El plazo ha llegado: tras siete años de producir más de 70 horas dedicadas a explorar la década de los sesenta a través de las vidas atribuladas de los ejecutivos de la agencia Sterling Cooper and Partners (SC&P), llega la séptima y última temporada de Mad Men, la cual estará dividida en dos partes: la primera, compuesta de siete capítulos, se transmitirá a lo largo de abril, mayo y junio; las segunda, conformada por otros siete episodios, se difundirá hasta 2015.
De manera un tanto ociosa, la máquina mediática ya ha comenzado a generar la precepción de que el cierre de la obra creada por Matthew Weiner constituye el final oficial de la mal llamada “época de oro” de la televisión (véase “El mito de la era dorada”, Letras Libres, febrero de 2014). Los medios ya habían sugerido algo similar el año pasado a propósito del final de Breaking Bad, pero lo afirman ahora con una seguridad casi académica con Mad Men (revisar, a manera de ejemplo, The Last Days of Mad Men, el reportaje de portada de Time que define el programa como el último de una era en que la televisión aspiró a tener el mismo nivel que la literatura). Las exageraciones y los juicios sentenciosos no sorprenden si se toma en cuenta que se dan en una coyuntura en que las estructuras abiertas de duración indefinida parecen haber quedado a la zaga de formatos más contenidos y convencionales. En 2014, la preocupación de los productores estadounidenses estriba más en generar trabajos similares al formato de duración corta puesto en boga por American Horror Story y True Detective, y no tanto en diseñar las obras sucesoras de Los Soprano o The Wire, las cuales demandan un compromiso de largo plazo que luce poco atractivo frente al boom de las “season long anthologies” (los publicistas de las cadenas se rehúsan a llamarlas “miniseries”).
Sólo un necio podría considerar que House of Cards y Game of Thrones continúan la tradición de excelencia de, digamos, los momentos estelares de HBO. House of Cards es un culebrón político que debe su éxito a la novedad de la plataforma tecnológica de Netflix (de haber sido exhibida por un canal de cable tradicional, la serie producida por Kevin Spacey no tendría ni la mitad del hype con el que cuenta ahora, tuits de Obama incluidos); por otro lado, el éxito de Game of Thrones obedece a una mezcla de morbo y fantasía elemental que, si bien divertida, no pasa de ser una versión sexosa y violenta de universos de una sencillez no muy disímil a la de Dungeons & Dragons. El poco interés generado por Boardwalk Empire, repleta de brillantes matices melancólicos en su más reciente temporada, abona esta percepción.
Mad Men no es inmune a este cambio de tendencia. Los ratings de “Time Zones”, la premiere de la séptima temporada, fueron comparativamente bajos (apenas 2.3 millones de personas en la Unión Americana). Estados Unidos cuenta con una galería de personajes fundacionales e icónicos que crearon imperios o realizaron grandes innovaciones a pesar de haber sufrido infancias traumáticas o difíciles (Rockefeller, Walton, Clinton, Iacocca, Jobs), Varios de ellos, incluso, mintieron abiertamente sobre su pasado. Mad Men captura esta narrativa de reinvención y la sitúa en una década de cambios telúricos que se asemeja al presente en múltiples sentidos. El viaje ha sido demandante: la picaresca vicaria de las primeras temporadas se ha transformado en un retrato de vacíos y pérdidas. Ya no hay glamour en Mad Men. Ninguna serie ha subvertido tanto lo que parecía ser su propuesta inicial. Los espectadores despistados que veían semana tras semana el programa para ver los “pitches” geniales de Don Draper aún no pueden digerir la muerte alegórica del personaje en “In care of”, el capítulo final de la sexta temporada. La imagen de un Draper desempleado y alcohólico es incompatible con sus aspiraciones. Sin proponérselo palmariamente, Mad Men es la adaptación más lograda para la pantalla (¿o deberíamos decir “pantallas”? Da igual) de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; pero eso no significa que la gente esté dispuesta a aceptar la caída del tycoon, sobre todo en años donde la ansiedad y la incertidumbre económica piden a gritos triunfadores y sobrevivientes, no antihéroes derrotados en busca de identidad. Mad Men nada a contracorriente del momento cultural. El espectador atento sabe que la temporada final no albergará una confrontación catártica o un diálogo que restaure el orden cósmico. Tampoco habrá balazos, resoluciones de misterios o vueltas de tuerca. Sabe, eso sí, que verá la conclusión de una obra cuyos activos son el estilo y la sutileza. Sabe, también, que a estas alturas no hay un trabajo más impredecible en la televisión: nada garantiza que Weiner y su equipo suelten la pelota y terminen en clave menor. Afortunadamente, a juzgar por sus primeros dos capítulos, ese escenario dista de ser el más probable.
“¿Tengo su atención ahora?” Tiempo de empezar.
Time Zones y A Day´s Work
+La última vez que vimos a Richard Whitman fue junto a sus hijos, frente a las ruinas del prostíbulo donde creció antes de convertirse en Don Draper, en un intento de encontrar un punto de partida para construir una vida basada en realidades. ¿Qué esperar de Whitman? Draper ha sobrevivido su propia muerte. A primera vista, luce con la confianza y estilo de antaño. La llegada de Don al aeropuerto de Los Ángeles es un lance estético que recuerda el estilo efervescente de las primeras temporadas. Intoxicados por los colores de 1969, acompañamos a Don en su desembarco por el aeropuerto de Los Ángeles mientras escuchamos “I´m a man”, de Spencer Davis Group. Una de las tomas sitúa a Don en la famosa banda eléctrica que conocemos gracias a El graduado (1967, Nichols) y Jackie Brown (1997, Tarantino), ambas cintas sobre la necesidad de asirse un centro moral ante el desgaste provocado por el paso del tiempo. Draper entra en una zona desconocida en la que será probado (“he´s bicoastal now”). La composición subraya la intención referencial.
+La secuencia progresa y capta la mirada de Don a su esposa. La cámara lenta acentúa la belleza espectacular de Jessica Paré. Hambre y deseo. ¡Bienvenido a California!
+El despliegue de fortaleza es una mera representación. Draper está fuera de juego en 1969. Puede que Los Ángeles sea ideal para las ambiciones actorales de su esposa, pero para Don representa un lugar desolado al que va la gente sin rumbo. Estamos en la California de Slouching Towards Bethlehem, de Joan Didion. Un “no lugar” donde la negligencia generacional ha producido hordas de niños perdidos que intentan construir un nuevo orden social a partir de la nada; una dimensión donde los hippies y Charles Manson conviven con celebridades en fiestas donde el paroxismo se disfraza de paz y amor; un desierto poblado por coyotes y serpientes. “El castillo de Drácula”, pues. Las cosas tampoco son fáciles en Nueva York, pero por lo menos ahí existe un mayor margen de maniobra. Don no sólo recibe reportes diarios de Dawn, su ex secretaria, sino que también ha logrado infiltrar el equipo creativo de SC&P mediante Freddy Rumsen, a quien le pasa ideas para campañas publicitarias (la crisis existencial de Don parece haber revitalizado su temperamento creativo: la idea del blanco y negro del pitch de Accutron con el que abre la temporada es absolutamente genial). Draper, sin embargo, no puede esconder que está solo (su compañera de cuarto es una cucaracha, ¡por Dios!).
El camino a la redención no es sencillo, pero hay un intento innegable de ser mejor. Don ya pasó dos pruebas: no intentó seducir a la compañera ¿onírica? de asiento durante su vuelo de regreso a Nueva York, y reafirmó el compromiso de honestidad frente a sus hijos cuando Sally descubre su salida de SC&P. La conversación que sostienen en el restaurante es inesperadamente cálida. El “I love you” con el que Sally despide a su papá es la declaración amorosa más entrañable de la serie hasta ahora. No abundan en Mad Men.
+La superación laboral de las mujeres en SC&P enfrenta dificultades severas en este inicio de temporada. Tras el desastroso affaire con Ted, Peggy es el blanco de la burla de sus subordinados, prestos a mofarse de su soltería y neurosis creciente. Peor aún, la coordinadora creativa de SC&P ahora tiene que reportarle a Lou, el directivo burócrata y machista que quedó como sustituto de Don. Peggy tachó a Draper de monstruo en la sexta temporada, pero por lo menos él siempre respetó sus ideas y talento; Lou, en cambio, es la encarnación misma del “techo de cristal”. El timing cómico con el que Elisabeth Moss interpreta la mala racha de Peggy (¡esas flores!) es un contrapunto afortunado al tono de desolación creciente. El futuro para Moss después de Mad Men luce promisorio. Por otro lado, Joan aún batalla por obtener el respeto que merece. Pese a ser socia de la firma y directora de RH, sus contrapartes masculinas aún la tratan como si fuera una secretaria. “A day´s work” termina con una sorpresa: Cutler percibe el potencial de Joan y la hace miembro activo del equipo comercial. El intercambio que sostuvo con el profesor de management sugiere que cuenta con un entendimiento riguroso del mercado. Quizá Joan sea la responsable de alinear a SC&P con las necesidades de las nacientes divisiones de marketing de los corporativos.
Ah, Roger. ¿Qué sigue? ¿Un condón en la oreja? La situación recuerda a un diálogo de Apuesta al amanecer, de Arthur Schnitzler: "Si uno no estuviera tan solo -añadió él- no pasarían estas cosas tan funestas".
“I´m so many people”. Sally Draper. De tal palo, tal astilla.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.