Cuando son verdaderamente efectivos, el horror y la ciencia ficción se vinculan íntimamente con el lugar en el que se llevan a cabo. En México, por ejemplo, el cine de horror nunca ha florecido porque nadie ha logrado reinterpretar nuestra idiosincrasia, nuestras leyendas y nuestro bagaje cultural a través de una historia que se inserte en ese género. En Estados Unidos es terreno fértil porque los norteamericanos siempre han sabido como digerir su propia fibra social a través de estas historias: Saw es la cinta perfecta para un país acostumbrado a la violencia extrema, en el que los niños se crían descabezando zombis y pretendiendo ser soldados de la segunda guerra mundial adentro de su Xbox. La propia Paranormal Activity es producto directo de una sociedad que inventó la cámara escondida, el iphone y youtube. Wolf Creek hace uso de la desolación del outback australiano para contar una historia que difícilmente se podría llevar a cabo en otro lugar. District 9 utiliza la segregación racial en Sudáfrica para contar una historia de extraterrestres (o viceversa). Y ¿acaso Godzilla no es una manifestación de los miedos más profundos del Japón de la posguerra: la destrucción total a manos de un enemigo incontenible? Quizás porque estamos rebasados por el horror real, México jamás ha sabido cómo traducir sus terrores más hondos en historias cinematográficas.
Desde hace más de diez años, Escandinavia es el caso más exitoso de una sociedad que ha logrado reinterpretar sus rincones oscuros, su ideología y su cultura a través de la ficción. Insomnia, la serie de Wallander y las novelas de Stieg Larsson han funcionado como una especie de sonar que alerta a los escandinavos de todos los problemas que no desean ver de frente: la misoginia, el rechazo al extranjero, la muerte latente. Y para todos aquellos que no creen en el poder de la realidad para superar a la ficción, ahí está Anders Behring Breivik, el psicópata noruego que en julio asesinó a casi 70 personas en la isla de Utoya, a las afueras de Oslo. Actualmente, ninguna obra de ficción acumulada es más elocuente que la escandinava.
Y en esa lista ahora debemos incluir a Troll Hunter de André Øvredal, un falso documental, disparatado y entretenidísimo, sobre un grupo de estudiantes que decide seguir a un cazador de criaturas monstruosas, a lo largo y ancho del ártico noruego. Haciendo uso de la mitología escandinava y de la devoción cultural que le tienen a los cuentos de hadas (no olvidemos que Hans Christian Andersen era danés), Troll Hunter urde una fantasía sin esquirlas ni huecos; un país que esconde el más grande de los secretos. Los noruegos no lo saben, pero alrededor de ellos, en los bosques y las montañas, habitan troles. Troles más grandes que un rascacielos, troles que parecen criaturas de Maurice Sendak, troles que se convierten en piedra cuando entran en contacto con la luz, troles que comen piedras como el gigante de La Historia Sin Fin, troles que únicamente atacan a cristianos (detalle hilarante que en la película cobra particular importancia). Oscilando entre la comedia y la acción, Øvredal arma una cinta original, que cubre sus deficiencias narrativas con instantes simpáticos y genuinamente inventivos: los formatos que Hans, el cazador, debe de llenar después de matar a un trol; la fisionomía interna de los monstruos; la explicación de por qué los aniquila la luz del día; y, por supuesto, el aspecto de sus criaturas. La última secuencia, en la que durante un amanecer lánguido en el ártico el equipo de documentalistas se enfrenta a un trol de ochenta metros de altura, vale el boleto (o el DVD).
No sorprende que Hollywood ya prepare el remake. Los norteamericanos saben cómo crear historias originales de ciencia ficción, pero también les encanta pedir material prestado e intentar ponerlo en su propio contexto. Deberían de aprender del fracaso de Let me in: una cinta bien hecha, basada en una historia original escandinava, cuya potencia no logró traducirse al mercado anglosajón. Hay cuentos que solo se deben de contar en un idioma. Y ese es el caso de Troll Hunter: experimento único y profundamente escandinavo.