Con el estreno nacional de El irlandés (2019), la más reciente película del azote de los fans de Marvel, ha iniciado en estos días la octava edición del Festival Internacional de Cine de Los Cabos que, en unos cuantos años, no solo ha definido con toda claridad su vocación norteamericana –en el más amplio sentido geográfico y cultural del término– sino que se ha convertido en un invaluable punto de encuentro y de intercambio entre creadores cinematográficos de Canadá, Estados Unidos y México.
Los Cabos cuenta con dos secciones competitivas –una formada por nueve filmes independientes realizados en alguno de los tres países de América del norte y otra, México Primero, en la que participan cinco películas nacionales– y varias secciones más, dentro de las cuales se estrenarán en nuestro país una veintena de obra provenientes de todo el mundo. Así pues, lo mismo se podrá ver Atlantique (Diop, 2019), ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes 2019, que The kingmaker, un polémico documental centrado en la vida de Imelda Marcos (Greenfield, 2019) o Family romance: LLC, la más reciente cinta dirigida por el prolífico Werner Herzog, por dar solo tres ejemplos de una notable programación que mantiene un delicado equilibrio entre el cine de los grandes autores –Scorsese, Herzog, Kore-eda– y el de los recién llegados –Diop, Trey Edward Shults, Makoto Nagahisa–; entre el gran espectáculo –las películas de inicio y clausura del festival son la ya mencionada El irlandés y Jojo Rabbit (Waititi, 2019)– y el vital cine indie de los tres países en competencia, como se puede constatar con títulos como el vibrante melodrama femenino canadiense The body remembers when the world broke open (2019), dirigido por las cineastas Elle-Máijá-Tailfeathers y Kathleen Hepburn –sólido candidato para ganar el festival– o la imaginativa cinta mexicana-dominicana La fiera y la fiesta (2019), dirigida por Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán (cuya insuperada opera prima es Cochochi, de 2007).
De hecho, tal como sucede con los otros dos festivales más importantes y más antiguos del país, el de Guadalajara y el de Morelia, Los Cabos sirve también para medirle el pulso al cine mexicano realizado en el año. Entre las dos secciones principales ya señaladas, Competencia Los Cabos y México Primero, se presentarán en el festival siete películas que representan, para bien y para mal, tanto los alcances como los excesos y deficiencias de ciertas tendencias –narrativas, temáticas, visuales– del cine nacional de esta década.
De tal modo, al lado de la controladísima pero inerte La paloma y el lobo (2019), opera prima de Carlos Lenin (lógica continuación de su extraordinario cortometraje muy superior 24°51’ Latitud norte, de 2015), tenemos Club Internacional Aguerridos (2019), de Leandro Córdova, cuyas reglas para realizar la película –“no usar dinero de fondos”, “realizar una producción autónoma”, “que todo el equipo cobre lo mismo”– resultan más interesantes que el resultado. Pero también es cierto que también podemos encontrar películas como Observar las aves (2019), una delicada cinta que se mueve entre la ficción, el documental y el testimonio, acaso lo mejor que ha dirigido la cineasta mexicana-canadiense Andrea Martínez Crowther, y Mano de obra (2019), debut en el terreno del largometraje del productor David Zonana, una de las figuras claves de la casa productora Lucía Films, responsables de obras como Después de Lucía (Franco, 2012), 600 millas (G. Ripstein, 2015) y Desde allá (Vigas, 2015).
En su opera prima, Zonana –quien había dirigido antes solo tres cortos– ha realizado una capciosa reflexión sobre las diferencias de clase en nuestro país a través de una muy pesimista parábola sobre la inevitabilidad de la bancarrota moral a la que nos lleva el sistema en el que vivimos. Con una puesta en imágenes ascética –la cámara de Carolina Costa no se mueve más que en contadas ocasiones– en la que dominan los planos medios y generales, Mano de obra inicia con un súbito y fugaz accidente de trabajo en el que pierde la vida el hermano de Francisco (Luis Alberti), quien cae desde el segundo piso de una casa en construcción.
Zonana se niega a dramatizar la tragedia: a través de meros cortes directos –seca edición de Óscar Figueroa–, vemos el velorio del muchacho fallecido, el regreso al trabajo de Francisco y la visita de él a la viuda embarazada (Jésica Gálvez), quien le informa que los abogados del dueño de la casa (Rodrigo Mendoza) no quieren pagarle un solo peso como indemnización, alegando que el accidentado estaba borracho mientras trabajaba, por más que todos saben que el muerto no bebía un solo trago. Las injustas relaciones de poder se manifiestan en abusos menos grotescos, como el hecho de que a otro de los trabajadores (Jonathan Sánchez) le descuentan semana tras semana un espejo que él quebró o que el capataz de la obra (Ramiro Reséndiz) siempre les paga de forma atrasada.
Toda esta serie de injusticias nos prepara para estar del lado de Francisco cuando decide tomar cartas en el asunto y buscar la justicia por su propia mano. Otra vez la elíptica narración de Zonana nos lleva, en un par de cortes y en una sola toma desde la distancia, a vislumbrar lo que ha hecho Francisco en su afán de venganza. No abundaré más en lo que sucede, para no echar a perder las vueltas de tuerca contenidas en la historia escrita por el propio director debutante. Baste agregar que en la segunda parte de la película hay ecos claramente buñuelianos –algunos colegas han mencionado Viridiana (1961), yo encuentro más conexiones con el escepticismo moral de El bruto (1953)– y una oscura visión de la naturaleza humana digna del mejor Ettore Scola (Sucios, feos y malos, 1976), solo que sin su provocador y subversivo sentido del humor. Tampoco se puede tener todo.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.