En Hook
Me gustaría tener un recuerdo más sofisticado u original de Robin Williams: rescatar algún segmento de su frenético stand-up, un carnaval de voces, personajes e improvisaciones, o de sus mejores películas. Pienso, por ejemplo, en el delirio de The Fisher King, pero esa joya de Terry Gilliam siempre me remite al derrumbe de Jeff Bridges, llorándole a Pinocho: memorable.
Hook. Ese es mi primer recuerdo. Cursi, empalagosa, palpablemente artificial, Hook es la película de Steven Spielberg que ha envejecido peor: una fábula que debería haber dirigido Chris Columbus, diseñada con la calidez de un museo de cera por un papelero al que le sobraba una tonelada de oropel. No hay mucho que la redima: ni Maggie Smith, ni Dustin Hoffman, ni el mejor banquete fantástico. Al centro de todo el desmadre está Williams, incómodo al principio y al final: ni un abogado millonario que juega a ser Wyatt Earp con su celular (¿?) ni Peter Pan, el niño más niño de la historia, atorado en el cuerpo de un adulto antipático. Como papel, Peter Banning le hubiera ido como anillo al dedo a un actor mucho más burdo (como Sandler), capaz de hallar, sin mayor esfuerzo, las similitudes entre el abogado sangrón y el niño odioso (¡Peter Pan es odioso!).
Con ese rostro entre la comedia y la tragedia, Robin Williams era demasiado tierno para ser uno u otro. Banning perdería todo juicio con solo entrar a la sala y sonreír de oreja a oreja, mientras que ese Peter Pan, encapsulado en esta clase de manipulación Spielbergiana, es una creación mucho más triste de lo que debería ser. Aunque Williams era un adulto destinado a interpretar niños en esencia (Mrs. Doubtfire) o reales (Jack), su rostro, esa estela de melancolía, revelaba que, para él, la inocencia de la infancia era una Arcadia irrecuperable. Peter Pan sale disparado de la casita del árbol y, cuando la aventura apenas arranca, la mirada nostálgica de Williams advierte que nada de esto durará, que todo es fantasía. La única verdad de Hook.
-Daniel Krauze
En Aladdin
Tenía once años cuando vi Aladdin de Disney. En mi mente, saber que la voz del genio le pertenecía a Robin Williams le brindaba cierto prestigio a la película. Prestigio del que ninguna otra película de Disney podía presumir. Las voces de celebridades en películas animadas no eran algo nuevo, pero, en el caso de Williams, su persona robaba pantalla: se asomaba detrás de ese Genio azul. En 1992, para todo niño de mi generación, Williams era una innegable superestrella. Era nuestro Peter Pan, y salía en Toys. ¡Y un año más tarde saldría en Mrs. Doubtfire! Pero creo que se ganó nuestros corazones con su Genio. Viendo Aladdin con ojos de adulto, es claro que Williams rara vez encontraba un papel tan ad hoc a sus cualidades. Su masa de ectoplasama azul le daba la elasticidad de una caricatura de los Looney Tunes, moldeándose a cualquier imitación que se le ocurriera a Williams, desde Arnold Schwarzenegger hasta Jack Nicholson pasando por Groucho Marx y Peter Lorre. Pero Williams no solo hacía del Genio un excelente personaje cómico de reparto. Nos hacía creer en su arco dramático y, al final de la película, el momento más emotivo sin duda cae sobre sus hombros.
Pasaron los años y la voz de celebridad en la película animada se ha vuelto casi un requisito. Pero pocos lo han hecho tan bien, con tanto corazón y brío como Williams.
-Rodrigo Rothschild
En Good Will Hunting
Después de tres intentos, Robin Williams lo consiguió. La Academia le concedió el Oscar por su actuación en Good Will Hunting. En el melodrama dirigido por Gus Van Sant, Williams interpreta a Sean Maguire, un terapeuta que logra lo imposible: destrabar las emociones de un joven genio matemático de los barrios bajos de Boston. Williams, en pleno control del oficio, brinda una interpretación coruscante que le mereció la consagración. Su vena cómica, que lo hacía propenso a esas salidas chisposas, está domeñada con una maestría tal, que le otorga más registros y dimensiones a su genialidad histriónica. Sean Maguire, ese terapeuta cariacontecido, ofrece pistas sobre el origen de la alegría de Robin Williams, esa alegría que lo hacía reírse, y hacernos reír, a mandíbula batiente: ese sentimiento tan vivo, tan genuino, tenía sus raíces en el dolor. Los exámenes forenses y toxicológicos desbrozarán toda la maleza respecto a las causas de su muerte. Aunque todo apunta a un suicidio. La alegría verdadera es así: un poco triste.
-Ricardo Zárate
“This is not your fault”, el momento climático de Good Will Hunting.
En Louie
La última vez que vi a Robin Williams antes de su muerte fue en aquel episodio de Louie, el sexto de la tercera temporada, 'Barney/Never'. La primera parte era aquella en la que Robin Williams participaba: Louie asiste al entierro de un conocido, Barney, y se encuentra allí a Williams, el único otro presente en la ceremonia fúnebre. Ninguno de los dos dice palabra hasta que se encuentran, momentos más tarde, en un desayunador. Resulta que el tipo, Barney, era un desgraciado: grosero, mala paga, saboteador. Un canalla, pues. Louie y Williams se ríen de él, echan pestes, pero admiten que ambos sintieron que tenían que ir porque pensaban que nadie lo haría. Acto seguido, se dirigen a un table-dance al que Barney gustaba de ir. Una vez allí —y es en este momento donde el episodio se torna mundanamente mágico—, le cuentan a las bailarinas que están en ese lugar para conmemorar a Barney. Es entonces cuando ese tal Barney, el tipo al que nadie en el circuito de comedia quería, se revela como un ser amado: las chicas lloran, el presentador detiene los bailes y le dedica una canción a su memoria, todo el personal del table se encuentra profundamente conmovido. Louie y Williams salen del recinto momentos después y, tras un silencio incómodo, sueltan la carcajada. Se despiden y prometen ir al entierro del otro —“del que muera primero”, dicen.
Williams me dio momentos de inmensa felicidad cuando niño. Hook, Jumanji, Patch Adams, Jack. Esa tetralogía podría unirse por un hilo en común: la negativa a crecer, el aferre a una niñez y a una inocencia que redundaban en sonoras carcajadas. Williams era un buen actor y un comediante potente—hay que verlo en Weapons of Self Destruction para calar el nivel de acidez de su comedia de stand-up—, pero fueron sus interpretaciones de adultos abrazados a una mínima hebra de niñez las que le granjearon la simpatía de medio mundo —y mi generación es una de las más afectadas por su muerte. Cierto: hizo algunas películas malas (bastantes, pues, seamos francos), pero la muerte de un personaje querido suele echar bajo la alfombra sus fallos. Así debe ser: de Williams permanecerán sus risas, su comedia, las horas de felicidad que dio a millones de personas. ¿Qué reproche puede hacérsele a un hombre que hizo reír a tanta gente?
-Luis Reséndiz