Venir y mirar: La civil

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“Que vengan a México y vean”, respondió en entrevista el director mexicano Amat Escalante a The Guardian. Se refería a los cargos de “sensacionalista” que le hicieron algunos críticos y periodistas que asistieron al estreno de su película Heli (2013), en el Festival de Cannes. La película describía las atrocidades cometidas por un puñado de narcos contra los miembros de una familia; Escalante las mostraba en tomas frontales y sin elipsis –y de ahí el reclamo–. (En la secuencia más comentada, los criminales cuelgan a un joven del techo y, tras darle una paliza, le prenden fuego en los genitales.) Heli abrió un debate sobre si escenas como esa no convertían al director en un torturador no muy distinto a sus personajes. Sin embargo, muchas de las críticas sugerían que, más allá de su aspecto visual, Heli estaba magnificando el tema que abordaba. Quizá para un espectador extranjero la impactante secuencia inicial (que culminaba con narcos colgando cadáveres de un puente como si fueran esferas) no podía ser sino una invención perversa del director. Escalante nunca ha negado que busca generar incomodidad en el espectador, pero esa vez se vio obligado a defender otra cosa: la fidelidad de las imágenes respecto a la realidad. De ahí su respuesta que, sin querer, evoca el título de una de las películas más implacables sobre genocidio y tortura: Ven y mira (1985), del ruso Elem Klímov.

Pienso en esa respuesta cada vez que una película sobre las masacres del narco en México recibe atención internacional (al final, Heli le hizo obtener a Escalante un muy merecido premio al mejor director), pero es ignorada por las audiencias del país masacrado. Cada vez más, hay que “convencer” a los espectadores mexicanos de venir y mirar. Valga decir que no todas las películas sobre violencia en México tienen el estilo confrontativo de Heli. Por el contrario, una y otra vez evitan mostrar violencia explícita y se narran desde puntos de vista que apelan a la empatía del espectador. Como ejemplo, las tres películas sobre el tema aplaudidas en festivales recientes, todas historias centradas en mujeres. En 2020, la insuperable Sin señas particulares, de la mexicana Fernanda Valadez, acumuló casi treinta premios e incontables elogios por su retrato de una madre que sigue las huellas de su hijo desaparecido y se adentra en un infierno casi literal. En 2021, la primera ficción de la salvadoreña-mexicana Tatiana Huezo, Noche de fuego, igual conmovió a las audiencias por narrar la historia de una comunidad tomada por el narco desde la perspectiva de tres niñas en continuo riesgo de ser secuestradas. La película obtuvo una mención especial en la sección Una Cierta Mirada, en la pasada edición de Cannes. En esa misma sección, la película La civil, de la directora rumana Teodora Ana Mihai, obtuvo el llamado “Courage Award” (o “premio a la valentía”), y su actriz principal, Arcelia Ramírez, recibió un aplauso de diez minutos.

Las ovaciones largas son comunes en Cannes y no siempre garantizan algo, pero la dirigida a Ramírez sí hacía justicia a su interpretación de Cielo: una madre que, sin ayuda, busca a su hija secuestrada. Por su premisa, La civil tiene paralelos con Sin señas particulares. El relato de Mihai, sin embargo, es sobre todo la crónica del endurecimiento de Cielo al descubrir que todos a su alrededor son indiferentes y hasta cómplices de la desaparición de su hija. Uno observa esta transformación en los ojos del personaje: en tomas de reacción, en espejos retrovisores, o en las muchas veces en las que la cámara del fotógrafo Marius Panduru se cierra en su rostro. Ante el silencio de los demás, su único recurso es mirar a los vecinos, sus rutinas y sus interacciones con otros.

Más allá de algunas secuencias que ponen en riesgo la verosimilitud del relato, que más adelante comentaré, Mihai narra la historia de Cielo como si el personaje mismo se sometiera a las exigencias de filmar un documental: para construir el relato que llega al espectador en forma de corte final, es necesario que la documentalista pase periodos (que van de semanas a años) observando la normalidad. Son los momentos atípicos los que revelan la trama escondida –una repetición sospechosa, una coincidencia demasiado grande, un comentario fuera de lugar.

Esta decisión puede rastrearse en la ópera prima de Mihai: el documental Waiting for August (2014), sobre siete hermanos menores de edad que viven solos en Bucarest porque su madre trabaja en Italia y tardará meses en volver. La hermana de quince años cumple el rol de mamá sustituta. Según ha dicho la propia Mihai, la historia hace eco de su propia infancia, cuando sus padres viajaron a Bélgica huyendo de la dictadura de Nicolae Ceaușescu y ella tuvo que esperar un año para reunirse con ellos. Waiting for August no tiene un arco dramático tan pronunciado como el de La civil (que, por estar basada en un caso real, Mihai primero planeó narrar como documental). A pesar de que el retrato cotidiano de los niños rumanos no guarda semejanzas con la tragedia al centro de La civil, ambas cintas muestran madres separadas de sus hijos (y padres que, para el caso, no sirven de mucho). A propósito de las recurrencias que rescatan los documentalistas, a lo largo de Waiting for August aparece una televisión siempre sintonizada en un canal de telenovelas latinoamericanas. Como ya sabemos, muchas de ellas giran en torno a la maternidad. Cuando se habla de ello, los hermanos ponen atención.

En la primera secuencia de La civil, la única en la que aparecen juntas Cielo y su hija Laura (Denisse Azpilcueta), también se ve una televisión donde pasa una telenovela. Una escena en la que un hombre agrede a una mujer roba la atención de Cielo. Esto ocurre momentos antes de que Laura salga de la casa en la que viven solas. La secuencia establece el vínculo entre ambas (“De tal hija, tal madre”, repite Laura) y deja ver que el padre de la chica se ha desentendido de ambas. Pocas secuencias adelante Cielo va manejando y una camioneta le cierra el paso. Su conductor, un chico apodado “El Puma”, se acerca a la ventanilla para decirle que si quiere ver de nuevo a su hija tendrá que pagar 150 mil pesos. Todo a la luz del día. Más aún, “El Puma” le propone afinar detalles en una antojería cercana. A nadie le parece extraña la reunión entre una mujer nerviosa y dos jovencitos que tratan mal al mesero y se comportan como si fueran los dueños del lugar. Por lo que va revelando la trama, es probable que lo sean.

La acción transcurre en una ciudad del norte de México. Podría ser cualquiera, dondequiera en el país. La visibilidad y el desenfado con los que los secuestradores negocian con Cielo es un recurso efectivo para comunicar que ese es un evento normal. Momentos antes de ser interceptada por los extorsionadores, Cielo había visto circular a dos camionetas del ejército, con militares empuñando armas y patrullando la zona. Otra forma de subrayar cuál de los bandos es el que mantiene el poder. Cuando más adelante el teniente Lamarque (Jorge A. Jiménez) le ofrece a Cielo buscar a Laura en distintas casas de seguridad –llevándola a ella a bordo y permitiéndole confrontar cara a cara a un sospechoso– el guion de La civil bordea la ingenuidad. Lo mejor de esas secuencias no son sus escenas de fuego cruzado, sino una conversación en la que Lamarque le hace ver a Cielo que todos los guisos de la fonda que recién visitaron estaban hechos a base de brócoli. Lamarque le explica a Cielo que el narco pone estrellas de metal en las carreteras, lo que provoca que camiones de carga queden a merced del saqueo. Los habitantes de las comunidades –dice– se benefician de ello. Es decir: la cosa es compleja. A falta de autoridades que les devuelvan su autonomía –todos pagan derecho de piso–, es casi comprensible que vean en esa simbiosis una forma de compensación.

La carta más fuerte de La civil es la revelación de estas redes, imperceptibles a primera vista. Es una película sobre la pérdida de la inocencia –en el caso de Cielo, de la ilusión de comunidad–. No es que Cielo se creyera habitante de un país seguro. En la secuencia más lúgubre, la mujer acude a una morgue después de escuchar en la televisión que aparecieron dos chicas muertas. “Necesito ver a las decapitadas”, le dice a la forense encargada, quien la hace recorrer pasillos saturados de cadáveres. La cámara muestra por un instante una cabeza sin cuerpo. Es la única imagen de su tipo en toda la película, pero lleva a la pregunta de siempre y a la anécdota sobre Heli: ¿cómo representar el horror sin hacer que las audiencias quieran mirar a otro lado? No solo durante la película sino el resto del tiempo. Y es que asumo que el propósito de sus directores es justo el contrario: acercar al público a su referente real.

Escribo esto días después de que un grupo armado irrumpiera en un velorio en San José de Gracia, Michoacán. Un video que circuló en redes mostró cómo los sicarios sacaron a la calle a diecisiete de los asistentes y, a la vista de todos, los fusilaron contra una pared. Luego se llevaron a los muertos y tuvieron varias horas para limpiar el lugar. Ante la ausencia de cuerpos –y a pesar de los rastros de masa encefálica–, el presidente dudó de que eso hubiera ocurrido. “Ojalá no sea cierto”, dijo cuando se le preguntó sobre el tema. En los siguientes días se desentendió. ¿Por qué invitar a las audiencias, a través de una película, a venir y mirar? Porque a estas alturas puede que el cine sea la única forma de entender y enfrentar. No vaya a ser que, como a otros, nos gane la incredulidad. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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