Los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, la masacre creciente en Vietnam, las protestas en la calle, las redefiniciones de género, en fin. El contexto ha transformado la ansiedad característica de Mad Men en pánico. Los excesos de siempre son insuficientes para extirpar el miedo. Es hora de reinventar viejas perversiones, de probar nuevas drogas. ¿Quién quedará de pie? ¿Quién se estrellará en el piso? Esas son las preguntas que formula el que quizá sea el capítulo más arriesgado en la historia del programa…
Episodio 08: “The Crash”
1 La influencia tonal del trabajo de David Lynch ha sido una de las sorpresas más estimulantes de la sexta temporada. En “The Crash” la referencialidad no se limita a ser un guiño estético, como ocurre por lo general con el grueso de las obras que citan a Lynch, sino que es usada como una brújula para ubicar las autopistas por las que transitan mentalmente los personajes en el año límite de 1968. Van algunos argumentos:
+La apertura vertiginosa del capítulo –en la que vemos a Kenneth Cosgrove secuestrado por una banda que, sabremos minutos más tarde, está compuesta por los ejecutivos de Chevrolet- remite al inicio y cierre de Lost Highway (1997). ¿La desesperación provocará una mutación en el rostro de Cosgrove, tal y como lo hace en el de Balthazar Getty al final de la “autopista perdida”? La sugerencia de un choque nos hace dudar: ¿Ken ha muerto? ¿Todo es un flashback? ¿Una alucinación? La secuencia apenas dura 30 segundos, tiempo más que suficiente para establecer que “The Crash”, al igual que “The Doorway” (T06E01), también será un episodio sobre portales y dimensiones alternas. La sospecha se confirma en la siguiente escena, cuando vemos a Don en el limbo; es decir, afuera de la puerta trasera del departamento de Sylvia. El crédito ha expirado. No tiene centavos con qué pagar el viaje. En un segundo nivel, la apertura recuerda a la travesía infernal de Frank Booth y sus secuaces en Terciopelo azul (1987). Pobre Ken, cuasi sodomizado a causa de Chevy.
+En la América idílica de Terciopelo azul -debajo de los pastos verdes, las banderas relucientes y las bardas blancas- reptan fuerzas invisibles: depredadores a la espera de un descuido que sirva como trampolín para emerger al mundo. Una vez materializados, toda resistencia será inútil: tras una breve repulsión inicial, los habitantes de la superficie se entregarán a la hoguera con el éxtasis con el que el creyente se ofrece en el altar de los sacrificios. No se trata de pelear contra la “seducción de los inocentes”, sino de mantener a raya a turbulencias que, como los insectos del jardín, copulan y se reproducen sin control en el subsuelo, más allá del esplendor de las plantas que los ocultan. La lucha es contra nosotros mismos, contra nuestra propia curiosidad existencial. Recordemos. ¿Qué acontecimiento activa la inmersión de Jeffrey Beaumont en la oscuridad? Una mirada detrás del clóset, la puerta trasera de su imaginación.
El planteamiento opera con una lógica similar en Mad Men: el ojo curioso como símbolo de las heridas mentales del protagonista.
En “The Crash”, una vez que ha sido inyectado con el “suero vitamínico” del doctor de Cutler, Don baja por la escalera. Se ve enfermo y cansado. No por mucho tiempo. ¿El acontecimiento que lo sacude y abre “las puertas de la percepción”? La contemplación fisgona de un gesto cariñoso entre Peggy y Ted, quien acaba de recibir la noticia de la muerte de su amigo y socio, Frank Gleason.
Ignoro si es un descuido o un detalle deliberado, pero la mirada de la secretaria no parece dirigirse a Draper, sino al espectador. La obra nos regresa la mirada. El efecto, casi imperceptible, genera inquietud. Varios analistas señalan que un punto que explica la popularidad de Mad Men entre el target de 18 y 49 años es que abre una ventana para conocer el estilo de vida de las generaciones inmediatas que les antecedieron. La serie opera como un clóset donde el espectador se esconde y observa la vida íntima de sus padres y abuelos; como un portal que le permite ver cómo la mentira de sus progenitores se conecta con su propia mentira. No es agradable sentirse descubierto.
+La contemplación como acto de entrada a realidades alternas, así como el ojo que capta desde la penumbra “la vida de la mente”, son conceptos inherentes a la narrativa audiovisual, presentes en las obras de todos los grandes maestros. De acuerdo, pero el orden simbólico de “The Crash” es cien por ciento lyncheano. La confusión de Don no es diferente a la de Jeffrey: ambos sufren de una obsesión sexual malsana por mujeres a las que identifican como madres pero tratan como putas. Con frecuencia se olvida, pero la trasgresión de Isabella Rossellini en Terciopelo azul deriva en buena medida de queinterpreta a una madre. Del dibujo del anuncio de avena a la ladrona que se hace pasar por su abuela lúbrica (“is he still handsome?”), “The Crash” está repleto de comentarios sobre la confusión sexual de Don. Al punto que el flashback por el que aprendemos cómo pierde su virginidad con una puta maternal se antoja casi innecesario. Ilustra, eso sí, la naturaleza del trabajo publicitario. Nada es gratis: el gesto sentimental esconde siempre el interés de vender un producto (en este caso, sexo). Pista final: ¿quién le enseñó a Cosgrove ese baile estilo Twin Peaks? No lo recuerda con exactitud, pero está seguro que fue su madre o su primera novia, una de esas dos.
+En Terciopelo azul, Frank y su banda son representaciones de la oscuridad sexual de Jeffrey (“daddy wants Blue velvet!”). Don, en cambio, es su propio Frank Booth. Lo que no implica que se avecine su autodestrucción. Hay un cierre en “The Crash” que anticipa una reconfiguración en Draper, una decisión categórica de cerrar la puerta trasera y evitar la entrada de más demonios, tanto a la casa (el mea culpa con Sally por el robo al departamento, la indiferencia hacia Sylvia en el elevador) como a la oficina (la negativa a hacerse cargo del “prostíbulo”). El logro mayor del capítulo es que el golpe de timón se siente orgánico, como una evolución natural del personaje. Dos preguntas: ¿Está nueva asertividad se traducirá en un rol más competitivo frente a Ted? ¿Le bastará para sortear la tragedia potencial con Rosen en caso de que la infidelidad con Sylvia salga a flote? El flujo de los hechos indica lo contrario, pero quizá no todo esté perdido para Don. Por lo menos, no todavía.
2 El staff completo de Sterling, Cooper, Draper y Pryce (SCDP) siente la oscuridad, pero no todos se entregan a ella. Peggy logra salir del fin de semana dantesco con dignidad. No sin antes atestiguar que la oficina se ha convertido en un auténtico putero. La secuencia en la que Cutler le enseña cómo Stan se coge a la hija del finado Gleason es especialmente puerca. Hay algo casi fáustico en Cutler. Harry Hamlin se merece el crédito: cualquier otro actor lo hubiera interpretado como un rabo verde simplón y gris.
3 La dirección de una serie televisiva no es equivalente a la de una película. Por lo general, el director en una serie queda restringido a coordinar actores y supervisar la fotografía principal (*). La edición, así como la prerrogativa de ordenar el material de forma conceptual, recae en el “showrunner” y los productores. Sería inexacto analizar la dirección de un capítulo específico bajo la lógica de que sólo existe un responsable de la “puesta en escena”. Establecido esto, la manera en que “The Crash” conserva el delirio drogado de los personajes sin sacrificar elipsis y cambios de tono es excepcional: uno de los trabajos de dirección más controlados de la televisión reciente. No sé en qué medida la hazaña sea de Michael Uppendahl o Matthew Weiner, pero el mismo David Lynch estaría orgulloso del episodio. Tal cual.
(*) En el comentario en DVD de “Cold Cuts”, episodio 10 de la temporada cinco de Los Soprano, Mike Figgis, director de Adiós a Las Vegas, hace un análisis de las limitaciones que enfrenta el director de una serie de TV en comparación con el realizador de una película. Su conclusión: la autoría de una serie de TV recae en el “showrunner” y no en el director, casi siempre intercambiable de capítulo a capítulo.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.