Por la naturaleza del libro, Hugo es uno de esos casos en los que es conveniente y hasta necesario ocuparse –así sea brevemente– de aquel antes que de la película que inspiró. En él se encuentra no sólo la explicación de la fascinación de Martin Scorsese (quien la leyó de corrido), sino algunos elementos visuales que anticipan lo que luego se verá en pantalla. Escrita e ilustrada por Brian Selznick, la obra literaria de marras es una mezcla de libro infantil y novela gráfica: luego de algunas páginas en las que sólo hay texto –a veces en toda la página; otras, sólo unas líneas– hay otras que albergan ilustraciones. Las imágenes, en su mayoría dibujos hechos a lápiz, son abundantes, y lo mismo sugieren movimientos que remiten a los que hace la cámara en una película que narran algunos episodios de la historia; pero además hay fotogramas de películas y fotografías de época –como la del tren que salió de la estación de Montparnasse.. La invención de Hugo Cabret, el libro, alberga así más que una historia. Es, para decirlo en tres palabras, un libro cinematográfico.
De acuerdo a lo que comentó Robert Richardson, cinefotógrafo de la película, a la revista American Cinematographer, Scorsese “seleccionó un gran número de imágenes del libro que hablaban de lo que tenía en mente”, y luego pidió, a él y a la gente de diseño de producción, que fueran “fieles a lo que Brian había capturado”. De alguna manera así se entiende la apuesta por la utilización del 3D, decisión que sorprendió a Richardson, pues es una forma de evocar, en la sala de cine, las imágenes impresas en las páginas. Si en la literatura el cine encuentra una fuente de historias, en el libro de Selznick hay más: aquí también está la inspiración audiovisual para la obra.
La acción de Hugo se ubica en el París de los años treinta del siglo anterior. Registra las peripecias de Hugo (Asa Butterfield), un niño de 12 años que vive solo en una estación de trenes parisina. Un mal día, mientras trata de robar un ratón mecánico de una juguetería, es atrapado por su propietario, papá Georges (Ben Kingsley). Éste le quita al niño un cuaderno que es muy importante para él y, para recuperarlo, se ve obligado a trabajar con el juguetero. Hugo necesita piezas para hacer funcionar un autómata que puede escribir, y del que espera un mensaje de su padre. Mientras tanto, conoce a la ahijada de papá Georges, Isabelle (Chloë Grace Moretz). Ella tiene una llave que sirve para dar cuerda al autómata. Y cuando éste funciona, hace un dibujo; pero no es un mensaje de su padre: ante ellos aparece la célebre imagen de la nave incrustada en un ojo de la luna y, al final, una firma: Georges Méliès. Y la aventura inicia.
Martin Scorsese inaugura Hugo con un plano que es un verdadero prodigio (y que hace recordar el que cierra Shine a Light): la cámara vuela sobre París, entra a la estación, recorre los andenes y se detiene justo frente a un gran reloj, detrás del cual descubrimos a Hugo. En adelante los prodigios con la cámara se multiplican y se magnifican gracias al uso provechoso del 3D (pocas películas emplean con tanto sentido y fortuna esta herramienta): Scorsese ubica la cámara en ángulos insospechados, juega con las dimensiones de personas, objetos y espacios y explota las posibilidades de la profundidad de campo, que crecen con el 3D. La cámara emula a los dispositivos mecánicos que vemos por doquier. Y, como Hugo comenta en algún momento con relación a las partes de la maquinaria, en las que todas tienen un propósito, la cámara deja ver desde el inicio su propósito en este universo: es pertinente para la emulación (sus movimientos a menudo son similares a los de engranes o ejes) lo mismo que para establecer la perspectiva del niño (al emplazarse a menudo a su altura) y para hacer sensible la talla de Hugo y la del enorme mundo en el que se mueve (los relojes, la estación); es provechosa para el acompañamiento y para el distanciamiento, para la descripción lo mismo que para la emoción. Es fascinante. A esto hay que sumarle la calidez que aportan las luces de Robert Richardson y la música de Howard Shore. Este dispositivo reserva sorpresas constantes: es como asistir a un deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales que no cesa, mientras hace avanzar, con agilidad y emotividad, el relato.
Y el relato da cuenta de los problemas que vive Hugo, un personaje obsesivo, de esos que tanto le gustan a Scorsese. Éste plantea cuestionamientos sobre el propósito de la vida y la desazón que se instala cuando hay un extravío; la angustia que supone lidiar con la soledad no buscada y menos comprendida. Y Hugo recibe una ayuda de la infancia del cine, de las películas protagonizadas por Harold Lloyd, Buster Keaton y Charles Chaplin. Y de las películas de Méliès, por supuesto. Scorsese muestra cómo el cine, esa fábrica de sueños que él tanto ha ayudado, es un medio privilegiado para retratar la vida. Y si Hugo buscaba a su padre por medio del autómata, encuentra a Méliès (buscando a su padre encuentra a papá Georges): el cine es el camino para encontrar una vida mejor, el cobijo de una familia.
Con Hugo, al final, asistimos a una lección de cine (y vemos a los camarógrafos operar al ritmo que marca un metrónomo), en la que Scorsese recuerda el episodio en el que Méliès se acercó a los hermanos Lumière –si bien algunas fuentes sugieren que fue al padre de ellos– para comprarle una cámara, y obtuvo como respuesta que no valía la pena, pues “el cinematógrafo no tiene futuro”. Con Méliès la magia aparece a montones mientras se recrean sus presentaciones teatrales y sus rodajes. Con Scorsese, Hugo y Méliès asistimos a un conmovedor homenaje al cine. Incluso más: una declaración de amor que es un portento, propio de esta gran fábrica de sueños.