I’m still here, de Casey Affleck

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Hace más de dos años, el actor Joaquin Phoenix fue invitado al show de David Letterman. Enfundado en un traje que apenas lo contenía, con el pelo enmarañado, una barba fuera de control y lentes oscuros en un foro cerrado, lucía, como quien dice, dejado. Respondía “sí” y “no”, miraba hacia quién sabe dónde y no sabía nada de la película que estaba ahí para promover. Letterman lo miraba entre curioso y entretenido. “Es una pena que no hayas podido venir esta noche”, le dijo para despedirlo.

Pocas cosas irritan más a los medios y público gringos que las celebridades –sus guías morales– burlen las expectativas que se tienen de ellas. Cuando Phoenix, en ese entonces, dijo que dejaría de actuar para convertirse en rapero se vio al centro de un huracán de burlas, sarcasmo y morbo. Cuando habló de su cambio de rumbo en la entrevista con Letterman, el público estalló en carcajadas maniacas. Otros medios comentaron su “quiebre” y se preguntaron si era verdad o una tomadura de pelo. “La pregunta no es esa –dijo algún locutor– sino qué tanto nos importa.” La pregunta era retórica; el tono, hostil.

Todo esto –incluido Letterman– aparece documentado en la película I’m still here, del también actor Casey Affleck. A grandes rasgos, narra lo que sucede cuando un actor con la trayectoria de Phoenix, dos veces nominado al Óscar, decide que la actuación no le permite expresarse. Su carácter retraído e intenso le da por un lado un aura de respetabilidad y, por otro, de fragilidad psicológica: muchos le reclaman desperdiciar su talento, y todos dan por hecho que perdió la razón. La cámara de Affleck lo sigue de cerca desde que anuncia su “retiro” a un periodista, lo discute con sus publicistas, y luego vuelca su energía en conseguir que Sean Combs, un mogul del hip hop, produzca su primer álbum. I’m still here muestra a un Joaquin Phoenix inseguro y controlador, que pasa de la depresión a la euforia y que comparte con Charlie Sheen la idea de una buena fiesta: acompañado de prostitutas, e inhalando rayas de coca al estilo del conocedor. La cámara también muestra sus pininos poco afortunados en la composición de rap y a Combs prácticamente evitando hablar con él. Entre una cosa y otra, el actor ve la televisión y es testigo de cómo lo despedazan lo mismo periodistas que colegas actores. Se vuelva rapero o no, el medio cinematográfico parece empeñado en borrar el recuerdo de un actor con talento.

Hay dos formas de acercarse a I’m still here. Una es suponiendo que todo lo mostrado es real. No solo sería la manera correcta –una de la condiciones del cine es estar dispuesto a creer– sino que bastaría para observar el castigo que recibe Phoenix por no hacer lo que se espera de él. Quien quiera tomar esta ruta, no debe seguir leyendo.

Si, en cambio, uno ya sabe que, tras el estreno de la película en el Festival de Venecia, Phoenix “regresó” a su estado original, puede ir verla como el híbrido fascinante y perturbador que es. Una vez que Casey Affleck reveló que todo había sido un “acto” – algunos personajes eran actores y ciertas escenas de autodestrucción de Joaquin, falsas–, el enojo y el descrédito hasta entonces dirigidos hacia Phoenix se volcaron hacia el director. Periodistas y algunos críticos le reclamaron al director haber fabricado un hoax –una especie de rumor falso, pero masivo y fraudulento– y engañado de mala fe a su público. Affleck les contestó que él quería contar una historia, y que el trabajo de un director era encontrar la mejor manera de hacerlo.

Su respuesta no es ingenua y deja ver una gran intuición. La “mejor manera” que encontró para contar su fábula del actor descarriado fue, básicamente, sembrándola en el mundo real. No era un asunto fácil: necesitaba un actor dispuesto a destruir su imagen, y cuya atracción hacia el lado oscuro fuera no solo posible sino algo “natural”. Tendría que confiar en él lo suficiente como para permitirle manejar sus demonios; el tema era delicado, y no era raro que alguien cayera en la tentación de exponerlo de más. Ese actor –¡qué conveniente!– resultó ser parte de su clan. Desde hace cinco años, Casey Affleck está casado con la hermana menor de Joaquin. En corto, es también un Phoenix: está asociado con un apellido que en Hollywood es sinónimo de expectativas fallidas y malas decisiones de vida.

La muerte de River Phoenix no se menciona en I’m still here: Joaquin se niega a hablar de ella desde que sucedió, en el 93. La anécdota del actor promesa que murió por sobredosis afuera del bar propiedad de otro actor promesa (Johnny Depp) no sería el elefante en el cuarto si no fuera a su vez uno de los episodios más recordados de los noventa. Fue tema de decenas de artículos y programas de televisión sobre el peso de la celebridad, la pérdida de la inocencia y hasta la hipocresía del medio. Más allá del lamento colectivo por la pérdida del actor más alabado de su generación, algunos condenaron la incongruencia entre la imagen de un River sano, activista y vegetariano, y un reporte forense que mencionaba una mezcla de cocaína, diazepam y heroína como causa de su muerte. Apenas pasaron seis meses, otro ídolo con cara de ángel se metió una escopeta a la boca. Kurt Cobain le arrebató a Phoenix el título de mártir de la “Generación X”, y no es difícil entender por qué: al músico lo decepcionó el mundo mientras que el actor “engañó” a los demás con su imagen de muchacho íntegro. Como bien dijo Casey Affleck a propósito de su película, los fans y necesitados de ídolos no perdonan una decepción.

No importan las semejanzas obvias entre River y el Joaquin de I’m still here; ni saber si Affleck o Phoenix las consideraron –juntos o en solitario– a la hora de filmar su película. Basta saber que flotan en el aire y que pueden haber influido en muchas de las reacciones registradas en la película. Affleck quiso que los medios tuvieran un rol en su historia y mostraran sus verdaderos colores. Si bien el personaje era solo una construcción, las reacciones virulentas al anuncio de su retiro fueron totalmente reales. La historia de un Phoenix que dejaba al mundo plantado, harto de ser llamado “una promesa de la actuación”, era, quizá, demasiado cercana como para tomarse con calma. Hay déjà-vus agradables, y otros que dan terror.

Los días siguientes a la muerte de River, televisión y estaciones de radio transmitieron una y otra vez la llamada al 911 en la que un chico describía a su hermano convulsionándose en la banqueta, y pedía, desesperado, que llegaran a salvarle la vida. Cuando el crítico Roger Ebert entrevistó a Casey Affleck a propósito de I’m still here, dijo que le parecía que el uso que hacía Phoenix de su propia persona revelaba un enojo hacia la cultura de la celebridad mucho más profundo que una simple actuación. Affleck esquivó el tema; Ebert no insistió más. Bastó para señalar uno de los muchos puentes que el espectador de I’m still here puede usar para transitar entre la ficción y la realidad.

El cruce de verdad e invención, los móviles invisibles, la recreación de un desplome y el espectáculo de una persona haciendo trizas su reputación no bastarían para afirmar que I’m still here es cine y no solo una bromita ingeniosa. Sin embargo, el ojo arriesgado de Affleck en alianza con los demonios de Phoenix resulta en una película más íntima que voyeurista, cuya crueldad era necesaria para ir todavía más a fondo en el tema inagotable de la oscuridad del showbiz. Que Joaquin interprete a “Joaquin” no es trampa sino estrategia. Cuál es el verdadero es otro tema para discutir. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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