Cualquiera que haya leído La carretera, de Cormac McCarthy, y sepa que se ha hecho una película basada en ella, tendrá razones para ponerse a temblar. No sólo el pedante habitual –que opina que no hay que meterse con la Buena Literatura– sino otros que, entre otras cosas, nos preguntamos cómo harían un director, su guionista y su equipo alrededor para no convertir la novela en una película postapocalíptica más.
O en una película postapocalíptica, punto. Después de todo, la novela de McCarthy no visualiza el fin del mundo en términos morales, ni con ánimo de juicio ni de autoflagelación. La nieve y ceniza mezcladas, los troncos secos y rotos, y las ruinas de infraestructura urbana como única huella de una civilización acabada son sólo un escenario para hablar del paso de estafeta (o “del fuego que se lleva dentro”, como lo llama el protagonista) de un padre hacia su hijo ante una muerte que sabe cercana. En las páginas de esta novela, el vínculo filial no es un tema sino el argumento mismo. Urgente, poderoso y puro, se impone ante consideraciones sobre el qué, el cómo y el cuándo del fin de la humanidad tal y como se conocía apenas unos años atrás.
En una entrevista reciente publicada en The Wall Street Journal, el escritor de 76 años dijo que no le preocupaba aclarar qué tipo de desastre había dejado a sus personajes en el desamparo. Aún más, ni siquiera lo tenía claro. Lo único de lo que no dudaba era de que, de unos años para acá, sólo le interesaba escribir todos los días, y pasar el mayor tiempo posible con su hijo de once años. (“Todo lo demás me parece una pérdida de tiempo.”) De su relación cotidiana con el niño surgió, textual, el diálogo de La carretera en que el hijo le pregunta al padre qué haría si muriera, y a la que este le responde: “Me querría morir contigo.” “¿Para poder estar conmigo?”, vuelve a preguntar el niño. “Sí”, le contesta el padre. “Para poder estar contigo.” Enraizado en la biografía emocional de McCarthy, La carretera lo mismo hace el retrato de un hombre preocupado por enseñar a su hijo lo esencial para sobrevivir que sugiere que lo más esencial de todo es la valoración del tiempo presente, basada en una ética sin recovecos, y a sabiendas de que todo lo “del mundo” es efímero y prescindible.
Los retos de la adaptación a la pantalla, por tanto, no eran una mera cuestión de intimidación ante lo literario, sino de animarse a caminar en contra de todas las reglas vigentes de un género –el de exterminio– especialmente vigente. ¿Cómo traducir en imágenes la urgencia emocional del padre sin ceder a la tentación de ilustrar la adversidad y “llenar” la narración de aventuras? ¿Sería posible dar arranque al relato sin dar cuenta al espectador de las causas que han dejado en ruinas al planeta? ¿No es esta exposición de eventos –amenaza de la catástrofe/fases de la destrucción/modos de supervivencia– la que hace que el público se involucre en la situación? Y un último problema, propio de las adaptaciones: ¿desde qué punto de vista se contaría la historia? La voz del narrador literario es en su mayoría omnisciente pero, a veces, es también la voz introspectiva del padre. El significado de la jornada, los sueños y recuerdos en los que se evoca a una madre que decidió quedarse atrás, y el simbolismo religioso con el que el hombre reviste las rutinas más elementales, son atisbos a su mente pero también monólogos mudos. La diferencia es tan pequeña como enorme el problema de optar por una perspectiva u otra a la hora de escribir el guión.
La versión filmada de La carretera, que por fin llega a las salas, responde a estas preguntas y disipa todo prejuicio. Dirigida por el australiano John Hillcoat, se beneficia de sensibilidades lúgubres como la del músico Nick Cave y el director de fotografía Javier Aguirresarobe (Los fantasmas de Goya, Los otros, Crepúsculo 2 y 3). Los escenarios fríos y oscuros que recorren el padre y el hijo tienen una narrativa propia (como es el caso de la pintura) que vuelve innecesarias las escenas de acción. Son “naturalezas muertas” en el sentido funerario del género: cuadros con vegetación y frutos deteriorados que recuerdan el paso del tiempo y, en el caso de esta película, la imposibilidad absoluta de volver a la normalidad. Si acaso, hay dos objetivos que empujan a los personajes: la supervivencia del día a día (y todo lo que esto implica: buscar comida donde sea, y evitar ser la comida de alguien más), y seguir una dirección (el sur, la costa o lo que sea, aunque al final se sospeche que ahí no hay nada más). En la novela y en la película la catástrofe más temida es la total soledad.
El cimiento de La carretera es la certeza y no el miedo. Puede que la muerte los encuentre al minuto siguiente, pero los personajes –sobre todo el padre– saben que serán ellos quienes a lo largo de ese minuto den sentido a su “estar ahí”. La pérdida de control, sobre todo alrededor de ellos, es también la recuperación de una libertad esencial: la de pelear por la supervivencia (o, en el caso de la madre, decidir no hacerlo) guiados por un mandato ético y personal. Uno protege al otro, ambos deciden estar del lado “de los buenos”, y la consigna es “llevar el fuego” –algo parecido a portar la antorcha de la bondad.
Más allá de los sonidos y las texturas melancólicas, y de un guión que respeta los símbolos, metáforas y abstracciones del original, La carretera es emotiva, y no un simple ejercicio de estilo, gracias a la actuación al límite de Viggo Mortensen. A través de muy pocos diálogos (y, sobre todo, de sus silencios) construye a un personaje que presiente la proximidad de la muerte, pero que está más devastado aún por la pérdida del vínculo con su mujer (Charlize Theron) y, eventualmente, con su hijo (Kodi Smit-McPhee). Cuando llega al final de su viaje –y evocando a los personajes arquetípicos de McCarthy–, sentimos la muerte de un hombre que guardaba la historia de los hombres que lo precedieron. La escena de su agonía y muerte es una de las más duras del cine de los últimos años, e ilustra quizá como ninguna la paradoja más cruel en el diseño del ciclo vital: la muerte de los padres es necesaria y natural; también es, para el hijo, una experiencia imposible de asimilar. La escena en La carretera que muestra el desamparo del niño hace que el exterminio del hombre sea un asunto circunstancial. En esa sola secuencia, el tema del fin del mundo deja de ser literal: se convierte en la metáfora de la sensación que invade al huérfano cuando comprueba que su padre ha muerto, y que está a punto de convertirse en un cadáver congelado más.
Entre más atípica se revela La carretera en relación a otras películas con temas en común, más se pregunta uno qué tanto esas otras películas han perdido su rumbo. Cuando, en vez de sentir empatía (o lo que sea) por sus personajes, preferimos cuestionar la verosimilitud de su situación, es tiempo de considerar que algo está saliendo mal. (Quizá sólo 28 días, del inglés Danny Boyle, consigue que sus escenas de un Londres abandonado expresen lo que sería el horror de la deshumanización.) Entre más tremendas/detalladas/complejas sean las catástrofes/plagas/guerras que en una película amenacen con extinguir a toda una sociedad, menos acaba importando qué sienten los individuos a punto de desaparecer. La atención invertida en descubrir quién fabricó el virus, por qué se le dejó escapar, qué grupo de poder lo planeó y en cuál de las profecías encaja la conspiración no deja tiempo para sentir algo por esos que van a morir. Ya no se diga para acordarse de que somos, junto con ellos, parte de “la humanidad”.
Si el cine ha desarrollado un equivalente al memento mori que desde siempre ha sido un motivo en las artes que, se supone, lo integran, este difícilmente sería el género del exterminio. Si es cierto que, como en otros casos, pretende recordarle al hombre lo inminente de su desaparición de la tierra, pocas veces lo lleva a algún tipo de reflexión. (Esto es, a un replanteamiento genuino sobre su vida en el aquí y el ahora, y no a un deseo tarado de convertirse en “avatar”.)
La carretera, de John Hillcoat, es una honrosa excepción. En lo absoluto contaminada por ambientalismos fashioned, olas de corrección política, visiones milenaristas y todo lo que hoy pasa por “cine para reconsiderar”, es sólo una película sobre las pocas decisiones que importan, y la necesidad de tomarlas cuando aún se tiene tiempo para verlas cristalizar. Ya sea porque se acaba el mundo, o nuestro paso por él. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.