Niños clasificación C

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Hollywood no lo sabe, pero los protagonistas del cine “serio” no tienen que ser nazis en juicio, ni soldados en Vietnam, ni víctimas de historias McCarthianas, ni Daniel Day Lewis disfrazado con bigote y nuevo acento. Hollywood no sabe que un niño puede ser el protagonista de una película clasificación C, aunque no se le permita entrar al cine. No sabe, pues, que el cine protagonizado por menores de edad puede no ser de dibujos animados, puede no ser en 3-D y puede prescindir de criaturas peludas de tres metros de altura.

Y si Hollywood no lo sabe es porque no quiere saberlo. Las cintas –no dirigidas a un público infantil- protagonizadas por niños han sido un género fértil, riquísimo en posibilidades, desde que Truffaut apuntara su cámara al rostro de Jean-Pierre Léaud en Los 400 Golpes. Mientras los norteamericanos siguen creyendo que el espíritu de la infancia –sus impulsos inasibles, sus conflictos embotellados, su mundo de luz y telarañas- está mejor destilado en la partitura de un musical de Disney, el resto de la orbe cinematográfica se encarga de hacer películas en las que la edad del protagónico no determina la clasificación, ni el tono de la misma.

Para muestra de la maravilla que pueden ser estas historias, basta hablar de dos películas, ambas distintas entre sí, pero llevadas sobre los hombros de una niña y un niño, respectivamente.

La primera es El Espíritu de la Colmena, de Víctor Erice. Filmada al final del régimen franquista, la historia se desarrolla justo después de que acaba la guerra civil española, en un lugar de Castilla, un pueblo que aún huele a pólvora. La película se centra en Ana, una niña de menos de diez años, que se obsesiona con la película de Frankenstein tras verla en un cine hechizo a las afueras de su pueblo. De esta interesante premisa, repleta de connotaciones –el Dr. Frankenstein puede ser Franco, el monstruo es su régimen; Ana es la niña que el monstruo mata en la película, Ana puede ser el monstruo-, Erice teje un mosaico que rebasa la denuncia (soterrada, por supuesto: Franco aún vivía en el Pardo) y el comentario social. Si bien se puede ver El Espíritu de la Colmena sin esta lectura de entre líneas, la cinta es verdaderamente exitosa cuando, prácticamente prescindiendo de diálogos, intenta dibujar un mapa de la psique infantil. El mundo de Ana es mucho más rico –profundo y potente- que el entorno bélico que la constriñe. La cámara de Erice registra todo: los juegos malvados, los descubrimientos, los peligros latentes, la extrañísima soledad de la niñez. Y son estas escenas las que la hacen una película inigualable: la hermana mayor de Ana pintándose los labios con sangre después de que un gato negro le propina una mordida; Ana usando las herramientas de afeitar de su padre, queriendo ser grande, queriendo estar cerca de ese hombre taciturno que parece vivir detrás de una frontera invisible; un grupo de niños en un salón de clases aprendiendo dónde va el corazón, los pulmones y los ojos en el cuerpo humano. Todo visto a través del filtro de la fotografía de Luis Cuadrado, en donde cada encuadre es no sólo una obra de arte en sí mismo, sino la traducción de la posguerra española del abstracto de las palabras a la elocuencia de la imagen cinematográfica.

La segunda –y mi favorita- es Mi Vida Como Un Perro, de Lasse Hallstrom. Situada en un pequeño pueblo de Suecia, la cinta de Hallstrom narra la historia de Ingemar, un niño al que su madre abandona con sus excéntricos tíos tras enfermarse de tuberculosis. Mi Vida Como Un Perro es una película más extrovertida que El Espíritu de la Colmena. Si su temática pinta un panorama potencialmente pesado y gris, Hallstrom lo disipa con buenas dosis de humor. Sin embargo, las pinceladas de comedia no diluyen la tragedia de Ingemar: su obsesión con el perro Laika, al que abandonaron en el espacio, tal y como a él lo han abandonado; la compañía incómoda de los excéntricos adultos del pueblo, de hombres que se comportan como niños y mujeres que coquetean como niñas; de gente que ha vivido tanto tiempo en el mismo lugar que desconoce su propia identidad, que lleva a cabo las mismas rutinas por inercia. La narrativa de Mi Vida Como Un Perro es más directa que la de El Espíritu… (por algo Hallstrom consiguió trabajo en Hollywood), pero esto ciertamente no es territorio de Disney. Entre la probable muerte de su madre y el exilio al que ha sido sometido, Ingemar obtiene el primer vistazo del desordenado tapiz de la sexualidad y el deseo de la vida adulta. Y son estas polémicas secuencias –como aquella en la que Saga, la amiga andrógina de Ingemar, le enseña sus incipientes senos– las que causaron que en algunos países se le viera como una película inmoral. Juicio idiota, por supuesto. Su intención no es una provocación gratuita: basta ver el final para entender que el corazón de la cinta es dulce.

Sin la necesidad de Erice de salpicar su historia con simbolismos, Hallstrom se enfoca en recrear la niñez a través de los ojos de su maravilloso protagonista. El resultado es una de las mejores –y más olvidadas- películas de los ochenta.

Hoy en día, la tradición de Los 400 Golpes, El Espíritu de la Colmena y Mi Vida Como un Perro continúa dando frutos. Tan sólo en esta década, dos directores mexicanos nos han dado diferentes –y no por ello menos exitosas- historias desde la perspectiva infantil. El Laberinto del Fauno podría ser la versión fantástica de la cinta de Erice. Y Temporada de Patos de Fernando Eimbcke es una polaroid entretenida y punzante de esa época gris que yace entre la niñez y la pubertad.

Mientras tanto, Hollywood asegura que va a la vanguardia en este género con películas como Where The Wild Things Are, de Spike Jonze: un estridente y confuso ejercicio que hace lo posible por explicar la angustia de la infancia a través de avatares peludos y gigantes. Sospecho que tanto Erice como Hallstrom se burlarían del intento. A diferencia de Jonze, ambos directores europeos saben que los demonios de la niñez no están afuera, sino adentro.

-Daniel Krauze

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