Hadewijch: El amor no se entrega más que al amor

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Estoy tratando de ser un cineasta… No soy cristiano.

Yo, antes que nada, soy alguien con dudas. Desprecio lo religioso, al clero.

Creo que hay algo profundo en los seres humanos, algo misterioso,

atado a lo sagrado. Lo sagrado también se encuentra en lo profano.

Hasta la fecha, Bruno Dumont ha dirigido cinco largometrajes que han sido descritos como, y cito: “no cerebrales, anti-burgueses, que aspiran a la pureza de la expresión a través de una estética rigurosa basada en la corporalidad de los actores y en los paisajes, sobretodo de Flandes”. Dumont dejó la academia para dedicarse al cine “por una necesidad de reconectarse con la gente”. Sus películas se enfocan en la complejidad de la gente común, redescubriendo la belleza con imágenes de sexo y de violencia que son contundentes y escandalosas. Dumont ataca sutilmente el desapego y el cinismo que hemos construido como defensa, obligándonos a sentir algo. Lo esencial es que el poder del cine nos regrese “al cuerpo, al corazón, a la verdad”, haciendo que la respuesta del público sea instintiva, visceral; la única opción al enfrentar las emociones.

Los personajes de Dumont están desesperados por encontrar la belleza, un propósito existencial, además de la comunión en un mundo sin moral. Sus antihéroes personifican la idealización de la gente común y corriente, que es silenciosa y al mismo tiempo sufre por sus procesos emocionales. Por lo tanto es natural que las relaciones humanas estén en el centro de sus historias, aunque él mismo se contradiga afirmando que las historias son secundarias –pues escribe novelas en lugar de guiones–, y que lo importante es la imagen.

Hadewijch, su última obra, continúa con la búsqueda de los orígenes de la violencia humana, y es hasta ahora la más perturbadora de todas sus películas. Curiosamente, a diferencia de sus otras cintas, no hay escenas de sexo violento; sin embargo, preserva su potencia.

Céline (Julie Sokolowski), una niña/mujer de 20 años, vive totalmente devota a Cristo, pero es expulsada de un convento por no ajustarse a las reglas de conducta. Ahí, se refugia del mundo, que al parecer es ajeno a ella. Confunde el martirio con la abstinencia. La Madre Superiora la acusa de ser una caricatura de una persona religiosa. Pero Céline quiere volverse, de un modo literal, la mujer de Cristo. Tiene que irse del convento para vivir experiencias por las que ella no ha optado, para que entonces, quizá, en la vida cotidiana, le sea revelado su “propio yo”.

Es a partir de esta premisa que, contrariamente a lo que suponemos, Céline se convierte en Hadewijch de Amberes, la poeta beguina del siglo XIII:

¿Qué haré, pobre mujer que soy?

¿Odiaré la fortuna?

¡Ay! ¡qué pena vivir me causa!

Amar no puedo, más tampoco dejar de amar.

El azar y el destino

me son por igual adversos:

¡abandonada de mí misma y de todos!

De vuelta a su casa, en realidad un palacio (su padre es ministro), Hadewijch empieza su transformación. En un café conoce a Yassine (Yassine Salihine), un chico musulmán que quiere enseñarle a vivir, pero para ella, el amor que siente por Dios es implacable y terrible, la llena de placer y al mismo tiempo de ira. Yassine le presenta a su hermano, Nassir (Karl Sarafidis), quien es mucho más religioso y le enseña el Corán. Con esto, Dumont sugiere la necesidad de una catarsis por parte de los creyentes: Nassir le dice a Hadewijch: “Debes actuar si tienes fe. Debes continuar el trabajo del creador”. Al igual que Hadewijch de Amberes, como mística de la esencia, ella debe superar todo intermediario hasta llegar al abismo de la divinidad donde el tú y el yo carecen de sentido, para ser uno con Dios. Por lo tanto, decide unirse a un grupo de fanáticos religiosos. Viaja con Nassir al Medio Oriente en una especie de Cruzada. Cuando vuelve de lo que parece un acto extremista –concretamente una bomba–, Dumont muestra que la crueldad humana no conoce límites. Hadewijch logra regresar al origen (el convento) mediante un despojo total. La película termina con el encuentro esperado entre ella y un obrero que trabaja en el convento (David Dewaele), y como a lo largo de todos los acontecimientos de la película, no sabemos si es un suceso mundano o divino.

En las dos Hadewijch, la histórica y el personaje de Dumont, nos encontramos ante un misticismo radical, es decir, vivido. El viaje de introspección las lleva a una nueva toma de conciencia. Su experiencia las introduce en otra dimensión de la realidad que no es el olvido, sino más bien un salto a lo desconocido, a un abismo, que se sabe, no tiene fondo.

– Tatiana Lipkes

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