Sobran motivos para celebrar Halley, la รณpera prima de Sebastiรกn Hofmann, en la que Beto, un pobre diablo chilango, literalmente se deshace, sometido a una pesadilla que nos remite a The Fly de David Cronenberg. Beto (Alberto Trujillo) trabaja en un gimnasio, colmado noche y dรญa por personas que, a diferencia de รฉl, admiran sus mรบsculos, henchidos por las pesas, frente a un espejo, y sonrรญen mientras dan brincos en una clase de aerobics. Por lo tanto, no sorprende que Halley inicie con su renuncia. A continuaciรณn, Hofmann, un director de pupila y manos pacientes, registra la rutina de su protagonista, que cubre heridas supurantes con llagas, escupe sangre en un fregadero y, mรกs adelante, rechaza hasta el pequeรฑo placer de unos hot cakes.
Hay que aplaudir, primero, la simetrรญa –la rima, el rigor– en los encuadres. En mรกs de diez ocasiones, ya sea de espaldas o viendo al lente, Beto aparece en el mero centro de la toma.
Hofmann, un director que teje misterios sin caer en la trampa, no deja suficiente espacio como para que alguien mรกs ocupe el cuadro ni nos permite imaginar que algo semejante pasarรก. Beto no se adueรฑa de la toma; no hay autoridad en su solitaria presencia.
Visualmente, las prioridades de Halley quedan bien establecidas. Su protagonista al centro y los personajes secundarios en la periferia. Asรญ aparece por primera vez Silvia, la dueรฑa del gimnasio, casi dislocada, como si la cรกmara nos avisara que le es indiferente. Esa indiferencia –generalizada; quizรกs uno de los temas centrales de la cinta– vuelve a quedar de manifiesto en la ristra de imรกgenes enfocadas en nucas. Beto les da la espalda a sus interlocutores, incluso a la audiencia, pero la ciudad le concede el mismo desprecio. El mundo, su mundo, estรก sordo. Solo Silvia le tiende la mano, pero Beto, claro, entiende los motivos de ese acercamiento intuitivamente. Cuando ella lo invita a su casa y le arroja un discurso ramplรณn sobre el poder curativo de la cumbia, Beto le dice, sin tacto, pero tambiรฉn sin malicia: “Estรกs muy sola”.
Ademรกs de Beto, solo dos cosas aparecen al centro del encuadre, y basta unir ambas imรกgenes para entender la cinta: la boca negra de un fregadero y la sombra que emite el nรบcleo de una linterna encendida, misma que Silvia usa para hablarle a Beto del cometa Halley como el hilo con el cual podemos trazar nuestro pasado y nuestro futuro. La vida: un orificio insondable y sediento.
Hay que aplaudir, despuรฉs, el trabajo de Alberto Trujillo como Beto, quien fรญsicamente aparece como una mezcla de zombi con Barlow de Salem’s Lot. Tambiรฉn tiene mucho del hรฉroe epรณnimo del famoso cortometraje de Carlos Carrera: otro sujeto de rostro opaco y semblante vencido que vaga por las tripas del metro chilango.
La cinta es menos efectiva cuando Hofmann se despega de su protagonista y le apuesta a un horror caleidoscรณpico que se siente cruel, fรกcil y gratuito. El primer adjetivo quizรกs le va bien a su cinta; los otros dos incomodan. Para lograrlo, el novel director apunta su cรกmara a los mรกs desagradables rostros chilangos, absortos en algรบn pecado: vanidad, gula, etcรฉtera. Pensar que el รบnico horror es el externo le resta potencia, y sabidurรญa, a su narrativa. Peor aรบn: convierte a Beto en un frรญvolo. Y, por aรฑadidura, a su director. Quรฉ diferente pelรญcula serรญa si Silvia fuera una mujer hermosa.
Al final, el cuerpo de Beto estรก a punto de desaparecer –pierde, ademรกs, el mismo รณrgano que Brundlefly–, pero, a diferencia de Hunger, de Steve McQueen, otra cinta sobre un hombre evanescente, narrada con similar paciencia y, al igual que esta, con un magnรญfico uso de insectos como sรญmbolos, aquรญ la muerte no consigue un carajo. El final es descorazonador como pocos. El hombre que ha pasado una cinta entera abandonado, con la vista fija en el reverso de decenas de crรกneos, nos da la espalda. Frente a รฉl hay un mar de hielo. La soledad: mejor vivirla solo que mal acompaรฑado.