Convengamos con el lector una idea: la televisión es cine. Sin importar la extensión de la serie de TV y la película, ambas utilizan el mismo principio basado en la manipulación de la luz —que es la esencia del cine—: una concatenación de imágenes proyectadas una tras otra. Ese principio es el que determina la categoría de la cosa. Ejemplos análogos en otras disciplinas: las novelas gráficas habitan dentro de la categoría cómic; las novelas, cuentos y crónicas habitan dentro de la categoría de literatura; etc. Así, serie de televisión y película habitan dentro de la categoría cine; los nombres que damos a cada una de ellas funcionan definiendo el formato —o el medio de transmisión, inicialmente, aunque la aparición de las videocaseteras y DVD’s vino a difuminar esa línea. Incluso así, encontraremos particularidades en el formato, posibilidades de ruptura que nos indican la inexistencia de una barrera entre ambas: Berlin Alexanderplatz dura 15 horas y media y fue proyectada como película y serie (fue filmada en 16 mm, aunque pensada para proyectarse en la televisión; en México fue proyectada en la sala de la Cineteca Nacional, pero en video, y en canal 22, lo que estira todavía más la cuestión de qué es cada cosa). Un ejemplo extremo sería Logistics, film sueco programado para finales de este año, que sigue a un producto desde una tienda en Estocolmo hasta la fábrica en la que fue elaborado, en China: dura 51420 minutos, casi 36 días. Nadie duda en catalogar a ambas como cine, pese a las subversiones del formato considerado “estándar” —palabra que, como ya hemos visto, dice poquísimo sobre la cosa de la que hablamos—. El cine clásico —digamos: “hollywoodense”— y la televisión comparten un idioma y principios narrativos básicos. Ejemplos: espacialidad —un personaje sale por la derecha de la pantalla y reaparece por la izquierda—; dimensionalidad —un hombre mira a algo fuera de cámara; corte a un objeto: entendemos que el hombre mira ese objeto— y causalidad —un hombre marca por teléfono; corte a: un teléfono sonando en otro lugar: entendemos que el hombre marcó a ese teléfono—. Lo que tal vez —sólo tal vez, o tal vez en casos específicos— no comparten es el dialecto y la poética. Pero eso no importa: existen varios dialectos y distintas poéticas en literatura, cómic, pintura, y eso no convierte a cada dialecto y poética en otra disciplina.
Una serie de televisión, entonces, puede agruparse dentro de la categoría “cine”. Esto sirve para hacer más específico el objeto de estudio. Si aceptamos que ambas, serie y película, son dos categorías de la misma disciplina, concebir el diálogo entre ellas es menos complicado; el estudio entonces se amplía, justificadamente, y se enriquece.
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Un diálogo requiere al menos dos interlocutores. Como en las películas, habrá series que dialoguen más o menos con otras obras. Todo dependerá de sus referentes, de las cosas que la habiten y conformen. Si una serie de televisión es rica, si posee elementos de diálogo, no habrá diferencia en el desglose respecto al que podría haber en una película: se buscarán capas, se analizarán referentes, se profundizará en ella. Se investigará el diálogo que mantiene con otras obras.
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En la televisión de 2012 no hubo una obra que sostuviera un diálogo con otras obras como Boardwalk Empire. Desde su arranque, hace más de dos años, los referentes a su alrededor estaban a la vista: la organización criminal y los debates existenciales del jefe mafioso que parecían sacados de Los Soprano; múltiples guiños al cine de Martin Scorsese, el sentido de comunidad que remitía directamente a Deadwood. (El décimo octavo episodio de Los Soprano, Big Girls Don’t Cry, escrito por Terence Winter, antecede de forma curiosa –y quizá deliberada— a Boardwalk:
Pero no basta con influencias para construir una gran serie. La primera temporada de Boardwalk Empire caminaba a su propio ritmo. Su construcción parecía lentísima: cosas sucedían, sí, pero era difícil acceder a ellas. Todo lo que estaba en ella parecía predisponer a la contemplación de una gran obra: la producción y dirección de Scorsese; la presencia de Terence Winter; el elenco coral con grandes nombres —de grandes actores secundarios.Boardwalk Empire tenía la calidad técnica: nadie usaba la cámara como el equipo de Winter; nadie planeaba sus set-pieces ni definía su espacio cinematográfico de tal manera; nadie tenía el cuidado —ni Mad Men— que la serie ponía en la ambientación, en la recreación de una época. Pero hacía falta algo que la acercara a las grandes ligas. Algo.
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O no. En el caso de las series de televisión, un error de apreciación común es el del juicio apresurado: se juzga cada episodio como una obra en sí; cuando termina la temporada, se juzga la temporada y se decide si la serie vale o no la pena. Quizá este juicio tenga cierta validez —no se puede negar que hay recaps y revisiones a las temporadas que dan en el clavo—, pero lo que parece más sensato es que una opinión acerca de un capítulo o una temporada sería como leer un capítulo de una novela y juzgar a partir de allí si vale la pena o no continuar: es decir, un juicio sobre una obra incompleta. Las series de televisión exigen paciencia: permanecer allí las horas que dure —a Luck le bastaron nueve horas para volverse memorable; Los Soprano se transforman de algo que parece una farsa hasta una pieza de cine perfecta durante sus 60 horas de duración— hasta que la obra concluya; después, analizar, intentar explicarla. Al suceder en el tiempo de forma prolongada —Doctor Who, sin ir más lejos, lleva 60 años de transmisiones intermitentes pero con cierta continuidad—, la serie de televisión exige más atención, tiempo real, entrega: su análisis implica, de entrada, mayor material tangible que el de una película tradicional.
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Boardwalk Empireparecía —al ojo de algunos, como June Thomas, de Slate— una serie aburrida. Un artículo de ScreenRant de hace dos años proponía cinco razones por las cuales la serie podría no ser tan grande como Los Soprano. Una de ellas era “It Has a Great Cast (But Does it have Memorable Characters?)”. La afirmación quizá —sólo quizá— podría haber sido cierta hace dos años, cuando la serie terminaba su primera temporada y estaba, en cierta forma, apenas definiendo a sus personajes, escenarios y, principalmente, alcances de la trama. Boardwalk Empire extendió su universo —ya se intuía desde la primera temporada— a otros sitios, geográficos, temáticos y emocionales. El sexto episodio de la primera temporada, por ejemplo, opera hacia atrás, en el pasado —muestra y explica el trasfondo emocional de Nucky—; en el presente —hace que la trama avance— y en el futuro —sus acciones tendrán repercusiones en el pequeño hijastro de Nucky que llegarán hasta la tercera temporada. Empero, ¿qué podríamos decir si sólo se hubiera visto la primera temporada? Probablemente, muy poco: el momento está allí —estéticamente logrado, con sus encuadres simétricos, su toma cuidada y el fuego cubriéndolo todo—, pero las cosas que dice acerca del futuro inmediato y el futuro “a largo plazo” (las consecuencias en las temporadas siguientes, por llamarlas de alguna forma), aún no ocurren. Unrecap o un texto acerca de toda la temporada podrían reconocer la calidad o funcionalidad de tal o cual elemento, pero forzosamente tendría que quedarse corto ante lo que aún no existe. La única forma de escribir ese texto y mantener su validez en el futuro tendría que ser aceptando de antemano que se está ante una obra en construcción; cualquier comentario o análisis realizado sobre esa obra deberá admitirse, también, como incompleto.
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Ninguna serie durante 2012, se dijo arriba, mantuvo un diálogo con el resto del cine como Boardwalk Empire. Pero este diálogo y sus resonancias no están a la mano de todos: se requiere paciencia, tiempo, dedicación. El último episodio de la tercera temporada, emitido hace apenas un par de semanas, refirió de forma directa a Taxi Driver (y a The Searchers, pero ese es otro cantar):
Pero ese diálogo no comenzó en el último episodio. Ese diálogo comenzó mucho tiempo antes. 29 episodios, casi 30 horas antes del catártico rescate à la Taxi Driver, vimos aparecer por primera vez a Richard Harrow como un trasunto de El Fantasma de la Ópera. Durante esas 30 horas vimos a Harrow aparecer, convertirse en amigo de Jimmy Darmody, perder la virginidad, confesar haber matado a más de 60 hombres; disparar a una mesa de un restaurante desde una alejada ventana de hotel y dar en el blanco; vengar la muerte de su mejor amiga y enamorarse. Ese tiempo transcurrido, literal y cinematográficamente, no puede verse en una película. La escena de la matanza de Harrow, tan similar a la de la matanza de Travis Bickle en Taxi Driver, está cargada de significado porque sobre ella hay decenas de horas de capas de signos y símbolos que la serie acumuló para que, llegado el momento, pudieran interpretarse. No podemos decir —intentarlo sería una pérdida de tiempo— que el cine de las películas sea “mejor” que el cine de las series de televisión, pero sí hay una cosa segura: el segundo teje, con calma y a su ritmo, un elogio de esa virtud venida a menos: la paciencia.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.