La excelencia actoral de Big Little Lies

Estructurada en siete capítulos, la serie aborda temas como el abuso doméstico, las realidades agridulces del matrimonio, la crisis de la mediana edad, los absurdos de la sobreprotección paternal y la naturaleza trasgeneracional de la violencia contra las mujeres.
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A fines de 2004, la ya desaparecida Gestión de Negocios, publicación que edité durante poco más de un lustro, desarrolló Placeres, un suplemento orientado a complementar con artículos de entretenimiento, gastronomía y cultura el estilo de vida del ejecutivo que era, en términos ideales, el lector promedio de la revista. Placeres duró unos cuantos meses –al parecer, los lectores y anunciantes de Gestión de Negocios sólo estaban interesados en el mundo de la administración de empresas–, pero la idea me permitió incorporar como colaborador a Gustavo García, entonces crítico de cine de varios medios (como Letras Libres). Siempre que visitaba la redacción, García platicaba con intensidad dicharachera sobre lo que había visto y disfrutado en cine y televisión. Una vez llegó emocionadísimo a recomendar una serie mordaz, oscura y compleja sobre las vidas interiores de las amas de casa que habitan los suburbios de Estados Unidos. El nombre del programa: Esposas desesperadas (Desperate Housewives). Nunca entendí qué le vio.

Gustavo falleció prematuramente el 7 de noviembre de 2013, pero si estuviera vivo le diría que por fin vi el programa que describió, sólo que su nombre no es Esposas desesperadas, sino Big Little Lies, la miniserie basada en el libro del mismo nombre escrito por Liane Moriarty, transmitida por HBO y desarrollada para la televisión por David E. Kelley y el director Jean-Marc Vallée (Dallas Buyers Club). Big Little Lies se centra en la historia de cuatro mujeres que radican en Monterey, California: Madeline (Reese Whiterspoon), ama de casa conflictuada por los problemas para montar una obra (Avenida Q) en el auditorio de la comunidad, la casi nula atracción por el cónyuge, los consecuentes deslices de infidelidad con el director de teatro, el rencor hacia el exesposo y su ubicua novia ultracool (Bonnie, interpretada por Zoë Kravitz), así como por la creciente distancia emotiva que amenaza con marginarla de sus dos hijas: Abigail, una adolescente en estado perpetuo de rebeldía producto de su primer matrimonio, y Chloe, una niña de 7 años poseedora de habilidades melómanas pop que rayan en lo increíble y fruto de su matrimonio actual; Celeste (Nicole Kidman), exabogada empujada al retiro prematuro por su esposo, Perry (Alexander Skarsgard), con quien sostiene una relación megatóxica disfrazada de matrimonio ideal con casa de ensueño, envidia vecinal y gemelos adorables (Josh y Max); Jane (Shailene Woodley), madre veinteañera de Ziggy, contadora desempleada y la chica nueva en el pueblo, y Renata (Laura Dern), CEO y delirante “madre helicóptero” de Amabella, compañera de escuela de Chloe, Josh, Max y Ziggy.

Vista de manera prejuiciada, Big Little Lies podría confundirse con una serie producida para la misma audiencia que espera con ansiedad la tercera parte de Sex and the City: una feria de estereotipos y situaciones acartonadas diseñadas para un público entregado a la ligereza y garbo de sus protagonistas (John Anderson, de The Wall Street Journal, la calificó reductivamente como “basura deliciosa” pensada para generar goce vicario en “el espectador interesado en los bienes raíces, la moda y el sexo”). Las ambiciones del programa de Kelley y Vallée, sin embargo, van más allá de la ópera bufa. Estructurada en siete capítulos de casi una hora de duración, Big Little Lies aborda temas como el abuso doméstico, las realidades agridulces del matrimonio, la crisis de la mediana edad, los absurdos de la sobreprotección paternal y la naturaleza trasgeneracional de la violencia contra las mujeres. La trama avanza por dos caminos narrativos: una acusación infundada de bullying en la escuela que detona una guerra entre Madeline, Renata y Jane; y la investigación de un asesinato en el marco de una fiesta de disfraces organizada por el colegio para recaudar fondos. La víctima y el victimario se revelan en los minutos finales, por lo que la serie no es tanto un “quién lo hizo” (whodunnit?), sino un “quién se lo hizo a quién”. El ambiente de frivolidad, chisme y envidia de la burguesía de Monterey es representado por un coro griego de madres y padres de familia que son interrogados por la policía tras el homicidio. Mentalmente, el grueso de los adultos de Monterey aún sigue en la preparatoria. La competencia por ser popular es brutal. Como lo sugiere la secuencia inicial de créditos, nunca salimos de la escuela: el colegio es un microcosmos de lo que vendrá después.

Casting perfecto

Amén de algunas vistas dignas de aparecer en Fantasy Homes by the Sea, Big Little Lies no consigue presentar a Monterey como una comunidad orgánica (de hecho, no sorprende que buena parte del programa haya sido filmada en Pasadena y Malibú). También abusa del uso de recursos perezosos como el jump scare (cambio abrupto de imagen acompañado de un efecto de sonido estridente) para mantener al espectador en estado de alerta. Con todo, Big Little Lies no está exenta de talento narrativo: Vallée construye una eficiente estructura fragmentada donde convergen flashbacks, pasajes oníricos y motifs visuales cuyo significado muta a lo largo de la serie, en concordancia con la forma en la que los personajes se revelan como algo más que su simple estereotipo. La banda sonora también es un acierto: la inclusión de Death in Vegas y Miss Kittin en momentos clave es un bienvenido respiro de las baladas que los dramas televisivos tienden a utilizar para intensificar la turbulencia emocional de sus personajes. Su dirección de actores, además, es impecable. Elia Kazan, director de Nido de Ratas (On the Waterfront), decía que la fórmula del éxito es 80% casting, 10% habilidad y 10% suerte. El casting de Big Little Lies es prácticamente perfecto. Whiterspoon destila sin complejos la personalidad fílmica que construyó en cintas como Legally Blonde y consigue su mejor actuación desde Election (Payne, 1999). Dern añade un nuevo personaje a su portafolio de mujeres al borde de un ataque de nervios, aunque a diferencia de trabajos anteriores, esta vez es una ejecutiva implacable y ganadora, si bien un tanto acomplejada por su naturaleza competitiva. En manos de otra actriz, Renata sería odiosa y chocante; Dern, en cambio, la dota de una fragilidad conmovedora. Hasta el ensamble infantil es notable. Las secuencias escolares están actuadas con una naturalidad poco común en la televisión.

La actuación más poderosa, no obstante, es la de Kidman. La percepción popular asocia el abuso doméstico con los sectores más desprotegidos. No necesariamente es así: el hecho de que Celeste se haya desempeñado con éxito en la abogacía no le impide formular de manera cotidiana las “pequeñas grandes mentiras” que le permiten convencerse de que no está casada con un monstruo capaz de finalizar con su vida en cualquier momento. La complejidad de la relación es patológica. Las secuencias entre Kidman y la terapeuta que le ayuda a conciliarse con la verdad son estremecedoras. Vallée se olvida de la fragmentación para centrarse en el sutil lenguaje físico de Kidman y exponer sin florituras la toma de conciencia de Celeste. Kidman gusta de interpretar mujeres que suelen disimular su personalidad e inteligencia en aras de sobrevivir (Dead Calm), satisfacer a su marido (Eyes Wide Shut) o simplemente poder ser parte de la sociedad (Dogville). Celeste no sólo es una adición estelar a esa colección de sobrevivientes, sino que consagra a la actriz como una figura icónica. Kidman, quién podría rebatirlo, se encuentra en su mejor momento actoral. 

El éxito de rating de Big Little Lies ha redundado en que los productores de la miniserie comiencen a manejar la posibilidad de una segunda temporada. Vallée ha declarado su desinterés por continuar un trabajo que considera redondo y acabado. El final armónico de la hasta hoy única temporada parece darle la razón. Ojalá prevalezca el buen juicio. Sería una pena ver a estos personajes reducidos a los estereotipos que tan valientemente se rehusaron a ser. Eso no es ninguna mentira.

 

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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