Narcos 2 y el Principio de Peter

La dispareja segunda temporada de esta serie describe el ascenso de Miguel Ángel Félix Gallardo, interpretado por Diego Luna, como el epítome del la teoría de la administración que propone que los individuos ascienden en una jerarquía hasta alcanzar su máximo nivel de incompetencia.
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En la última escena del capítulo décimo y final de la segunda temporada de Narcos: México (E.U.-México, 2020), el culichi Miguel Ángel Félix Gallardo (Diego Luna), antiguo policía judicial sinaloense convertido a golpe de audacias en el Jefe de Jefes del narcotráfico en México (Los tigres del norte dixit), se encuentra finalmente tras las rejas. Acaba de ser detenido en su propia casa de Guadalajara, sin que se disparara una sola bala, por un comando dirigido por el eficaz policía corrupto Calderoni (Julio César Cedillo), quien se ha pasado la vida cambiando de bando, sirviendo al Estado mexicano y/o a los narcos (aunque, ¿hay alguna diferencia?) según como sople el viento.

En todo caso, Félix –como se le llama en la serie televisiva; Miguel Félix, como se le conocía en Sinaloa– está completamente derrotado y en la cárcel, una vez que ha sido abandonado por sus socios (los Arellano Félix, Amado Carrillo Fuentes, “El Azul”, Joaquín “el Chapo” Guzmán, Juan Nepomuceno Guerra et al) y ha perdido la protección del gobierno federal de finales de los años 80, que se encontraba en manos de dos hermanitos que, como se recuerda en uno de los capítulos, habían matado a una sirvienta de un plomazo cuando apenas eran un par de chamaquitos (ay, estos niños).

En prisión, Félix Gallardo recibe la inopinada visita de su Némesis, el agente especial de la DEA Walt Breslin (Scoot McNairy), quien fue el que dirigió, infructuosamente, los esfuerzos estadounidenses para capturar al más poderoso narcotraficante de México. Y es que según la teleserie creada por Carlo Bernard, Chris Brancato y Doug Miro, Miguel Félix perdió su poder no tanto por los “heroicos” esfuerzos de la DEA, sino por la serie de errores cometidos por el propio narco, que lo llevaron al aislamiento y, a la postre, a la traición de su propia gente. Pero haiga sido como haiga sido, como dijera cierto prócer reciente, Miguel Ángel Félix Gallardo está en prisión y Walt Breslin, tras un grueso cristal y hablando mediante un teléfono, le muestra la foto del agente de la DEA asesinado que provocó su caída –Enrique Camarena, por supuesto– y, de pasada se relame sus muy gringos bigotes en señal de victoria.

En una de las mejores escenas de la serie, el Félix de Diego Luna afronta con descaro a Breslin, le dice que no sabe quién es, que él no tuvo que ver con el asesinato de ese tal Camarena (“Aunque tengo entendido que sí lo torturaron feo, ¿’edá? Que lo hicieron cachitos”) y que no entiende por qué los gringos se preocupan tanto por gente como él (“¿Será que ustedes se meten en lo que nos les interesa solo porque les encanta andar dando fregadazos?”). Ya para despedirse, sonriendo cínicamente, Félix Gallardo se convierte, de improviso, en una suerte de Casandra del narco: le dice a Breslin que el negocio seguirá, que los gringos no dejarán de consumir droga, que los socios que él tuvo se repartirán todo México, que el nombre del tal Amado Carrillo va a ser famoso, que los Arellano y “el Chapo” Guzmán no se van a llevar bien y que, tarde o temprano, la sangre va a correr. No dijo luego que un presidente con déficit de legitimidad iniciaría una guerra insensata contra el narco y que los siguientes mandatarios empeorarían todo, solo porque, acaso, Miguel “Casandra” Félix ya se había cansado de hablar. Breslin se queda pasmado y, en señal de derrota, cuelga el teléfono con el que se estaba comunicando con el narcotraficante. La pantalla se va a negros.

Es una espléndida escena final, insisto, en la forma y en el fondo, aunque, la verdad sea dicha, ese sabio Miguel Félix del desenlace tiene poco que ver con el personaje que vimos en los diez capítulos de esta disparejísima segunda temporada de Narcos: México. La sólida dirección de cineastas de la talla del mexicano Amat Escalante (cuatro episodios), el colombiano Andrés Baiz (cuatro episodios) y la chilena Marcela Said (dos episodios), y el trabajo notable de un extendido reparto sin tacha alguna (¡ese Cochiloco de Andrés Almeida, por ejemplo!), son traicionados por un guion que, en el mejor de los casos, se muestra inconsistente.

Vea si no: a lo largo de esta temporada, vemos a un Miguel Félix como el epítome del “Principio de Peter”, aquella teoría de la administración propuesta por Laurence J. Peter, que afirma que en una organización los individuos van siendo promocionados en el organigrama hasta llegar a un puesto superior en el que son incapaces de resolver los problemas que se les presentan. Es decir, han llegado a su máximo nivel de incompetencia.

Esto es exactamente lo que sucede con el Miguel Félix de la teleserie. En la medida que va avanzando, tejiendo alianzas internas y externas, sometiendo a los rebeldes, eludiendo la terca persecución de una DEA burocratizada y haciendo tratos non sanctos con mafiosos más poderosos que él –esos hermanos de Nuevo León, uno peloncito y otro bigotón–, Félix Gallardo va acumulando tanto poder que, al final, resulta ser incapaz de resolver cada conflicto que se le presenta. Cada problema resulta ser una fuga hacia adelante que empeora la situación inicial: ordena el asesinato de la familia de uno de sus camaradas, deja que asesinen a otro para dejar contento a aquel, dobla las apuestas con sus socios colombianos buscando apoderarse del mercado estadounidense de la cocaína, piensa que sentarse con políticos (¡y esos dos políticos en particular!) es una buena idea y así le sigue hasta que todo mundo lo deja solo: amigos, socios y familia. Ese Miguel Félix del final, que tiene el poder de leer el futuro de nuestro país, es el mismo que se muestra incapaz una y otra vez de tomar buenas decisiones en el presente. ¿Tan torpe de verdad fue el Jefe de Jefes? No parecen siquiera el mismo personaje.

En varias de sus homilías mañaneras, el presidente López Obrador ha repetido que hay que desenmascarar la narcocultura: que ser narcotraficante no es algo bueno, que no se vive en un mundo de dinero ni de autos lujosos ni de mujeres bellas ni, mucho menos, de goce y placer. El presidente debería recomendar la segunda temporada de Narcos: México. En efecto, ser narco no es negocio: en el mejor de los casos, puedes morir de frente al sol, cual héroe de algún western clásico, como el Pablo Acosta de Gerardo Taracena; en el peor, sufrir la muerte de toda la familia, como “el Güero” Palma de Gorka Lasaosa. O, peor aún, como el Miguel Félix de Diego Luna, terminar como un fracasado, en la cárcel, sin poder y sin dinero.

De hecho, de todas las historias del auge y la caída de un señor de la mafia, iniciada con la seminal Cara Cortada (Hawks, 1932), la saga de Miguel Félix de Narcos: México es, acaso, la más deprimente de todas. El Félix de Diego Luna no disfruta, no sonríe, no goza de nada ni de nadie. Su épica fallida no es la de un Michael Corleone sinaloense, sino la de un lamentable aprontado que nunca entendió que no era tan inteligente como él creía. Es el principio de Peter llevado a la mafia.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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