Las más graves omisiones en la historia del Óscar

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A pesar de que en los últimos años ha bajado su audiencia, millones de personas siguen viendo la transmisión de los Óscares. Hay quienes los ven por morbo: en espera de un faux pas por parte de un renombrado actor o del patético espectáculo que presupone ver a una actriz bellísima y multimillonaria llorar con un calvito dorado entre las manos; hay quienes los ven porque juegan a las quinielas, porque le apuestan a los ganadores; y hay quienes los ven por tradición. No obstante, aventuro una hipótesis. Sea por tradición, por morbo o por un afán monetario, ver los Óscares es siempre un ejercicio de frustración. Sabemos que no nominaron a quienes deberían haber nominado, y sabemos que, entre los que están sentados en el auditorio, el premio casi siempre se lo llevará el que no lo merece. Le arrojamos tomates a la tele cuando Sean Penn le ganó a Bill Murray, cuando Dances with wolves le ganó a Goodfellas, cuando Forrest Gump le ganó a Shawshank redemption. En suma: vemos los Óscares porque tenemos la impresión de que sabemos más que la Academia. Ver la ceremonia y atestiguar que siguen premiando a los equivocados es, más que un ejercicio de frustración anual, una especie de reafirmación de nuestra sabiduría fílmica. Es desde ese púlpito –desde la cinefilia pedante, pues- del que sale la siguiente lista. Las grandes omisiones de los últimos veinte años del Óscar: actores y películas que ni siquiera fueron nominados.

Brendan Fraser, Gods and monsters. La mejor película de 1998 –y, junto a The ice storm de Ang Lee, la mejor de aquella década-, Gods and monsters cuenta la historia de James Whale (Ian McKellen), el director de Frankenstein, y de su amistad con Clayton Boone, su jardinero, interpretado por Brendan Fraser. Ambos son papeles complejísimos, repletos de matices e insondables profundidades, pero el único en llevarse una nominación fue McKellen. Sin embargo, es Fraser, ahora relegado a películas infantiles de poca monta, el verdadero protagonista de la historia. De jardinero monosilábico y solitario a militar homofóbico, de niño quebrado frente a la petición siniestra de Whale a, finalmente, hombre de familia, Fraser da aquí claves suficientes para preguntarnos si la suya es, quizás, la carrera más desperdiciada del Hollywood moderno. Y es esta, su única interpretación dramática e impecable, la única prueba de eso.

Peter Sarsgaard, Shattered Glass. Una de las mejores y más sutiles películas de la década pasada, y también una de las más olvidadas, Shattered Glass habla sobre el fraude cometido por Stephen Glass en contra de The New Republic, en el que, durante años, inventó historias como la base de más de una docena de artículos. Como Chuck Lane, el editor de la revista, Sarsgaard tuvo un reto doble: ser la guía moral de la cinta e intentar crear empatía con el espectador habitando a un personaje que no parece querer o necesitar el cariño de la audiencia. Su interpretación es todo lo que la Academia tiende a ignorar: sutil y real, sin desplantes histriónicos. Las diversas asociaciones de críticos de Estados Unidos le dieron suficientes premios a Sarsgaard como para llenar una bodega, mientras que el Óscar ni siquiera lo nominó.

Presumed innocent. En 1990 nominaron a Ghost para mejor película, aquella cinta, resabio de la cursilería ochentera, sobre un esposo que, ya muerto, se dedica a proteger a su mujer (con la que moldeaba figuras de barro como nadie, en la historia, ha moldeado figuras de barro). Nominaron, también, a The Godfather Part III, ese símbolo de la ineludible decadencia Coppoliana. Pero no nominaron a Presumed innocent, quizás el mejor courtroom drama de toda la década y una de las mejores cintas que hizo Harrison Ford en su época dorada. La historia de un abogado (Ford), acusado de matar a su amante, es francamente extraordinaria: elegante, actuada a la perfección y con un final digno de The usual suspects.

Ian Holm, The sweet hereafter. La mejor cinta de Atom Egoyan, basada en la novela homónima de Russell Banks, tiene, también, la interpretación más destacada de uno de los grandes actores de nuestros tiempos. En el papel de Mitchell Stephens, un abogado que viaja a un remoto pueblo para representar a los afectados de un desastroso accidente, Ian Holm no da un registro en falso. Con un turbulento pasado a cuestas que esconde sus verdaderas motivaciones, el viejo histrión británico da aquí una cátedra de versatilidad y contención. Bastaba ver esta secuencia para darle el Óscar. La Academia ni siquiera lo nominó.

Noami Watts, King Kong. Sí, es una cinta melosa y llena de efectos especiales. Sí, su protagonista es un gigantesco gorila computarizado. Sí, tiene una secuencia de quince minutos en la que todo un equipo de filmación es perseguido en un desfiladero por una centena de dinosaurios. Y a pesar de eso –o, quizás, por eso- creo que Watts debería haber sido nominada. Basta con ver la película de nueva cuenta y preguntarnos si en algún momento se nota que la mitad de su interpretación tuvo que llevarse a cabo con una pantalla verde detrás, sostenida en un puño de gorila gigante y viendo a Andy Serkis imitar a un mono. La actuación de Watts no sólo es sobresaliente si tomamos en cuenta las circunstancias de la cinta: es casi un truco de magia.

-Román Cabeza

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Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!


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