En un artรญculo publicado tres veces, con pequeรฑas variantes, en revistas inglesas y norteamericanas a lo largo de 1926, Virginia Woolf, hablando del cine con extraordinaria agudeza, terminaba su texto –titulado en la versiรณn que prefiero “Las pelรญculas y la realidad”– con estas palabras:
Es como si la tribu salvaje [a la que se ha referido al comienzo del artรญculo para sostener la hipรณtesis de que el cine es el รบltimo refugio del salvajismo contemporรกneo] en vez de encontrar dos barras de hierro para jugar, hubiese encontrado esparcidos por la orilla del mar violines, flautas, saxofones, trompetas, pianos de las grandes firmas Erard y Bechstein, y con increรญble energรญa, pero sin saber una nota de mรบsica, hubiera empezado a tocarlos y aporrearlos todos al mismo tiempo.
El cine, concluye Woolf, tendrรก tal vez siempre el inconveniente, comparado con la novela o la pintura, de que su habilidad mecรกnica estรก muy por encima de su artisticidad.
The Artist se propone como un antรญdoto a la sobreabundancia de los instrumentos con los que el cine de mayorรญas trata hoy de seducir al pรบblico sirviรฉndose de artilugios infinitamente mรกs aparatosos que los que imaginรณ la autora de Orlando. Autolimitada al blanco y negro y a la ausencia de la voz humana, rodada sin actores famosos y en 35 dรญas, muy poco para su empaque, la pelรญcula del francรฉs Michel Hazanavicius podrรญa haber explorado la metรกfora del cambio de valores en los modos de representaciรณn, pero no es eso lo que ha interesado a su autor. The Artist se limita a explotar, con gran brillantez, la nostalgia, y no la crisis, del cรณdigo fรญlmico que acabรณ con el cine silente en el que trabajaron, depurada e innovadoramente, los directores que Hazanavicius invoca como inspiradores, Murnau, Stroheim, Browning, Borzage, no todos trasplantados felizmente al sonoro.
En The Artist, aparte de las didascalias de los diรกlogos que no oรญmos (muy acertadamente reducidas al mรญnimo), las secuencias se cierran con los dispositivos propios del cine mudo, y los actores interpretan con la simpleza y el exceso de gesticulaciรณn que se asocia, un tanto superficialmente, al perรญodo anterior a los talkies. La deficiente actuaciรณn del protagonista, Jean Dujardin, muy premiado en festivales, deja en duda de si es impostada o intrรญnseca a รฉl, duda que no cabe en algunos actores secundarios. De John Goodman, el productor enarbolando siempre su habano, como manda el tรณpico, y de James Cromwell, el fiel mayordomo y chรณfer, nos consta lo buenos que son, aunque aquรญ luchen titรกnicamente y perezcan al fin, vรญctimas del estereotipo impuesto por el guionista y director. Impecable resulta, al lado de los humanos, el perrito Uggie, asombroso en las carantoรฑas y caรญdas de bruces, y con la mirada a cรกmara mรกs cautivadora que se ha visto en Hollywood desde Rin Tin Tin. Yo nominarรญa a Uggie a los Oscars –no sรฉ si de interpretaciรณn o de efectos especiales.
No hay que negar, sin embargo, que Hazanavicius (de quien desconozco sus pelรญculas anteriores, tambiรฉn de cuรฑo parรณdico en el gรฉnero del cine de espionaje y en la estรฉtica del dรฉtournement) estรก dotado de un notable instinto visual y una gran inventiva, por lo que la pelรญcula resulta agradable de ver y puede deslumbrar en sus momentos de genuina inspiraciรณn, como el reencuentro de George y Peppy en el platรณ, con su romance de pies separados por el forillo del decorado, la escena de la gran escalera donde se cruzan, o, lo mรกs sutil del film, las dos imaginaciones, amorosa y narcisista, sobre la ropa colgada, Peppy dentro de la chaqueta de George en el camerino de este, y George, ya empobrecido, poniendo su cara a su antiguo smoking en el escaparate de la tienda de empeรฑos.
El efectismo subrayado y el sentimentalismo irรณnico que forman la base del filme –con la eficacia tan celebrada por pรบblicos diversos–, adquieren en el desenlace un peso que, aun sin densidad, deja buen sabor de boca incluso al espectador, como es mi caso, menos sensible a su trucancia(la palabra se debe a Gรณmez de la Serna). No voy a contar aquรญ mรกs de lo que el propio trรกiler de la pelรญcula revela, pero el hecho de que el happy end juegue ingeniosamente con las nociones de habla y silencio, de fracaso y salvaciรณn, sublimadas por el gesto corporal del baile, me hizo pensar a la salida del cine en el fundamental y breve texto de Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos (1902). En la carta, un hipotรฉtico noble renacentista, Lord Chandos, le comunica a su amigo Francis Bacon, mรกs tarde Lord Bacon de Verulam, su renuncia a toda actividad literaria en razรณn de la insuperable incapacidad de expresar con palabras lo que su mente o su alma sรญ son capaces de sentir. Lord Chandos es un trasunto del propio escritor vienรฉs, quien, despuรฉs de una fulgurante irrupciรณn en la poesรญa lรญrica antes de cumplir los veinte aรฑos, se centrรณ a partir de 1906 en el teatro y, muy destacadamente, en la escritura de libretos de รณpera para Richard Strauss –entre otros el de Electra, El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos y La mujer sin sombra, sin duda los mรกs grandes que se han escrito nunca junto a los de Da Ponte y Auden–. Al igual que Chandos, en cuya boca las palabras se descomponรญan “como hongos mohosos”, aspirando por ello, en su lugar, a “algo magnรญfico como la mรบsica y el รกlgebra”, el George Valentin de The Artist, renuente a hablar con su esposa y mรกs aรบn a expresarse en el cine sonoro con su voz, encontrarรก en la danza, y en el infinito numรฉrico de las coreografรญas a lo Busby Berkeley, la respuesta orgรกnica al mutismo. Y de paso el amor, o la redenciรณn.~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
mรกs reciente es 'El tercer siglo. 20 aรฑos de
cine contemporรกneo' (Cรกtedra, 2021).