algo que la franquicia no podía permitirse.
Porcierto:
Max Landis, a quien le guardo particular cariño por haber escrito Chronicle, tuiteó hace poco su idea para una tercera entrega. Échenle ojo: incluye al elenco de Parks and Recreation. Clic.