En La enfermedad como metáfora, de 1977, Susan Sontag identificaba la tuberculosis y el cáncer como las dos enfermedades más mitificadas de la modernidad (el sida, la tercera, analizada en un ensayo posterior). Así como en el siglo XX la tuberculosis se asociaba a personas que habían sucumbido a placeres y excesos –creencia que desapareció tan pronto se descubrió su cura–, en el XX, el cáncer se relacionó con un vicio del temperamento, opuesto al de la tuberculosis: la represión de las emociones, la acumulación de rencores, el impulso de controlar. La enfermedad es metáfora de castigo: la consecuencia de romper el equilibrio entre psique y corporeidad. “A los pacientes de cáncer –dice Sontag en su texto– se les miente no sólo porque la enfermedad es (o se cree que es) una sentencia de muerte, sino porque es percibida como obscena; en la acepción original de la palabra: de mal augurio, abominable, repugnante a los sentidos.” Los médicos recurren al eufemismo o al secreto, disminuyendo así la posibilidad de buscar tratamientos efectivos. Cuando Sontag publicó La enfermedad como metáfora ya había superado un cáncer de mama en estado avanzado. Le esperaba librar una batalla contra un sarcoma uterino y perder otra contra la leucemia que la mataría a la edad de 71 años. Enemiga declarada de la interpretación, Sontag se vio atrapada en la ironía de encarnar el estigma del “temperamento cancerígeno”. “¡No quiero calidad de vida!”, fue la respuesta indignada a la oferta que le hizo un médico de aminorar los síntomas, a cambio de resignarse a la muerte. Entre el primer y el último cáncer pasaron casi cuarenta años.
A la luz de una estampa como ésta (mezcla de antropología cultural y biografía, que derivan en manifiesto estético), una película como Tiempo de vivir, del francés François Ozon, se siente anacrónica y blanda, y echa por tierra la reputación y credenciales de su director.
Conocido por oscilar entre la parodia brutal (Sitcom), el homenaje kitsch (Ocho mujeres), y el estudio de personajes femeninos complejos y perturbadores (Mirando al mar, Bajo la arena), Ozon había probado ser un director renuente a abusar de recursos que garantizan una respuesta emocional. Por ejemplo, a las metáforas fáciles, como esas que equiparan carácter y enfermedad.
Sin gota de ironía, el protagonista de Tiempo de vivir recorre todas las fases que se esperan de un personaje “en su condición”. Un homosexual de 31 años, Romain es un fotógrafo de moda superficial por definición, arrogante e insensible, y es diagnosticado con un cáncer mortal. El médico sugiere quimioterapia; Romain la descarta sin pensar. Un amigo de sus padres –dice– murió aun después de someterse al tratamiento que le provocó dolores, la pérdida del pelo, falta del apetito, etc. “Pero usted es joven y debería luchar”, le responde el médico, para luego recordarle que igual no le serviría demasiado. “Olvídelo”, dice el paciente. “No lo juzgo”, le contesta el doctor.
Romain decide guardarse el secreto de su enfermedad y poco a poco se irá despidiendo de aquellos en su entorno. La despedida es secreta: finge peleas y rupturas que eviten sufrimientos mayores y despierten en los otros sentimientos de piedad. Romain hace las paces con la vida y con su persona, y muere –la moraleja es obvia– con la dignidad de quien se resigna a su propia desaparición.
Pienso en la cantidad de puntos que pueden esgrimirse a favor de esta conclusión: la decisión sobre la muerte propia, el nacimiento del espíritu a la par de la descomposición del cuerpo, el rechazo a la convención de un final esperanzador. Pienso, también, que estos mismos argumentos la vuelven una fábula entre nihilista y cursi, tan moralista y aleccionadora como aquella que habría elegido la vida sobre la muerte. Y pienso, con nostalgia, en películas como Las noches salvajes (Cyrill Collard, 1994), sobre un joven con sida que decide infectar a todos a su alrededor, y cuyo actor protagonista, director, y autor de la novela homónima, murió cuatro días antes de que su película ganara un premio a la mejor película francesa del año. No es que la visión destructiva de Collard me parezca, por extrema, superior a la de Ozon. Mucho menos más valiente, o mejor material de ficción. Creo, sólo, que es menos resignada a una expectativa moral. En su decisión de “morir a su manera”, el protagonista de Tiempo de vivir responde más a mitologías culturales que al impulso de vida o de muerte –impredecible, arrollador– que determina los actos de alguien en su situación: nihilistas e irracionales en el caso de Collard, o humanistas y lúcidos, como el reclamo de Sontag ante la posibilidad de morir. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.